Cosecha de museo

Las plantas son las maestras de la colaboración [y el apoyo mutuo],

gracias a sus alianzas, han sabido construir sociedades mutualistas

en todos los hábitats de la Tierra.

Stefano Mancuso 

 

Por María Isabel Naranjo Restrepo
Fotografías de Sergio González

Por estos lados de la ciudad, entre la carrera Cundinamarca y la calle Calibío, donde se registra el segundo índice más alto de contaminación del aire del país luego de Kennedy, en Bogotá, se rumora que seis mujeres que se hacen llamar a sí mismas guerreras hablan cada ocho días con las plantas que siembran en el parqueadero del Museo de Antioquia.

Un día, antes de la pandemia, o sea antes de que las ratas se comieran todo lo que habían sembrado, a una de ellas la vieron hablando con unos limoncillos. Se trataba de Adela. Sesenta y seis años. De Sevilla. Dos hijos. 

Esa mañana Adela salió bravísima de su casa, en Castilla, alegando con su nieta por culpa de Alana, la pitbull recién adoptada a la que le encantaba meter el hocico en la caneca de la basura y hacerse popó justo al lado de su pieza.

Imagínense la escena: los buses y los carros aullando con pitidos por la carrera Cundinamarca, cerca del Museo. La luz del semáforo está cambiando a amarillo. Adela cruza la calle con los ojos rojos, refunfuñando las últimas palabrotas que se le quedaron en la boca después de llorar todo el camino. Su cuerpo, rabioso, atraviesa el umbral del parqueadero, no saluda a nadie, y por fin, cuando tiene unos limoncillos al frente se desahoga diciendo:

—¡A veeer!, ¿cómo están las maticas?

Detrás de los limoncillos de la huerta sigue estando el altar de la Sagrada Familia: sin padre, sin flores y mocha. No se sabe cuándo ni cómo las tres figuras santas, la virgen María, el niño Jesús y el arcángel Rafael —protector del noviazgo— terminaron sin manos en ese hueco sagrado en la pared, del que Adela sacó ese día una botella de plástico para llenarlo de agua de la canilla. Solo entonces, las palabras fueron cayendo como gotas sobre las ramas:

—Ay, qué rabia en la casa. Miren que ese chandoso no hace sino hacerlo rabiar a uno —caen en una ramita—. Y esta otra que no le pone juicio, que no lo educa bien educado. ¡Ay, no! Usted está muy linda —acarician una flor—. Porque ella se comprometió. “Ay, no, déjenme el perrito. Yo lo cuido, yo lo educo”. Se comprometió a eso y por eso se le dejó tener el chandosito y vea.

Dicen que después de la terapia vegetal, Adela salió más tranquila a vender confites, chicles y cigarrillos por los lados del Parque de Berrío y, ahí, escuchando a los músicos de cuerda que tanto le recuerdan a su pueblo, terminó de quitarse todo lo pesado que traía en el cuerpo. Lo de su debut como bailarina pasó al poco tiempo, cuando hicieron el lanzamiento de Nadie sabe quién soy yo (2017), una performance de la artista Nadia Granados en la que Adela representó a una bailarina de salsa en medio de una balacera.

Ese papel la hizo imaginar que ella también podía ser una “bailarina de parque, independiente”, y aumentar sus ingresos de la chaza. Se inventó un show de baile al frente de Versalles, sobre la calle Junín, que presenta los jueves y los viernes, y en el Parque de Berrío también, cuando sale con ánimo de la huerta junto a las otras guerreras.

—Me va bien, pero el bafle se me dañó y ya llevo cuarenta mil pesos en arreglos. Plata que me hago, plata que le meto. Entonces ya voy a parar la bailada por ahora —me dijo la última vez. 

Cuando Adela está en la huerta uno la ve cargando herramientas, palas, escobas, limpiando. Ordenando. Los martes a la hora de la salida se escucha la voz de ella pidiendo “Señoras, por favor recojan lo que usaron no me dejen eso regado”. Por eso en una de las cuatro visitas que hice le pregunté:

—¿Cuánto puede medir la huerta? 

A ojo empezamos a calcular uno, dos, tres…

—Yo calculo que aquí puede haber unos veinticuatro metros cuadrados —y extendió sus brazos agrimensores—. Pero ve, me diste la idea. En estos días me traigo un metro y la mido. 

Alejandro Acevedo, un muchacho de La América que hace siete años vive de cultivar lombrices en la terraza de su casa, les estaba explicando ese día cómo hacer un lombricultivo con la promesa de que si aprendían, con Lombriciando —así se llama su negocio—, se las ayudaría a vender.

Las guerreras ponían cara de ilusión haciendo cuentas con los dedos, imaginando cómo esos cincuenta kilos de caca de lombrices que iban a tener en cinco meses los iban a poder vender —a cinco mil pesos el kilo—, pero antes de eso. Antes de eso debían entender cómo trabajaban las lombrices.

Anotan:

—Las lombrices descomponen por capas el tendido de frutas, cáscaras y otros residuos vegetales que ustedes deben encargarse de traer cada tres días.

Veo el primer problema: ellas vienen cada ocho.

***

Un nuevo cajón de madera en el centro de la huerta, lleno hasta el tope de hojarasca, cortezas y hierbas mezcladas con algunos pedazos de bolsas de plástico, se ha tragado el lombricultivo veinte días después. Adela, expurgando el amasijo vegetal con las manos, murmura que ojalá las lombrices sobrevivan en el fondo y sin comida, aunque pude notar el segundo problema: se les olvidó que existían.

Cuando termina la limpieza manual dice que ha traído un cuaderno donde anotó algunos detalles importantes sobre cómo empezó la huerta. Entonces nos sentamos al borde de la fosa lombricienta donde comienzo a grabar:

—¿Me está grabando? Ejem… —se aclara la carraspera de la voz—. Mi nombre es María Adela Villa y esto que tengo en la mano es el inicio de nuestra huerta acá en el Museo.

—¿Tú lo escribiste?

—Sí, yo lo escribí.

—Vamos a leerlo así tal cual lo escribiste.

—Acá, por ejemplo, dice: “Lunes seis de septiembre del veinte diecisiete. Residencias Cundinamarca. Museo de Antioquia. Relación de la huerta en mi cuaderno. Tema: De nuestra huerta y cómo inició este programa”.

El cuaderno que lleva Adela es una especie de bitácora en la que cada guerrera anota lo que le parece importante. Lo que aprenden en las capacitaciones que les trae el Museo, como la del lombricultivo; los remedios caseros que se dan entre ellas cuando se cuentan sus dolencias, como el día que llegó Gladys Restrepo. Cincuenta y seis años. Dos hijos. Un infarto al corazón.

—Anote pues lo que se va a tomar —le dijo Carmen Bedoya, la mujer curandera que más sabe de remedios en la huerta, cuando la vio llegar debilitada después de un mes y medio de convalecencia—: además de tomar cidrón y toronjil para que se relaje, en un tarro de aluminio seco va a poner un palomo adentro. Lo tapa bien tapao y lo pone al baño María, para que sude. Luego se toma una cucharadita de esa sustancia tres veces al día. Y de a poquitos, porque es muy fuerte.

Hace cuatro años esta huerta que no sabemos todavía cuánto mide era una jardinera de achiras, un desierto ornamental de malamadre en la parte trasera de un parqueadero en el centro contaminado de la ciudad. Ahora es un solar comunitario que ha dado cosechas de prontoalivio, albahaca, yerbabuena, limoncillo, lechugas de cuatro clases: la lisa o india, la crespa, la moradita, la col bogotana casi blanca, ancha. Han sembrado acelgas, flor de jamaica, yuca, plátano, papaya, piña, tomate de árbol. También cebolla de huevo, cebolla de rama, de la bogotana y de la de aquí. Una vez tuvieron zanahoritas, un naranjo con naranjitas, “muy ricas”. Una cilantrada “hermosa”. Hasta que…

—Llegó esta pandemia tan brava y la ratonamenta se apoderó de todo porque solo podíamos venir cada ocho días. —Gritó de lejos Carmen, la curandera. Setenta y tres años. De San Vicente. Ocho hijos. Se vino caminando del otro lado de la huerta, mirándonos atentamente con los ojos negros y brillantes, como embrujados, cuando nos escuchó hablando de las artistas.

Era la época de bonanza, cuando “todo era para todas”.

—Ah, que no hay sino esto, entonces lléveselo usted. O que solo hay esta cosita, entonces llévese usted. Y así no peleábamos —se le alcanza a entender porque trae puesta la mascarilla que dice: Dios cuida de mí.

—¿Qué significa para ustedes ser guerreras? —les pregunto a las dos cuando Carmen se sienta al lado de Adela.

—A ver, yo soy guerrera porque yo me tiré a conocer el mundo sola desde los quince años —responde Adela—. Me fui de mi casa porque me pegaban mucho y me lancé a guerriar la vida de día y de noche. En la vida nocturna estamos en ese peligro, pero uno lo enfrenta. Los hombres, que nos llaman amigas y luego nos llevan a un hotel y nos matan. Ir por ahí con una canasta de cigarrillos de bar en bar de cuatro de la tarde a las cuatro de la mañana. Por eso soy una guerrera.

—Nosotras decimos “somos guerreras” porque “guerreamos” la vida —responde Carmen—, porque en todo momento estamos luchando para conseguirnos un sustento sanamente, sin robarle a nadie, sin matar a nadie.

Carmen está hablando al lado del árbol de tomate que sembró cuando llegó a la huerta, para recordar que su tía no se los dejaba comer.

—Yo fui la causante de que mi madre y mi hermana melliza fallecieran cuando nací.

Así empieza su historia. Primer párrafo. Vamos a cerrar los ojos y a pensar en una nube de palabras que designan seres y acciones para armar su vida: Mamá. Muerta. Hermana. Muerta. Papá solo. Bebé en caneca de basura. Abandono. Padrastro. Intento de violación. Tía. Abandono. La calle. Dormir en parques. Marido. Pobreza. Abandono. Desde que su marido se fue de la casa y la abandonó a su suerte con ocho hijos, los vecinos siempre vieron a Carmen trabajando en bares. De mesera. De despachadora. De salonera. Cuando acababa su turno a veces se quedaba con amigos secretos. Pero nunca en las esquinas. A ella la palabra prostituta no le gusta. Le aterra. Cree que supone siempre una “mala intención” de parte de la mujer. Prefiere decir… mujer fácil.

—¿Por qué?

—Porque un hombre le habla, le propone un trato y ella verá si acepta o no. ¿Ya me entendió? Salen a conseguir su vida sanamente, sin hacerle daño a nadie.

***

Además de la ropa de trabajo de la huerta, las guerreras llevan en sus morrales la muda del “nunca se sabe”, más formal. Carmen ya se ha cambiado la camisa de algodón por una blusa de chifón color helado de mandarina, y los tenis por unas sandalias negras.

—¿Qué representa para ti esta huerta ahora? —le pregunto mientras termina de alistarse.

—La huerta y las plantas se llevan toda mi depresión y mis angustias —dice—. Yo me vengo a cultivar, a enseñarles a las otras a sembrar y es una cosa que me saca una carga de encima, ¿me entiende?

—¿Y las plantas la entienden?

—A las plantas se les tiene que hablar, se les tiene que acariciar. Se reprenden si ellas no quieren dar nada. ¿Pero qué pasa? Que no pueden hablar, pero ellas oyen.

—¿Y te entendés mejor con las plantas o con los hombres?

—Ay, con las plantas. Con los hombres es muy difícil, hay mucho problema. Yo ahora vivo sola, libremente y paso muy rico.

—Está muy bacana esa camiseta —la saluda Carmen y termina de pintarse la boca de morado, con un espejito en la mano.

La que llega tiene una blusa rosada estampada. Se lee A night one book save my life. Le pregunto si sabe lo que dice y ella me niega con la cabeza.

—Una noche, un libro me salvó la vida —le leo en voz alta.

—Ahhh —dice ella entrecerrando los ojos—, como la noche en que las guerreras salvaron mi vida.

Esa noche fue en realidad una tarde, hace tres años. Rosalba González. Setenta y tres años. De Sopetrán. Seis hijos. Por esos días ya tenía la costumbre de ir al Parque de Berrío a sentarse debajo de la palma fénix a escuchar a los músicos de cuerda y a ver a Carmen y Adela bailando. Para ese entonces los rostros de todas ya resultaban familiares y un día Carmen la vio tan aburrida que se le acercó:

—“Mami, ¿a usted qué la pasa?” —le preguntó—. Y ella, “no, es que tengo mucho problema, me dan ganas de quitarme la vida”.

—Por esa época ya se había muerto Walter, mi ojibonito —dice Rosalba acunando un recuerdo en su mirada que la enternece—, y yo me moría por ese hombre. 

—Yo le dije: venga la meto a un programa del museo que allá se va a sentir mejor, y véala como está ahora.

Dejamos a Carmen a un lado, acicalándose en el espejo, y nos acercamos con Rosalba al lado de la matera grande con un árbol de cacao que ella estaba regañando el día que la conocí:

—¿Por qué está tan feo? ¿Por qué no me querés prender? —repetía agachada debajo del árbol—. Ah, ah, ah. ¡Te quiero conocer tu palo… de cacao!

Lo decía riéndose porque sabía que yo la estaba escuchando. Ese árbol lo sembró porque le recuerda a su niñez, en Sopetrán, cuando se comía a escondidas las mazorcas de cacao. “Eso te hace daño, eso te da fiebre”, la regañaba su mamá, pero Rosalba se comía hasta dos mazorcas al día. Y nunca le dio fiebre.

Su mamá le pegó con un palo cuando supo de los amoríos que había tenido a escondidas con Walter durante dos años. Lo único que no le quedó morado en el cuerpo esa vez fue la cara. Pero la pela no sirvió de nada. Igual se fue detrás de él y tuvieron seis hijos.

No tenía ni dos meses de embarazo del primero cuando vivían en una pensión por los lados de Díaz Granados, en el Centro, y una amiga suya le dijo:  “Vení para que veás lo que está haciendo tu marido”. Se la llevó para un bar en El Raudal y ahí fue cuando lo vio. Tenía a una “salonera” sentada en las piernas a la que le pegaba palmadas en la nalga por “comportarse mal”. Los siguió toda la noche hasta que subieron juntos las escalas de un motel.

La niña embarazada se devolvió a la pensión llorando, y así se quedó el tiempo que  Walter dejó pago: quince días. Quince días lloró y tomó únicamente agua de la canilla. Hasta que se la llevaron a vivir otra vez a la casa de su familia, en Aranjuez, donde su mamá la contempló con concha de gurre raspada para quitarle los vómitos que le daba el embarazo.

—Hasta que un día mi mamá me mandó donde los Betancures a comprar un jabón Rey para seguir lavando ropa de la Lavandería Real. Y allá estaba escondido el berraco detrás de la puerta. “¡No me perjudiques!”, le decía ella, pero él insistía con miraditas, besos y caricias hasta derretir su voluntad.

Durante veinte años parió los hijos de Walter aunque él jugara a ser un fantasma: aparecía y desaparecía cuando la daba la gana. Fue después del tercero, en Santa Cruz, cuando le tocó salir a ella a guerrear en la calle porque el ojibonito se le había perdido otra vez.

Trabajó en El Córdoba, un bar cerca de El Ferrocarril. En El Atlántico. En Los Arrieros. En Los Recuerdos. Y ahí fue donde se entregó completamente al oficio de “salonera”. 

—Un día mío era tomar —dice—. En esos días estaba enamorada de la Tierra y me decían, Aaalba, ¿uno? Pase. Otro, pase. Como era pa aquí y pa allá no me emborrachaba. Y además en ese tiempo era aguardiente bueno, sabía a puro anís.

—¿Y eso qué significa?

—¿Qué significa qué? —dice Rosalba

—Estar enamorada de la Tierra.

—Significa que como tenía que rebuscarme la comida de mis hijos, aceptaba todo lo que me dieran. ¿Vamos por allí?, vamos. Atendía contenta en los salones a los borrachos, me daban trago y luego nos íbamos a bailar.

Hasta que se llenó de hijos y dejaron de darle trabajo porque pedía muchos permisos. Además esos hijos estaban creciendo y ella comenzó a sentir pena de que la vieran así. Terminó viviendo con una tía que la humilló y la humilló, hasta que se cansó y unos conocidos de su familia le ayudaron a hacerse un rancho en un terreno baldío en Robledo.

Madrugaba. Empacaba aguapanela con limón, una coca con arroz y salía caminando del rancho con sus seis hijos hasta una ladrillera de Guayabal. Del occidente al sur. De ida y de regreso. Mientras iban apilando los 150 adobes regalados con los que hizo las tres paredes del frente de su casa.

—Han pasado 41 años desde que les dije a los de Control de Obras que me tumbaron tres veces mi rancho: “¡De aquí no me sacan!”. Y ahí estoy en mi casa, porque me la guerrié. ¡De ahí no me sacan sino para el cementerio!

—Hola, hola —llega saludando Adela—. ¿Está hablando con sudado de lengua?

Así le dicen cariñosamente a Rosalba cuando le dan cuerda para hablar.

Es mediodía, la hora de salida, y Adela llegó con Luz Mery. Sesenta y tres años. De Pensilvania. Cuatro hijos. Mide medio metro, como casi todas. Su pelo está teñido de morado, lleva puestas unas gafas de marco gatuno que la hacen ver más joven y una camiseta con el mapa de África. En su casa en Santa Elena ha hecho amistad con lulos, cebollas, un palo de naranjas. Y un vecino con el que pasea. Por eso la muda del nunca se sabe que trajo hoy es un vestido de baño.   

—Bueno señoras, vengan que vamos a hacer cuentas —dice Luz Mery mientras anota en su cuaderno lo que le da a cada una. 

Primero le hace señas a Carmen para que se acerque, y le da un dinero extra por los pasteles de pollo que trajo para el refrigerio de todas.

—¿Y qué llevas en el morral? —le pregunto a Rosalba antes de que Luz Mery la llame y se vaya.

—Voy pa San Roque.

—¡Donde el amor! —grita Carmen otra vez de lejos, como si siempre nos estuviera oyendo.

—Tengo un amor de 78 años. Dejo esta ropa allá, y así cuando quiera me voy y no tengo que llevar más.

—Y por eso tenés los ojos brillantes —le digo.

—Es que me brillan de la felicidad.

***

Cuando salgamos de la huerta Luz Mery dirá que la mata de café donde estuvo sentada repartiendo la plata, ella la sembró. Es una mata que la devuelve cincuenta años en el tiempo, a la finca cafetera donde vivía con catorce hermanos y todo el mundo tenía trabajo para hacer.

Moler. Hacer arepas. Sembrar. Descerezar el café. Ella sabía hacer todo eso y también se inventaba formas de hacer dinero. Como esa vez que hizo una rifa de alcantarilla.

—¡Vamos a rifar un tarro de leche! —les propuso a sus amigas de Pensilvania.

—¿Y de dónde el tarro de leche? —preguntaron ellas.

—Pues de la plata que recojamos.

Y así empezaron. Era como a veinte pesos la alcantarilla y varias personas que compraron decían:

—¡Apunten a la alcantarillera! ¡Apunten a la alcantarillera! —que era Luz Mery.

Y se la ganó.

Luz Mery y sus amigas no solo regalaron un tarro de leche a una familia que lo necesitaba, sino un mercado completo.

Eso mismo intenta hacer ahora en la huerta. Está pendiente de convocatorias que les sirvan y las alienta para que hagan sus proyectos.

—Cuando entreviste a Gladys, la enferma de corazón, pregúntele qué significa Úsese solo una vez —me dirá Luz Mery—. Ella fue la que se inventó eso de los calzones.

—¿De los calzones?

—Son calzones desechables que dicen eso.

Resulta que un día Gladys dijo: “Uno en este oficio debería tener calzones que usa una vez y chao”. La frase fue tan poderosa que la estamparon en unos calzones que vendían en nombre de la mujer fácil —como le gusta decir a Carmen—, que termina cosificada de la misma manera.

—¿Por qué crees que es poderosa esta huerta? —le preguntaré a Luz Mery cuando estemos en el Parque de Berrío.

—Porque nos ha devuelto una sensación muy grata: estar empleadas. Los lunes por la noche preparamos las gafas, los guantes, las semillas y el pasaje para salir muy tempranito los martes, que es el único día de la semana que sí vale la pena levantarse.

***

Todo en orden. Morrales en la espalda, bocas pintadas, algunas de tenis y otras de tacones. Así salimos de la huerta, en fila hacia el bar La Luz, en la esquina del Museo, donde Carmen trabajó de salonera. Queríamos tomarnos una cerveza y hablar de recuerdos de esa época, pero el volumen de la música nos hizo cambiar de idea. Nos decidimos mejor por cinco tintos del carrito de los venezolanos, muy cerca del mosaico de la Virgen de la Candelaria que hay escondido en los bajos del metro. A lo lejos se lee una inscripción: “Si quieres que tu dolor se convierta en alegría, no pasarás pecador sin invocar a María”. Invocamos a María del Carmen, que fue la que nos pagó los tintos, y luego caminamos hacia el Parque de Berrío hasta la palma fénix, donde casi siempre están sentados los músicos de cuerda. Cuando nos vieron llegar cambiaron la melodía sosa por una carrilera animada, solo por el placer de ver a las guerreras bailar. Cantamos en coro. Hicimos un trencito. Al mediodía. Como si no hubiera tiempo. Ni preocupaciones. Pero el tiempo fue pasando y ellas se fueron yendo: Rosalba con el amor. Luz Mery con el vecino. Carmen con Adela. Adela con el azar. Como jubiladas, sin jubilación. 

Yo, que seguía trabajando, regresé al museo a preguntar cuánto mide la huerta.

—Cuarenta y cinco metros cuadrados —dijo Juli Zapata, responsable del Museo después de consultarlo.

Cuarenta y cinco metros cuadrados. Es poca la tierra que necesitan las guerreras para inventarse otro mundo, uno donde las plantas nos oyen. 

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