Desnudos como el poema

Muchas veces decimos, apelando al lugar común, que la poesía desnuda el alma. Lo que no decimos, pero igual pensamos, es que a veces puede también desnudar los cuerpos. Esto lo saben en la comunidad nudista de Medellín, que programa recitales en los que la palabra viaja libre de vestiduras.

Por Isabel Cristina Zapata Palacio
Fotografías de Jacqueline Gutiérrez

Estoy sentada y desnuda viendo los demás cuerpos pasar; los cuerpos, las personas, también desnudas. Me detengo en las luces de colores que proyectan las sombras de senos y falos que apuntan al piso. Fueron las mismas que proyectaron mi sombra cuando llegué y reflejaron las prendas que me fui quitando una a una, despacio, con pudor.

Me encuentro en la sala de la Casa Centro, en el evento Noche de poesía y catrinas al desnudo, organizado por la Comunidad Nudista Otro Cuento. Mientras espero, me concentro en escuchar el tic tac del reloj, que suena al unísono con el rebote pendular de los genitales de los hombres cuando caminan. Lamento haber venido con ropa de encaje que, total, cayó tan rápido como aquella gota fría que bajaba por mi espalda cuando entré. No como Paola, una mujer de treinta años, con el cabello corto y teñido de colores neón, que llegó con vestido, sin ropa interior. Y sin la necesidad de hacer el encuentro que yo estaba ejerciendo con mi cuerpo, solo se quitó la ropa, tranquila, valiente.

La sala está organizada como en un bar, con seis mesas distribuidas por el espacio, cada una con tres o cuatro sillas, rompiendo esa idea de que en los encuentros nudistas siempre están sentados en círculo y mirándose fijamente. Al fondo, alguien vende cervezas, gaseosas y agua. Todo lo que le piden lo anota con nombre y precio; el cobro se hace al final. Ese es, quizás, uno de los puntos de referencia entre tantos desconocidos: el de la derecha toma Pilsen junto a la mujer de la Coca-Cola, la de pechos grandes bebe Hit de mango y el hombre alto modela sus hombros marcados llevando una botella de agua a su pareja. Aquí las personas dejan de ser referidas por el color de su camisa o la marca de sus zapatos; al estar desnudos y ser en cierta medida iguales, no queda más que describir al otro por las marcas en su piel o por los pocos elementos que lleva, o recordar cada nombre.

Daniel Gómez, coordinador de la Comunidad y vicepresidente de la Confederación Latinoamericana de Nudismo (Clanud), toma el micrófono y con la voz cortada por el tapabocas nos da la bienvenida a otro encuentro que, de manera satisfactoria, dice, logra acogida en el grupo. Una comunidad que surge en el 2016 con la exposición Medellín se desnuda, de Rafael Sandoval en la Galería Restaurante Otro Cuento. Para ingresar a esa exposición, los asistentes debían estar desnudos al igual que las pinturas. Con semejante exigencia no se esperaba mayor participación, pero aparecieron más de cien interesados. Entonces siguieron programando eventos culturales, artísticos y recreativos con la desnudez como ingrediente. Hoy la Comunidad reúne cerca de 850 integrantes, aunque aquí, en esta sala, seamos poco más de veinte.

“A menos que estén tomando algo, súbanse el tapabocas”, dice Daniel. El tapabocas es la única prenda que se conserva y que sirve de herramienta para dejar en el anonimato algunas caras pudorosas. Son poco más de las cuatro de la tarde de un domingo de octubre. Un rockcito suave, tipo Jarabe de Palo, comienza a sonar. Acordamos pintar primero los cuerpos y luego compartir poesía erótica. Nos levantamos de los puestos y acomodamos las pinturas en el centro de la sala. La idea es pintar catrinas, esa calavera mexicana que se ha hecho popular en todo el mundo. Contrario a lo que imaginé —al pensar que este sería un escenario perfecto para la exhibición de los cuerpos— aquí no hay músculos marcados por largas horas en el gimnasio o cirugías estéticas; al contrario, los lienzos de piel sobre los que vamos a pintar abundan en pliegues.

—¿Puedo pintarte la espalda? —me pregunta un hombre.

—Claro —le digo. Me desvelo el cabello de la espalda y siento el roce frío del pincel. Mientras la pintura se esparce, puedo escuchar la respiración del hombre tras de mí. Por un momento imagino el hipotético caso de coquetear con él y luego tener una cita. ¿Qué le diría a la gente que nos preguntara cómo nos conocimos? “Desnudos”, tendríamos que decir. ¿Y si se tratara de una familia conservadora como la mía? No le dejaría a la nuera muchos puntos a favor.

Pero de nada de eso se trata en estos encuentros. En esta comunidad hay una norma implícita que dice que debemos dejar la connotación sexual en la esquina donde se queda la ropa. No hay morbo en el trato ni penes erectos. Hay juego, sí, y arte. Unos exponen el cuerpo y otros juegan a pintar. La noche se me hace corta para la cantidad de comentarios que escucho sobre el autodescubrimiento. Mientras lo pintaba, un hombre me decía: “Aprendí a amar mi cuerpo cuando hice el ejercicio de salir de aquí e imaginar a las personas desnudas”; otro hombre, trigueño, de mediana edad y con un bigote sin pulir, decía junto a él: “Yo prefiero ahorrarme todo ese martirio de depilarme; los vellos son algo natural”. Es un espacio en el que cada uno está intentando descubrir su cuerpo; reconocer a los otros con sus manchas, cicatrices y arrugas. Y eso, en un mundo tan cargado de estereotipos, genera un descanso.

Pasa una hora y las pinturas ya están secas en la piel. Continuamos entonces con los poemas, que son, en su mayoría, tomados de Las cinco letras del Deseo, una antología latinoamericana de poesía homoafectiva del siglo XX compilada por Ómar Ardila y Hernán Vargascarreño, poetas colombianos. Una mujer con pelo rubio y cintura ancha se levanta y dice: “Yo aprendí que la poesía se debe leer de pie”. Sergio Guardo, un argentino alto de cabello largo y sombrero, le hace caso y camina frente a todos leyendo versos y modelando sus muslos al aire. Los demás escuchamos en silencio y gozamos cuando, de forma pausada, recita:

La ternura

la ternura de lo grande disfrazado,

la ajena sensación de tus mejillas,

la tersa presencia de tus labios, los de abajo,

la infame canción que se repite

lo etéreo de tus pliegues

Y así cada uno va teniendo su momento. Las palabras, dueñas de la noche, desnudas como los cuerpos. Por la ventana se ve caer la noche y las estrías de las pieles a mi alrededor se van disipando entre más oscuro se hace. Pienso que allá afuera, a solo una ventana de distancia, ya no seríamos nudistas sino exhibicionistas, un espectáculo por observar y señalar. ¿Señalar qué? ¿La naturaleza de un cuerpo sin ropaje?

Llega mi turno. No me atrevo a leer de pie, así que tomo asiento, cruzo las piernas y leo un poema que escribió para mí un viejo amor:

Podría demorarme meses, de seguro años en describir el deseo:

Agotar los recursos de mi imaginación para imaginarte,

embalsamar mis dedos en tu cintura para sentirte

combinar mi cuerpo con tu cuerpo,

unirnos

Siento que me miran. Pero aquellos ojos, que en un principio me generaron cobardía, ahora son mi lugar seguro, mis pares, porque ya no soy yo empelota sino una más que refresca los poros de su cuerpo en una sala de cuatro metros por cinco, una más que suelta unos cuantos nudos de la espalda que traía acumulados, porque no hay nada más liberador que ser transparente. Transparente, adjetivo que describe dejar pasar la luz y ver lo que hay dentro, algo así como una introspección. Y en un cuerpo como el nuestro que oculta tantos matices, estar transparente con otros genera un choque necesario que todos debiéramos experimentar. El poema y yo continuamos:

¿Desearte sería volar?

¿Volar sería desearte?

¿Sería desearte volar?

Escucho los aplausos y camino a mi puesto. Las cinco letras del Deseo pasea por todos los rincones y voces de la sala, toma diferentes personalidades; unos recitan más pausado, otros con mayor sentimiento y algunos con tono bajo y tímido. Mientras la noche pasa, el frío se hace mayor. Los vellos de mis brazos se erizan y mi espalda inconscientemente intenta agacharse para dar abrigo a mi pecho desprotegido; a mi alrededor, los genitales se reposan junto al erotismo relatado, y todos, en algún punto, nos miramos, porque mirar es natural, escenario nudista. Pero no miramos solo pezones o entrepiernas; miramos el cuerpo, al otro en su integralidad.

Durante todo el evento, Jacqueline Gutiérrez fotografía los rostros y siluetas desnudas, apunta su lente contra los muslos, espaldas y uno que otro genital atravesado en su encuadre; al final, captura una foto grupal. Juntamos las caderas y posamos sonriendo. En un par de semanas esta comunidad volverá a encontrarse. Puede ser para una caminata o para ver un partido de fútbol; lo importante es estar desnudos, sentirse libres. Daniel toma el micrófono y, todavía con tapabocas, nos despide. Nos vestimos en un rincón de la sala, sin mucha complicación; se escuchan los cierres que suben y algún beso de despedida de las personas que se conocieron; otros se van en silencio y sin lidiar con el acto de despedirse.

Se abre la puerta de la Casa Centro y cada uno coge por su rumbo. Me sorprende lo rápido que olvido los cuerpos de las personas que acabo de ver; los senos de la mujer detrás de mí, la espalda del hombre que se sentó a mi lado. A lo mejor mañana comenzaré a poner en práctica ese consejo de ir por la vida imaginando a las personas sin ropa, y la vida será más liviana, como aquí dentro, donde los cuerpos son un poema.


 

Isabel Zapata Palacio

Soy aprendiz de feminista; amante de la sensación que produce tener la cívica recargada, del exceso de almas que tiene esta ciudad, del trabajo social y la reportería. Además, estudio Comunicación Social.

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