Para los cuerpos no hay cerco que valga

Vacío, ahogo, desdén, control, rebusque, límite y asco. Durante cuatro días, la Plaza Botero fue el epicentro de performances detonados por estas siete palabras en los que los cuerpos hablaron, sintieron, crearon y gritaron un No al cerramiento impuesto por la Alcaldía desde comienzos de 2023. Esto fue Confines Públicos, un proyecto de Común y Corriente, Museo de Antioquia, Teatro Pablo Tobón Uribe y Universo Centro para reflexionar sobre el derecho al espacio público.

Por Ramón Pineda

La ermita de Nuestra Señora de la Veracruz de los Forasteros tiene tres puertas. A comienzos del siglo pasado, en una de ellas, la que da sobre la calle Boyacá, solían pararse a escuchar la misa los fieles que por estar en pecado no podían entrar al templo. Se le conoce como la Puerta del Perdón y desde allí se le pedían indulgencias a Dios. Hoy está cerrada, bloqueada, por una de las 145 vallas de la Policía Nacional que cercan desde febrero los alrededores del Museo de Antioquia. Si estuviera abierta, ese sería otro acceso al territorio habitado por las veintitrés esculturas de Botero.

Desde el interior de la iglesia se puede leer inscrito en la valla que “la familia es una inmensa gracia del cielo”, que hay que cuidarla. A esta casa de Dios se accede por la puerta frontal. Adentro es un oasis de silencio, los feligreses apenas murmuran rezos frente al altar. Afuera, en la peatonal, en la otrora Calle Real de la Villa de la Candelaria, se vive una incesante orgía de transeúntes, de vendedores ambulantes, de miradas masculinas que acechan y vigilan, de tiendas religiosas atiborradas de ataviadas vírgenes de yeso y de semidesnudas Magdalenas de carne y hueso.

Putas las hay de todos los colores, edades y texturas. Ellas también creen que la familia hay que cuidarla y tal vez por eso andan en el rebusque de hombres que dan una chichigua a cambio de unos cuantos empujones por dentro. Las indulgencias de Dios llegarán después, para pedir perdón no tienen que pararse al pie de esa puerta, con un altar en la casa basta. Con mirar al cielo, basta. Con cargar entre las tetas una medallita de Jesús o de María, basta. Con saber que nietos, hijos, hermanos, padres, amantes y esposos van a comer hoy, basta. Con que las dejen trabajar, basta. Y no hay cerco que se los impida.

Al comienzo, cuando la Alcaldía encerró la Plaza Botero, los controles eran estrictos. La policía pedía cédula, usaba el detector de metales y el olfato de los perros. Ahora no. La medida es más simbólica: los agentes y sus vallas están ahí a la vista representando autoridad, orden, límite, control, pero el criterio para dejar entrar sigue siendo el prejuiciómetro, el desdeñómetro, que en el esquema mental de la policía señala “peligro” si quien intenta cruzar es el muchacho de pelo largo o la que tiene pinta de puta, o el travesti, o el facha de malandro, o el andar de pordiosero, o el acento nea bien marcado, o la cara malencarada, o los tenis baratos, la ropa sucia y muy usada.

I

En el caso de que los agentes nieguen una entrada, basta con alejarse hasta perderlos de vista y correr el escollo de metal para pasar. O en acciones más poéticas, basta con usar una escalera. Puede ser una de madera, tipo tijera, de un metro sesenta de altura, como la que hizo el artista plástico Juan Camilo Londoño y que fue uno de los tantos performances que durante cuatro días de noviembre hicieron parte de Confines Públicos.

La Escalera hizo tijera en la valla que da contra la esquina de la pared central de la ermita. Juan Camilo, Alejandra Tobón y otros compañeros del Laboratorio del Performance subieron y bajaron por ella desde el lado de Boyacá hasta la plazoleta de la Veracruz. Así dieron ejemplo e invitaron a los transeúntes a transgredir la norma de cruzar por el acceso oficial que está a unos metros de allí. Algunos se negaron, otros lo intentaron. Dos o tres mujeres dejaron de venderse por un momento para hacerlo. Subieron con cuidado, bajaron con miedo. Esos tacones no son para andar descendiendo empinados escalones.

Cuando una reina de belleza se destaca en pasarela, se contorsiona como una culebra y da vueltas a lo Wonder woman, los fans dicen que su cuerpo está poseído por siete maricas. Uno de esos siete aceptó el reto, manos a la cintura y listo: pisar seguro, subir los cinco escalones sin bajar la mirada, bajar los otros seis con la frente en alto, no temer a un mal paso de sus tacos. Se vio feliz como si hubiera esperado por años esa prueba de su garbo, de su estilo de miss. Algunas que lo vieron se animaron a jugar, a burlar el muro que las separa de ese territorio que llevan habitando hace años, “tantos que deberíamos tener las escrituras”, se aventuró a exclamar una de ellas.

Teórico y activista del performance, Juan Camilo afirma que “la escalera es una manera de hackear la frontera”, y agrega que ese cerramiento es una medida absurda, violenta, que indica para quién es la ciudad y quiénes le importan. Otra artista, Ángela Chaverra, invitada también a performar durante este evento, piensa que esa frontera impuesta es una manera de censurar, acentuar y señalar aún más las diferencias de clase.

II

Entre la avenida Primero de Mayo y el largo frontis del Palacio de la Cultura, las vallas de la policía crearon un espacio surrealista, dividieron la Plazuela Nutibara en dos mundos. Afuera lleno, adentro vacío. Afuera la mugre, adentro la asepsia. Afuera todo, adentro nada. Afuera un espacio vivo ―vivido―, adentro un espacio muerto en el que de repente, como parte de la programación de Confines Públicos, nace un cuerpo amorfo, enorme, casi incoloro… Es una ameba, un protozoo, un microorganismo que en algún experimento aumentó su tamaño en miles de millones de veces. Sin pies ni cabeza, avanza lento, cambiando de forma a cada metro. No tiene obstáculos pero tarda en llegar a una de las vallas y como ventosa se aferra a ella. Quiere cruzarla.

Uno, dos, tres, siete, diez minutos… Pasan mil segundos y esa cosa informe logra derramarse al otro lado, al de los excluidos. Ahora avanza estorbándole a la gente que viene y va por ese estrecho bulevar. No cabe entre tanto rebusque, entre tanto cambalache de ropa, de relojes, de celulares usados. En cámara lenta evita chocar con el carrito de la avena venezolana, el de los tamales a cuatro mil, el de la ropa a quince mil, el de los souvenirs, los peluches, las medias, los calzoncillos a tres por diez. Se cuida de no tocar la sábana extendida que exhibe artesanías y CD piratas, pero le es imposible esquivar lo asquiento, la escupa, el chicle, la cáscara, el pantano, la mierda que se adhiere a su piel de tela de algodón licrado.

El macroorganismo cruzó los límites dos veces más y a medida que avanzaba la mugre cambió su color. Dentro del cerco poco se vio el performance, pero afuera se vivió entre el asombro, la incredulidad, la incomodidad y hasta la molestia. Un vendedor les reclamó airadamente que dejaran el desocupe. “Este no es el patio de su casa, hagan eso en el museo, no aquí”. La que no pudo protestar por la invasión de su espacio fue la gorda con las nalgas más manoseadas de Medellín. Sin pedir permiso la ameba se encaramó en Mujer con espejo, la devoró por unos instantes y luego se desinfló.

Dentro de la piel estaban Isis, Maje, Santy, Fernanda, Angélica, Matilde, Alejandra, Jessica, Jenifer, Daniela, Ricardo y Yamiled. Son integrantes de El cuerpo habla, un colectivo de artistas que ha dado de qué hablar en los últimos años por sus poderosas intervenciones en los espacios públicos, como aquella en que rodaron ―vadearon― desde el Teatro Pablo Tobón Uribe hasta la avenida Oriental por el pavimento de la avenida La Playa, recordándole a la ciudad que por debajo corre la quebrada Santa Elena.

Ángela Chaverra, la directora, cuenta que para Protear ―el verbo viene de protozoo― se inspiraron en Gilles Deleuze. En su libro Derrames, el filósofo declara que el acto fundamental de una sociedad es codificar a las personas y sus flujos, codificar el tiempo, el territorio y lo que puede hacerse en él y no, así tiene el control. “Él dice que el capitalismo es como una ameba que se devora todo, la diferencia, la resistencia y vuelve un producto de consumo hasta la revolución”, concluye la artista.

III

Afuera del muro de metal se consume sexo, vicio, comida económica, tinto a mil, ropa usada, cachivaches viejos, frutas, verduras y abunda la penuria, la pobreza, la migración venezolana. Adentro el café americano es a nueve mil quinientos, hay souvenirs de lujo, se consume arte, son bien vistos los extranjeros y, por supuesto, los artistas. El código dice que ese es su espacio aunque el performance sea justo una protesta, una crítica a ese sistema de códigos.

Para los de adentro no fue extraño ni censurable ver salir del museo a cuatro cuerpos semidesnudos, envueltos sus pubis, sus pechos, sus rostros en encajes color piel. Femeninos, masculinos, no binarios… Ahí estaban arrastrando al caminar un costal lleno de ropa vieja. Uno fue a Boyacá, otro a la Avenida de Greiff, el tercero a Calibío y el cuarto a Cundinamarca. Sur, norte, oriente, occidente, los cuatro ingresos oficiales. Allí vaciaron sus costales, se vistieron con algunas de las prendas y volvieron al centro de la plaza para desvestirse, extender las ropas usadas en el piso y regresar a los límites por más prendas.

La acción la repitieron una y otra vez. Con cachuchas sombreros gafas bufandas camisetas blusas camisas bluyines faldas tenis sandalias y tacones formaron un círculo de cuerpos invisibles que parecía expandirse desde adentro hacia afuera. Usaron 120 prendas, incluidos treinta pares de calzado, que la artista plástica Mari Luz Gil les alquiló por dos mil pesos cada uno a don Mauricio, a su esposa Susana, a sus cuatro hijas y sus cuñados, una familia de recicladores de ropa vieja que trabaja debajo del viaducto del metro, a la sombra de la estación Prado.

El habito sí hace el cuerpo es el nombre de este performance que también hackeó la frontera al permitir que los recicladores de los bajos del metro entraran allí de manera simbólica. “Ellos y quienes compran sus prendas no tienen un poder de decisión sobre los espacios que habitan y los productos que consumen. Trabajan donde los dejen, visten lo que se pueda… Y eso se nota, por ejemplo, en la ropa que usamos para esta propuesta, se ve muy usada y pasada de moda”, cuenta Mari Luz Gil, directora de la propuesta que fue posible por la colaboración con el Laboratorio Transdisciplinar, un curso de la facultad de Artes de la Universidad de Antioquia encaminado a preguntarse por el espacio, su exploración y cómo habitarlo.

IV

Mari Luz lleva diez años explorando el performance. Le gusta contar con alguien que tenga un vínculo con el territorio, con el tema investigado. Esta vez la acompañó Adela Villa, una de las fundadoras de Las guerreras del centro, esa corporación que desde la propia experiencia de sus integrantes busca resignificar a las trabajadoras sexuales de Medellín, especialmente las que ejercen en el sector de la Veracruz.

El día del performance, tanto Adela como sus amigas guerreras ―Alba Nubia, Marta, María del Carmen y Eugenia― se uniformaron de negro para acompañar a cada uno de los cuatro maniquís andantes en su lleva y trae de vestirse y desvestirse. Su labor, además, era cuidar los montones de ropa cuando las entradas quedaban solas. Por eso fueron testigos de que en Calibío un señor empezó a rematar las prendas como si fueran suyas, y que en Cundinamarca un habitante de calle intentó robárselas.

Adela inició en la prostitución a los 14 años. El agreste territorio del centro la convirtió en guerrera, de esas que se juega la vida y la muerte cada día. Hace siete años la artista bogotana Nadia Granados la invitó a ser parte de Nadie sabe quién soy yo, una propuesta teatral que visibilizó la vida y la problemática de las mujeres de la tercera edad trabajadoras sexuales. Desde ese momento supo que el arte era lo suyo, se da el gusto de decir que actuó en una escena de Los reyes del mundo, la película de Laura Mora que fue filmada en buena parte en los alrededores de la estación Prado.

“Soy actriz, soy cantante, soy la bailarina de la calle”, dice segura. Es una tremenda bailando música parrandera, la que tocan a diario Los auténticos del ritmo y otros músicos en el Parque Berrío. Ahora le ronda la idea de montar un colectivo de bailarines independientes. A sus 68 años ya no es una excluida y tampoco un elemento extraño fuera de las vallas. La conocen tanto en el museo como en la calle Boyacá. La saludan los artistas, los vendedores ambulantes, los recicladores, sus compañeras de viejas lides. Es conocida, por ejemplo, de Betty Vahos, una mujer de 73 años que se crio en Aranjuez, en aquellos tiempos duros de Pablo Escobar y de los Priscos, y que ahora es la orgullosa madre de Vanessa, una las artistas protagonistas del performance Cohesión de cuerpos itinerantes.

V

Vanessa y trece personas más, vestidas de negro, con los ojos vendados, entrelazados unos a otros por telas que más bien parecían cadenas, transitaron entre el Teatro Pablo Tobón Uribe y el Museo de Antioquia. Guiados por el ritmo de un cununo —tambor hecho con tronco de palma usado en la costa del Pacífico— bajaron por La Playa, cruzaron Girardot, El Palo, la avenida Oriental, Sucre, Junín, la Primero de Mayo y entraron por Calibío. “La intención —dice su director, el maestro en Artes Plásticas Carlos Carabalí— era hacer una suerte de valla humana, creando un límite con los cuerpos, un cerramiento metafórico, queríamos probar qué pasaba en ese tránsito”,

Luego salieron a danzar entre telas y máscaras, entre transeúntes, turistas y esculturas. En sus movimientos podían leerse el encierro, la violencia, la muerte, la censura. Al sonido arrullador del cununero armaron una coreografía, un ritual en el que corren caen huyen persiguen atrapan agreden silencian y hasta tapan la boca de la Cabeza de Botero como si ella también pudiera hablar, denunciar, gritar injusticias y secretos. Continúa Carabalí: “Queríamos que todos fuéramos partes de la coerción de cuerpos que están siendo desplazados, excluidos”.

Otro colectivo de artistas, el de La Naviera, también involucró a las esculturas en su performance Limpidus. Un pelotón de aseadores, con gorras y overoles negros salieron armados de mopas para limpiar la plaza. No solo trapearon el piso sino también las esculturas, una a una. “Nooo, eso no se lava así, necesita es Fab y mucho límpido”, le gritó la señora a uno de ellos cuando lo vio pasando la trapeadora plana por el bronce de Hombre a caballo. Cada trapo blanco al que se adhirió la suciedad del piso tenía impresa una palabra. Luego, mugrientos, los colgaron en un tendedero a la entrada del museo formando la pregunta: ¿Tacita de Plata?

“Medellín también fue conocida como la Tacita de Plata y en función de ello establecimos un posicionamiento político cuestionando el blanqueamiento que se da aquí en múltiples vías, el colonialista, el de dinero, el de las drogas”, explica Margarita Pineda, directora de esta propuesta que la reunió a ella como docente con dieciséis integrantes de la Residencia Artística Naviera, que convoca estudiantes de cinco instituciones de Medellín con programas de arte. Al terminar el ejercicio de dejar la plaza ―simbólicamente― sin manchas, reluciente y sana, se pararon detrás del tendedero, y con las mopas en alto armaron con las letras de los trapos la frase: “Para el elegido el desterrado está aferrado”. Cambiaron de posición y surgió: “Para el exclusivo la prole está errada”. Un tercer movimiento para concluir: “Para el excluido el protegido está encerrado”.

VI

Yeli, 24 años, venezolana, madre de Delyannis, es una de esos excluidos. Hace poco llegó a Medellín. Lleva cuatro meses vendiendo mangos. En la Minorista compra el bulto que ni yéndole bien vende en un día. Suele pararse al pie de la Clínica Soma o del Coltejer. Cada que sale entra debiendo los cuatro mil del parqueadero y los veinte mil semanales del alquiler de la carretilla. Parece poco, pero es mucho cuando también hay que sacar de ahí como mínimo para la comida y el arriendo de la habitación.

Su hermano fue quien le consiguió el trabajo. Ambos, junto con otros cinco carretilleros, fueron admitidos por una tarde en la Plaza Botero. Los siete son parte de un ritual, la formación de un mandala en espiral que busca llenar de buenas energías ese espacio. Con frijol blanco mazorcas maíz desgranado totumas calzoncillos aves del paraíso platanillos anturios heliconias botones de oro hojas de biao naipes velones y cuatro matas ―penca ruda incienso y jericó―, se trazó este símbolo que representa la unión del universo con la mente y el cuerpo.

María Fernanda Montoya, líder de la intervención, leyó unas palabras en las que invitó a pensar en el valor del “rebuscarse”, un verbo “con malicia, con conjuro y con ingenio”, y a armonizar ese territorio del centro de la ciudad en el que es importante recordar que “todos cabemos, que siempre hemos cabido”. Para terminar, el jaibaná Jairo Yagarí invitó a los presentes a cerrar los ojos, a conectarse con el yo interior, con la Pachamama, con nuestros ancestros y el entorno urbano que nos rodea. Luego, un tinto de origen tamesino y un concierto de Los auténticos del ritmo terminaron de amenizar la tarde.

VII

Darío García ―más conocido como el Zurdito―, Gustavo Molina, Gustavo Cano y Nazareno “Chucho” Madrigal integran el cuarteto de Los auténticos del ritmo, los mismos que tocan música parrandera, carrilera, tropical y carranguera en el Parque Berrío. En algún momento fueron migrantes ―llegaron a habitar Medellín desde Pereira, desde Salgar, desde Santa Rita de Ituango, desde Santa Bárbara―, pero como muchos habitantes de este valle ya son de aquí. Se ganaron ese derecho a punta de camello, de madrugadas, de trasnochadas, de empleos mal pagos, de acostarse con hambre, de lidiar con las bandas que vacunan, de hacerle el quite a la violencia.

La violencia que no pudo evitar Conrado, uno de los viejos peluqueros de La Real ―que ahí en Calibío es la barbería más antigua de Medellín― asesinado a una cuadra de allí en un invisibilizado crimen de odio. El camello de Cristina que a sus 65 años lleva más de veinte entrando con su polaroid a los bares del centro para ofrecer fotos instantáneas. Las trasnochadas de la Diabla, quien fuera reconocida en el club Las Conejitas ―ahí en la Avenida de Greiff― por desnudarse a ritmo de Metallica mientras su vagina bebía una Bretaña que luego brotaba como fuente de sus entrañas.

Son vidas precarias y así lo evidenció La procesión va por dentro, el video instalación realizado por Juan Fernando Ospina (Universo Centro) y José Julián Villa (La Pascasia)para cerrar las jornadas de Confines Públicos, en el que con realismo y poesía, con testimonios descarnados, se viajó por la vida sin tregua de los vendedores ambulantes, por las penurias de las trabajadores sexuales, por lo duro y violento que es sobrevivir en Medellín.

Fueron cuatro días de juegos, de lecturas, de talleres, de batallas de rap, de recorridos urbanos, de conciertos, de consumir licor en la heladería La Montañita ―que con el cierre vio afectada su clientela―, para pensar en el rebusque, en el ahogo, en el vacío, en el límite, en el asco, en el control y en el desdén, esas siete palabras que con sus dualidades atraviesan un territorio, un montón de vidas a las que además les imponen lidiar con perdones y con cercos.

Al final, como se hace con los hijos predilectos, el Museo de Antioquia les entregó las llaves de la ciudad a las tinteras del Parque Berrío, a Dany la artista trans del Parque Bolívar, a Mireya la migrante venezolana que también es una escultura de Botero, a Luis Eduardo que en silla de ruedas se la pasa saltando los obstáculos que le impone el centro, a los niños del vecino jardín Buen Comienzo, a Samantha la trabajadora sexual de la Veracruz. Ellos recibieron este símbolo en representación de muchos más, de tantos otros, de miles de otros que no se nombran y que no deberían tener que pedirle indulgencias a Dios ni a nadie para poder transitar libremente.

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