Mapa incierto

Raúl Gómez Jattin pasó por Medellín varias veces, dejando siempre su estela de poesía y locura. Una presencia escurridiza, casi fantasmal, de la que se dicen tantas cosas que a ratos parece un mito urbano.

Por Miguel Rojas
Ilustración Juliana Arango

 

Para Rául

Intento seguirle la pista a un recuerdo distinto de aquellos versos que le robaste a la muerte. Persigo tu fantasma, Raúl, ese que puebla las memorias de quienes te conocieron en Medellín. Recorro inocentemente los espacios donde me dicen que estuviste, que por La Playa, que en el Parque del Periodista, que el teatro Carlos Vieco, que el Paraninfo. Lugares que la propia Medellín engulló y transformó, que como los recorriste acaso sobreviven en fotos. La Medellín de finales de los setenta, la de finales de los ochenta y la de inicios de los noventa. Andabas por acá con frecuencia.

La primera vez tu hermano Rubén te trajo al Hospital Mental de Antioquia, a su sede de Bello, en 1977. Fue luego de que brotaran con fuerza tus episodios psicóticos, tras la muerte de Joaquín Pablo, ese padre del que dices “era el último hombre honrado que sobrevivía alegre (…) aquel sentido sembrador de amorosas pasiones”. La esquizofrenia que te siguió hasta la muerte tomaba fuerza y sentías que tu madre y tus hermanos te iban a envenenar, a matar. Tenías 32 años. De la ternura pasaste a la violencia contra ellos.

El Hospital Mental fue el primero de los catorce hospitales psiquiátricos del país en los que estuviste internado. Como dices en Esplendor de la mariposa, “En la clínica mental / vivo un pedazo de mi vida / Allí me levanto con el sol / y entre tanto escribo / mi dolor y mi angustia / sin angustias ni dolores”. No te creo Raúl, releo tu póstumo Libro de la locura y no trasluce otra cosa que angustias y dolores. Volviste a Cereté tres semanas después y le soltaste a tu nuera: “¿Sabe una cosa, comadre? La gente me va a temer como al Tuerto López. Estoy escribiendo poesía”.

Entonces comenzaron los recitales que te organizaban tus amistades, las rupturas con tu familia, la aparición de nuevos brotes psicóticos, la publicación de tu primer libro, Poemas, en 1980, y los ires y venires a Bogotá, Montería y Cartagena. También pasabas por acá, por Medellín. Aparecías fugazmente a la par que ibas creciendo como poeta. De 1977 hasta 1989 no hay certeza del número de visitas a Medallo, pero es claro que venías. ¿A qué venías? ¿Viste en las montañas lo mismo que Artel, esos “mares petrificados de estático verde milenario”? ¿O te era grata una ciudad donde se leía más que en Cereté, donde no te señalaban por fumar bareta y te celebraban los versos?

Me cuenta Gustavo Zuluaga, el Hamaquero, que llegabas a su puesto de venta de hamacas en la avenida La Playa y le pedías permiso para poder acostarte en una de ellas. Te balanceabas al son de vallenatos de Leandro Díaz, Crescencio Salcedo y Rafael Escalona que tú mismo entonabas o escuchabas en la radio. Me dice el Hamaquero que conversaban de la vida, “de cosas sin trascendencia”, y que no le contaste que eras poeta ni que fuiste teatrero.

Para él eras en ese entonces un amigo costeño con el que charlaba. Luego, viendo fotos de tu éxito y encontrándote de nuevo en el 93 en Medellín, ya te reconocería como Gómez Jattin, el poeta. Cuando conversaban en el vaivén de la hamaca te regalaba paletas. No parece, Raúl, que le diste el consejo de tu poema: “No te encuentres conmigo”.

Estuviste, por ejemplo, en el recital “La poesía tiene la palabra”, el 24 de mayo de 1989. Ya habías publicado Tríptico cereteano y eras reconocido. Habías aparecido en el 86 en Panorama inédito de la nueva poesía en Colombia, de Santiago Mutis Durán, en Procultura. Tus amigos, como Milcíades Arévalo, Roberto Burgos y Darío Jaramillo Agudelo, publicaban tus poemas y hablaban de tu poesía en periódicos y revistas de la capital.

Raúl de nuevo en Medellín, con más recitales y sanatorios que la primera vez, con brotes psicóticos que iban y venían, la muerte de tu madre Lola y una adicción más fuerte a la marihuana y a la cocaína. Te trajeron tus ángeles clandestinos, como les decías a esas amistades que te permitieron la vida y la obra.

“La poesía tiene la palabra” se celebró en el Centro de Exposiciones, ahora Plaza Mayor. Jairo Guzmán, cofundador del Festival Internacional de Poesía de Medellín, quien luego te acompañaría en tu estadía más larga en la ciudad, en el 93, te conoció como espectador. Recuerda que te ovacionaban, que pedían tus poemas. Te ovacionaron más de tres mil personas el mismo día en que el Verde jugaba la ida de una final que lo coronaría con su primera Libertadores. Medallo te recibió como un dios que adoran.

Te imagino sacando a relucir esa voz profunda ante la audiencia, sembrando los silencios en que repercutía tu eco y tu exhalación fuerte volvía a llenar el auditorio. Se acaba el evento y tu fantasma se escabulle en la ciudad.

Recurro a una de las fuentes de esta carta, Arde Raúl de Heriberto Fiorillo. Él atrapó tu fantasma y relata cómo, cuando te hospedaste en la casa de Mónica Flores, saliste a caminar con María Cecilia González, una de las organizadoras de “La poesía tiene la palabra”. Al pasar por una tienda viste unos mangos, te antojaste, los agarraste, los mordiste impunemente, mientras Cecilia pagaba ante el reclamo del tendero. Luego los regalaste entre la gente que encontrabas por ahí.

Te escabulles, no sé cómo, ni a los cuantos días, pero ese mismo año reapareces en el Centro de Medellín. Eduardo Cárdenas, uno de los fundadores de La casa del teatro y el Pequeño Teatro, se topó contigo. Me cuenta que llegaste a La casa del teatro, entre Maracaibo y La Playa, cuando apenas la estaban remodelando. Raúl, ya no es solo esa casona antigua, ahora es hasta una biblioteca.

Estaban montando El gran teatro de Oklahoma, basado en América, de Franz Kafka. ¿Cómo fue encontrarte con esa obra que habías actuado y dirigido en los sesenta con el Teatro Experimental del Externado en Bogotá?: “Se abrió la puerta de la sala de ensayo y entró un tipo altísimo. Pantalones a mitad de las rodillas, camisa sucia, despeinado, barbado”, relata Eduardo. Dice que preguntaste por la obra, que con tu vozarrón exclamaste que era tu autor preferido y que si podías quedarte a ver el ensayo. Me dice que estuviste en silencio, “muy juicioso”, y los felicitaste al terminar. Saliste. Tu fantasma se diluye de nuevo.

Raúl, releo tus poemas: ¿era cruel verte ante un espejo oscuro y descubrir que tu prematura calva, el peso de los 44 años vividos entre la soledad y la locura y tu boca destruida en su tierna intimidad sí acusaban daño, a diferencia de como dices en el poema? Deambulabas cayéndote a poemas y pedazos por Bogotá, Montería, Cartagena y Medellín.

Se apilan los años. Tu figura se traslada a otras ciudades. En la Heroica, Bibiana Vélez, tu amiga y protectora del momento, logró sacarte de la Cárcel de Ternera, un establecimiento penitenciario donde llevabas tres meses recluido. Te soltaron con la promesa de que ibas para Medellín, invitado al tercer Festival Internacional de Poesía.

Imposible no verte como te dibujas: “Venía de esconderme de una grave locura / que tomaba mi vida y se la ofrecía al viento / para que él la llevara a un lugar ciego lejos / libre de aquellas cosas que parecen la vida / y que la ocultan a costas de nuestra lozanía”.

Era 1993. Luego de una visita al Hospital Psiquiátrico de San Pablo, en Cartagena, agarraste un vuelo con Bibiana para Rionegro. Bajaron al Centro de Medellín y entraste al Hotel Ambassador, a una cuadra del Parque Bolívar, cobrando honorarios a los organizadores. Gabriel Franco, uno de ellos, recuerda que luego de darte el dinero reapareciste a las horas con una grabadora en el hombro a todo volumen. Richie Ray, tu afición del momento, musicalizando el hotel poblado de poetas.

Y vienen las anécdotas de Raúl en el festival. El recital en el Carlos Vieco, allá en el cerro Nutibara, ese que Bibiana recuerda como “una tarde entera leyendo poesía”. El otro en el Jardín Botánico, donde en vez de leer tus poemas te dedicaste a cantar Gracias a la vida. Y el de la Biblioteca Pública Piloto, donde no tenías gafas ni libro, y te prestaron lo uno y lo otro, pero una vez finalizaste te fuiste sin devolver el libro. “Es que yo lo escribí”, sentenciaste al salir.

Se supone, Raúl, que solo venías del 2 al 8 de junio. Pero te quisiste quedar. Una vez acabó el Festival, Bibiana te internó en el Hospital Mental y se devolvió para Cartagena. Tu condición mental no era la más estable. Cuando saliste, los de Prometeo, organizadores del festival, te rentaron un cuarto por el Paraninfo y comenzó tu andar con Jairo Guzmán o con Jota Arturo Sánchez.

Raúl con Jairo p’arriba y p’abajo por La Playa. Raúl rockstar y feliz, según me cuenta Jairo. Raúl, ese poeta al que saludaba “gente de toda índole” en la calle. Y tus tardes andando por La Playa, hablando de poesía hasta llegar al Parque de Boston. Y Jairo que te leía a Catulo, a Tristan Tzara y Dylan Thomas. Y las evocaciones del Cereté de tu infancia alrededor de un bareto. También los almuerzos en El Dorado, el restaurante diagonal al Pablo Tobón Uribe, que ahora sobrevive más pequeño. Las idas a Envigado hasta que te cansabas y volvías al Centro.

Las tardes, Raúl, en La Arteria: esa reverberación universitaria de artistas, de bohemios en La Playa con Girardot. Esa casona antigua que devino, como muchas otras casas grandes del Centro, en un parqueadero de motos. Departías ahí o en el Parque del Periodista o en Versalles.

Cuando no estabas solo o con Jairo, eran las aventuras peliculescas con Jota. Esas que él consignó en su artículo Entregar los tesoros. Y fueron manifestándose los brotes psicóticos en que dejabas de ser ese hombre amable y cariñoso para tornarte irritable, violento. A tu lado las drogas psiquiátricas como el Akinetón, Lexotan y Rohypnol, junto a la bareta, la cocaína y el bazuco. Raúl, así no hubo habitación que te durara, la gente no te aguantó y pasaste del cuarto del Paraninfo a la Villa Deportiva, después al barrio Niquitao y luego a la calle. Y ahí vino, como dices, “la parranda verraca es la del sol con la vida”.

Ya no es el Raúl que todos saludaban: es del que huían. Te encontrabas a veces con Jairo, como esa ocasión afuera de El Dorado donde le mostraste los enlatados con los que sobrevivías. Eras el gigante de casi dos metros que corrían de los bares y restaurantes del Periodista porque se tornaba agresivo, porque en situación de calle no olías a rosas ni jazmines. Te imagino con uno de tus versos: “Parece una estatua de arena / en pleno pleamar / y no se derrumba”.

Deambulas por La Playa, por el Periodista. Truecas, por dinero o comida, las ediciones de Esplendor de la mariposa que te envió Bibiana desde Cartagena. No te gusta la portada y la pintas con esmalte fucsia. Sobreviviste en la calle ¿días?, ¿semanas? ¿Cuánto tiempo, Raúl? Hasta que Catalina Restrepo, una de tus ángeles clandestinas, te encontró en el Periodista vendiendo el poemario, le contó a Nirko Andrade, otro de tus protectores, quien a su vez le avisó a Juan Manuel Ponce, tu amigo que parecía tu papá, y lograron embarcarte de vuelta a Cartagena.

Raulo, ¿te puedo llamar así? Luego de ese infierno invocado que pasaste por acá en el 93, ¿quién iba a pensar que volverías? Lo hiciste, ya por última vez, en 1995. Regresaste renovado luego de un tratamiento psiquiátrico en Cuba. Gafas, pastillas y hasta dentadura nueva te dieron en la isla. Ese año era también el Festival Internacional de Poesía de Medellín, pero no te había invitado Prometeo. Te trajo la editorial Norma junto con Juan Manuel Roca y Héctor Rojas Herazo. La editorial había publicado una colección que incluía una recopilación de tu obra, Poesías 1980-1989, y aprovechando el Festival los trajeron a los tres para presentarla.

Te reencontraste con Joaquín Mattos, poeta, costeño y amigo tuyo de Cartagena, en el Gran Hotel, sobre Caracas con la Oriental. Ahí alojaron a los invitados del Festival. Joaquín recuerda cómo te vio salir de un ascensor y ante la sorpresa se sonrieron. Me cuenta que pasaron juntos varios de los eventos del Festival, al lado de Rojas Herazo y Rosa Isabel Barbosa.

No volviste a la calle, o eso parece, tampoco sufriste brotes psicóticos. Era el Raúl “arreglado”. Ese que quería irse a España, mejorarse. El Raulo que se delata: “He recorrido hospitales mitigando la locura / Una locura que durante muchos años / ayudó a mi imaginación en mi poesía / pero que después se volvió amenazante / y puso en peligro mi vida / Ahora –sin ella– escribo estos versos / y no sé si he ganado o he perdido”. Estuviste del 7 al 14 de junio en la ciudad y ya no volviste.

Raúl, tu fantasma luego gravita en Cartagena, se hunde en las crisis, en las drogas, y se vuelve eso a quien le escribo. Me tomo el atrevimiento de hablarte con tus versos: ¿cuánto tiempo anduviste tirando piedrecillas al cielo para buscar donde posar el pie? Te miro en esta carta y tu fantasma irradia un claroscuro que muy pocos somos capaces de asumir. No veo una exaltación del poeta maldito: veo a un ser con dolor que lo asume en la belleza, así no sea la más tierna imagen. Veo aquel poeta con corazón de mango que escribió:

Gracias, señor

por hacerme débil

loco

infantil

Gracias por estas cárceles

que me liberan

Por el dolor que conmigo empezó

y no cesa

Gracias por toda mi fragilidad tan flexible

Como tu arco

Señor amor

 


*Esta cronología fue posible gracias a la tesis doctoral de María Carmenza Hoyos, Vida y obra del poeta Raúl Gómez Jattin: su indiscutible propensión a la poesía, así como los libros Arde Raúl de Heriberto Fiorillo y Ángeles Clandestinos de José Antonio de Ory. Todos los poemas citados son de Raulo.

 



Miguel Rojas Cortina
Periodista y fotógrafo en formación, sin enfoque definido. Lector de cuentos, poemas y dramaturgias que incomodan y cuestionan. Melómano del jazz, los ritmos latinoamericanos y el hip-hop. Perseguidor de dudas y explicaciones. A la larga, caribeño lejos de la costa.

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