La huerta es de quien la trabaja

Por Eliana Castro
Fotos por Museo Pedro Nel Gómez – Sergio González

No es tan sencillo como precisar una fecha. En Medellín, desde que hay memoria, se siembra en los solares, en las terrazas, en canecas, en materas, en tarros de detergentes. El sueño de la tierra reúne a generaciones enteras, aunque las posibilidades las distancien rotundamente. Se siembra para comercializar, para paliar el hambre, para recuperar saberes ancestrales, hasta para limar asperezas entre vecinos. Se siembra en las casas, en las universidades, en los barrios y también en los museos. A mediados de noviembre, los huerteros del Museo Pedro Nel Gómez visitaron y conocieron los orígenes y las prácticas de las huertas del Museo de Antioquia y del Museo Otraparte, incluso recibieron un taller sobre orquídeas. Y, como en las plantas, se generaron lazos.

Para la mamá hipertensa, los cristales de penca sábila en ayunas son benditos. Al tío con insomnio, póngale un par de hojitas de borrachero en la almohada. La ruda armadillo bien caliente para los dolores de estómago y la ruda de huerta para los días sin suerte. La ruda, en cualquier caso, para evitar los dolores; y los baños y las bebidas de limoncillo y prontoalivio para espantar las gripas en tiempos de virus. La salud está en las plantas y no en las pastas, dicen las huerteras del Museo de Antioquia.

Después de nueve meses de pandemia, las huerteras del Museo de Antioquia regresaron a la huerta que cuidan desde hace dos años. Se dedicaron a desyerbar, a cortar, a limpiar y a contar las historias de los árboles que más aprecian. Mery creció entre cultivos de café y plátano. Adela comió únicamente tomate durante el embarazo de su hija y por eso, cree ella, le nació tan rozagante. Carmen se compró un libro de botánica recién entró al Museo. Al terminar el recorrido, regalaron un par de piecitos de prontoalivio a los visitantes del Pedro Nel Gómez. Eso es lo bueno de la siembra: siempre hay un nuevo comienzo.

Se dice que Pedro Nel Gómez, artista antioqueño, era supremamente celoso con los árboles frutales de su casa —hoy museo—. Que perseguía a los niños que entraban a robarle mandarinas o aguacates. Que cansado de perseguirlos los invitaba a verlo pintar. O les explicaba a qué horas podían agarrar las frutas para no lastimar los árboles. Pedro Nel Gómez, como muchos de estos huerteros, abandonaron su pueblo natal debido a la violencia. Cuando construyó su casa en Aranjuez, sin embargo, lo primero que hizo fue proyectar los espacios en donde quería tener sus jardines. Se dice que los procuraba tanto como sus pinturas. Mientras escuchan la historia, los huerteros piensan en sus propios sueños: un pedazo de tierra donde cultivar, un sancocho o una sopa bien rica con los frutos recogidos.

Había días en los que Fernando González, el escritor y filósofo antioqueño, se sentía árbol y se limitaba a dejarse calentar por el sol. Él mismo había plantado los carboneros, los totumos, las orquídeas y los naranjales que rodeaban su casa y la aislaban de la ruidosa carretera. Sabía cuál carbonero había crecido más y a qué horas se dormían las hojas del más pequeño. Antes de ser su hogar esta casa era conocida como La huerta del alemán, pues allí un viejo teutón sembraba y comercializaba hortalizas que vendía en la plaza de Cisneros. Aunque el brujo de Otraparte conservó la conexión con la tierra e incluso escribió en algunos de sus libros sobre la huerta, en algún punto esa historia desapareció. Hoy, en esas vueltas de la vida, es una buena excusa para volver al origen y acercar a vecinos y extraños al museo.

Anotan y memorizan consejos sobre el difícil cultivo de las orquídeas: temperatura, humedad, circulación de aire. Escuchan decir que Colombia es uno de los países con mayor variedad de especies, aunque muchas todavía estén por descubrir en las zonas más recónditas del territorio nacional. Aprenden que pueden crecer verticalmente o en materas. Se atreven a dibujarlas y descubren que es una de las flores más simétricas, pero tiene formas bastante irregulares. Entienden que son costosas porque necesitan de una verdadera entrega. Y uno que pensaba que eran flores bonitas nada más, dice alguien, y no: tienen historias.

¿Sobrevivirá?, piensa más de uno. ¿Sí tendré la mano? ¿Será que mejor la regalo? ¿A quién se la regalo? ¿Y si me la quedo? Todos salen del taller con una orquídea o hasta dos; van a probar su paciencia, su dedicación e incluso van a enfrentarse a la frustración frente a la planta que no florece o que muere. Ya lo decía Fernando González en 1940: “Cada árbol que siembro es un dolor más, pues los amo y la ternera me los maltrata. Me pesa la propiedad”.

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