Por Simon Murillo
Fotos por Juan Fernando Ospina
En la librería en la que trabajo los periodistas van y vienen. Los suplementos culturales de cualquier periódico abundan en artículos, panegíricos, odas y, especialmente, elegías sobre las librerías. Es una oportunidad de congregar a los bienpensantes de la literatura, una última despedida a la librería que quisieron o fingieron querer. Espero diferenciarme del turismo cultural en el sentido de que a los dos o tres años me cuidaron en una y a los once atendí por primera vez. Crecí en una, que no es lo mismo que crecer entre libros.
El gremio de los libreros existe desde hace por lo menos 2500 años. Aunque a diferencia de nuestros contemporáneos, los políticos, los asesinos a sueldo y los carniceros, las librerías viven en una crisis perpetua. Somos conscientes de ello. Cada colega que desaparece trae la terrible consciencia de que se es el siguiente. Un sueño terminado en tres o cuatro líneas de algún medio, reemplazando las millones que alguna vez albergamos.
Una cronología de la ciudad podría estar en los titulares de despedida de sus librerías: la Dante cierra sus puertas, la Daniela se despide, la Científica suspenderá operaciones presenciales. No sé si La Pluma de Oro, que quedaba en Palacé con Ayacucho, probablemente la primera librería de la ciudad, tuvo despedida. Tampoco, si la tuvo la Cano, que cultivó a los Panidas, a Carrasquilla, Lucrecio Vélez, Ospina de Navarro y Fernando González. La Aguirre, en Maracaibo entre Palacé y Junín, que se atrevió a desafiar el listado de libros prohibidos de El Colombiano y fue símbolo de resistencia durante los años más duros de esta ciudad. La Científica fue una sucesión de la Nueva, que era conocida como la mejor librería de la ciudad y cambió de dueños en silencio. La Moderna, de Jesús Marín, seguramente no tuvo obituario; quedaba en Junín con Pichincha y tuvo una tertulia nutrida de literatos ya olvidados.
Hoy hay en Antioquia, más o menos, unas noventa librerías. La mayoría habita el Centro Popular del Libro y sus alrededores. En ellas trabajan cerca de doscientas personas con el papeleo, cesantías, pensiones, vacaciones y familias correspondientes. Movemos alrededor de 15 000 millones de pesos anuales, además de 10 000 millones que se gastan en arriendo, nóminas, impuestos y otros gastos administrativos.
En marzo, cuando todo cerró, no pensamos en don Jesús Marín ni en La Pluma de Oro. El temor constante se transformó en un terror inmediato. ¿Cómo podría un negocio, tan dependiente del calor humano y del encanto tanto como de sus libros, sobrevivir en un mundo sin contacto? Parece un cuento alemán a la inversa: la muerte del libro no ocurre por falta de libros, sino de gente.
Pero unos días más tarde y a escondidas de la ley, varios libreros hicimos una expedición para tener con qué montar una telelibrería. Con una maleta de viaje cargada de libros, caminamos a escondidas por calles desoladas, atentos a la tos de las motos policiales. Desde nuestras casas mandábamos libros a escondidas, sin saber si los libros eran o no “bienes esenciales” para la ley. La gente ya no nos visitaba buscando conversar, o lolear entre las estanterías. WhatsApp se hizo rey.
Las que tenían una fuerte presencia en redes —en general las más grandes y de libreros más jóvenes— capturaron el mercado de las que no. Los libreros del Centro Popular del Libro, separados de sus locales y de sus libros por orden municipal, pasaron semanas sin vender un solo título. Varios se quedaron sin comer. Solo después de dos meses y un detallado protocolo de bioseguridad diseñado por ellos mismos pudieron volver. Aun entonces vendían tan poco que los más exitosos empezaron a donarle parte de sus ventas a los que no tenían ni para devolverse a sus casas.
En el Centro del Libro hay librerías de hasta tres generaciones. “Todos mis mejores amigos están acá. Aquí corrimos, acá jugamos, acá peleamos”, me dijo Yeison Bedoya, que ahora es uno de los líderes del Centro, para una crónica que escribí en julio. La guardería es solo uno de los múltiples avatares que han tomado las librerías. Antes del rigor clínico del coronavirus, una pasada por el lugar mostraba posmodernos entregados por una librera que come costillas; Augusto Bedoya de la Pigmalión le explicaba a sus clientes que la teoría de la plusvalía es apodíctica con un guaro bajo el brazo y Voz Proletaria en el otro, contando otra vez cuando su esposa se volvió cristiana y le echó la biblioteca a la calle; Hernán Salamanca volvía de jugar ajedrez para recibir a algún universitario descubriendo a Monterroso; libreros de folletos de crucigramas, marxismo, espiritualidad, el siglo de oro español, el modernismo escandinavo y los nadaístas, libreras de veinte años, libreros de ochenta, familias de libreros y libreros en la cuneta de la sociedad. Cada uno atrapando al cliente de ocasión, al conocido, al profano, al santo, al policía, al pillo, al degenerado, al arrogante, al novicio y al suertudo de tener, entre tantas letras, un nombre propio.
El problema es que a pesar de unos pocos buenos amigos, los medellinenses no suelen apoyar a su librería de barrio. Ni siquiera hay librerías de barrio. La pasión de la alcaldía por el orden provocó que decenas de librerías se apretaran en un solo punto, en vez de que se regaran con naturalidad por toda la ciudad. Cuando la gente piensa en librerías “independientes” casi siempre se refiere a espacios burgueses de Laureles, El Poblado y los suburbios del oriente. Es un logro que en una ciudad como la nuestra, obscenamente desigual, comprar libros también sea una actividad estratificada.
Y con un sector editorial como el colombiano, dominado por dos enormes editoriales que traen al país solo una fracción de su catálogo y castigan la independencia —en el 2003 varias librerías de Medellín quisieron importar unos libros de Orhan Pamuk desde España, editados por Random House España y Random House Colombia amenazó con romper relación con ellas por traer material prohibido al país— no hay mucho margen de crecimiento para las librerías con poco capital. Los ejecutivos y vendedores de las editoriales favorecen a los más grandes con tratos exclusivos, mejores porcentajes de venta y mayor efectividad. Hace un mes la Cámara Colombiana del Libro, la institución que debería velar por la salud del sector, aprobó a BuscaLibre como miembro. En este año virtual, varias librerías hemos intentado explicar por qué BuscaLibre es una empresa antiética y destructiva para todo el sector.
La asociación colombiana de libreros independientes (Acli), como es costumbre en este país, es una institución más bogotana que nacional. El sector editorial antioqueño es insular, más independiente que cooperativo. Pero a lo largo de este año hemos intentado, infructuosamente, convertirnos en una asociación de verdad. Pero con turnos de once, doce y catorce horas, muchos libreros solo pueden pensar en su supervivencia más inmediata y las esperanzas de que una agremiación sea efectiva son pocas. Los libreros no deberían subestimarse. Cuando el gobernador de Vincennes encarceló a Diderot fueron los libreros franceses, los mismos a los que criticó en su “Carta sobre el comercio de los libros”, quienes lograron su liberación, uno de los momentos fundamentales de la Ilustración francesa.
La catástrofe del Centro del Libro sucedió al tiempo de una verdadera explosión de la lectura y, por supuesto, de ventas para las librerías suertudas. Las estadísticas sobre la lectura son pocas y complicadas de medir, pero todo indica que la gente cada vez lee menos. La principal razón es que ya no hay tiempo para enviciarse a algo que requiere tiempo. Pero la vida social aplastada por el miedo y el prospecto de enfrentarse a uno mismo por quién sabe cuánto tiempo, sorprendentemente, cambiaron a la gente. Aparecieron órdenes gigantescas de libros, especialmente de sagas y mamotretos. Las librerías con presencia digital no fueron las únicas en tener buenas ventas. A las cadenas les fue muy bien. También a las plataformas digitales como BuscaLibre o Amazon: Jeff Bezos, quien regenta “la librería más grande del mundo”, ha ganado más de 74 billones de dólares durante la pandemia.
Las plataformas digitales, un neologismo vacío que enmascara la naturaleza depredadora de estas entidades, han destruido decenas de miles de negocios físicos en el mundo. No a las librerías. De hecho todo este artículo bien podría terminar —o empezar— con una nota victoriosa: ninguna librería antioqueña ha cerrado en lo que va del año. Es absurdo. Más de 80 000 empresas han clausurado en todo el país desde que esto empezó. Todavía más: ¿cómo un consumo fetichista y de nicho como las librerías puede sobrevivir ante la catástrofe del mundo a su alrededor?, ¿son suficientes la atracción y el carisma para evitar la jubilación definitiva frente a un enorme y cómodo robot cultural?
Concebir a las librerías como supermercados literarios, como creía Diderot y como hace Bezos, es a la vez preciso y absurdo. Ante todo, somos un negocio con cuentas que pagar y plusvalía que generar, una zona de intercambio puro de ideas y objetos: el capitalismo empieza no en la fábrica, sino en el libro. Parteras de una industria sustentada en poder viajar a alguna parte. No es accidental que Fidel Castro fuese un visitante frecuente de la librería comunista de la calle Carlos III de La Habana, que Stalin descubrió a Marx y a Lenin en una, que Mao regentara otra. Librerías infantiles, francesas, inglesas, anarquistas, socialistas, católicas y ocultistas en cinco continentes, en paz, guerra, pobreza y riqueza. La librería que mi familia soñó surgió con la sombra de la guerra zumbando en el fondo. Que dos de los grandes genocidas de la historia fueran visitantes asiduos demuestra que antes de ser accesorios, las librerías son el animal de compañía de la civilización.
Jorge Carrión escribe que no hay nada más ajeno a las librerías que el patrimonio. Son el opuesto de las bibliotecas, no un monumento a la civilización, sino su movimiento. En tiempos de certezas y rigores médicos, son un tipo de derrota, de vida, de posibilidad.
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