Con el baile, con la tambora, Sankofa Danzafro inicia una íntima correspondencia escrita con el cuerpo y dirigida, como homenaje y carta de amor, a uno de los escritores afrocolombianos más importantes del siglo XX.
Por Daniela Jiménez
Fotografías del Teatro Metropolitano
No compras el puño argollado
del esclavo
—¡pieza de Indias! —
sino el negro resentimiento
la negra piel
que enmohece el odio.
Changó, el gran putas. Manuel Zapata Olivella.
El mar era como un plato blanco iluminado por la luz, sereno, un intruso para los pies, o mejor, los pies que bailaban eran intrusos para el mar, moldes sobre la arena. Era el paisaje luminoso, pero gris, de las playas de Tumaco en Nariño. Mientras sonaba la tambora, las olas llegaban hasta la orilla y chocaban débiles, apenas como espuma, contra el cuerpo de los bailarines.
Eran veinte bailarines y venían de Medellín, integrantes de la corporación Sankofa —que significa “volver a la raíz”—. En Tumaco los veían bailar en la playa, los pies desnudos sobre la arena. Su baile, sabríamos después, era una correspondencia con destinatario, una carta que luego, meses más tarde, llegaría a escenarios de Medellín y Bogotá como un homenaje al Negro Manuel —como cariñosamente llamaban al escritor Manuel Zapata Olivella sus amigos cercanos—. La coreografía de Sankofa era carta y también fiereza. Un manifiesto de la diáspora.
Ensayaban cerca al mar, junto al rumor del oleaje, como Manuel Zapata Olivella que nació con la corriente. “Me cuenta mi madre que lo primero que yo vi al nacer no fue la luz sino el agua”, contó el autor Tierra Mojada, ya canoso, sentado en lo que parece una mecedora, y ese recuerdo quedaría grabado para la posteridad en un documental que se estrenó en 2007, tres años después de su muerte. “En el rancho de paja donde nací se filtraba el agua de un gran aguacero”. Manuel Zapata Olivella, nacido en Lorica en 1920 bajo el signo de Piscis, inquieto como un río sin márgenes ni orillas.
Hace un año, cuando se cumplió el centenario del nacimiento de este escritor cordobés, Rafael Palacios, director y coreógrafo de Sankofa, supo que quería hacer algo con tremenda herencia de la literatura afrocolombiana. Había que hacer de la efeméride una celebración, una declaración de intenciones y admiraciones, un homenaje hecho a través de los cuerpos que bailan. Durante la pandemia, Palacios se inscribió al club de literatura de la profesora Ángela Mena y leyó varias novelas de Zapata Olivella. Luego lo leído lo transmutó en dramaturgia y la dramaturgia sería luego el montaje de Detrás del Sur: Danzas para Manuel. Veinte bailarines en escena, junto a los músicos, en una pieza coreográfica basada en Changó, el gran putas, una obra que Manuel Zapata tardó veinte años en escribir y que es, en esencia, la bitácora de la trata esclavista forzada y violenta de miles de africanos traídos a América.
Sobre el escenario, los bailarines evocan la salida de los esclavos para el Nuevo Mundo, su desarraigo y epopeya, sus plegarias a las deidades africanas orishas, energías de la naturaleza, emisarios de Olodumare, el dios único, supremo. La fiereza de Changó, orisha de la justicia, la danza y el fuego.
Nuevos grilletes se prendieron a nuestros brazos y una larga cadena une todas las argollas —escribe Zapata Olivella en Changó, el gran putas—. Así avanzan en sus mañas para encadenar y manejarnos, pero también los hijos de Changó aprendemos a morir matando.
Danzas para Manuel se presentó primero en el Jardín Botánico de Medellín, en la Fiesta del Libro. Luego, en coproducción con el Teatro Julio Mario Santo Domingo, viajó hasta Bogotá. Cerró su ciclo de presentaciones en el Teatro Metropolitano de Medellín, con el apoyo de Comfama.
Ahí, en el Metropolitano, cuando las luces se apagan, los cuerpos negros aparecen sobre las tablas vestidos de colores tierra. Marrón, café, rojo. Algunos llevan sogas. De la tierra vienen los cuerpos, a la tierra van, de la tierra huyen. En la tierra se hacen libres. Entra una mujer vestida de blanco, providencial, como diosa traída al caos. El sudor de los bailarines va mojando la ropa. Persecución, rabia, el sudor salta hacia todos lados. Toma tiempo acostumbrarnos a la cicatriz— escribe Zapata Olivella en Changó—. Durante días y semanas enciende nuestra memoria. Cuando secaba y endurecía, su sombra nos recuerda la esclavitud con más insistencia que la peladura de los grillos. Aún apagadas, iluminan la noche de la barraca con el resplandor de la venganza.
Hace varios años, frente a la bahía de Santa Marta, Manuel Zapata Olivella le contaría a su amigo Darío Henao Restrepo que, escribiendo Changó, el gran putas, sentiría la urgencia de viajar a África. Solo podría hacerlo hasta 1974, convocado por el poeta y expresidente senegalés Léopold Sédar Senghor. Allí —recuerda Darío Henao— Manuel Zapata Olivella le pediría a Senghor que le dejara pasar una noche desnudo en las bóvedas de la fortaleza de la isla de Goré, una prisión en la que eran recluidos los africanos cazados en el Níger.
Esa noche, sobre la roca, humedecido por la lluvia del mar, entre cangrejos, ratas, cucarachas y mosquitos, a la pálida luz de una alta y enrejada claraboya, luna de difuntos, ante mí desfilaron jóvenes, adultos, mujeres, niños, todos encadenados, silenciosos, para hundirse en las bodegas, el crujir de los dientes masticando los grillos —relató después Zapata Olivella—, las horas avanzaban sin estrellas que pusieran término a la oscuridad. Alguien, sonriente, los ojos relampagueantes, se desprendió de la fila y, acercándose, posó su mano encadenada sobre mi cabeza. Algo así como una lágrima rodó por su mejilla. ¡Tuve la inconmensurable e indefinible sensación de que mi más antiguo abuelo o abuela me había reconocido!
En el escenario del Teatro Metropolitano, cuando Sankofa baila, se recrea el muntu. Una mujer embarazada, de blanco, cruza por el escenario. La danza es también símbolo del alumbramiento, la renovación, el aguante, la evocación del líder palenquero Benkos Biohó, ese personaje que creó los cimarrones que luego se convirtieron en el primer pueblo libre de América, que además fue traicionado por el Estado, perseguido por el Tribunal del Santo Oficio, asesinado, ahorcado y descuartizado en nombre de la libertad.
¡Oíd, oídos del muntu! ¡Oíd! Aquí nace el vengador, ya está con nosotros el brazo de fuego que se escapará de los grillos, el diente que destroza las cadenas. ¡Oigan los que me oyen! Oigan ustedes que traen a esta vida los hijos del muntu.
¿En qué parte se alojó la esclavitud? Cuatrocientos años de esclavitud tienen que haber dejado rastro en algún punto del cuerpo. Los cuerpos que bailan son cuerpos que triunfan, festejan, sobreviven, celebran, pero también lloran a sus muertos. Son cuerpos temerarios.
Diría Rafael Palacios que estas danzas tienen un pasado de sangre, el pasado de sangre y de dolor que le ha dejado la colonialidad a sus cuerpos. El cuerpo ofendido. Los esclavizados bailaban porque no podían pronunciar la palabra. Era con el cuerpo que se podían comunicar.
La pandemia encerró y alejó esos cuerpos, esa otra forma de la escritura que es el baile. Sin espacios para ensayar, con las coreografías llevadas a las videollamadas, fue cuando Palacios llamó a Harold Tenorio, amigo de Sankofa y director de la Corporación Plu con Plá, y viajaron hasta Tumaco.
Se quedaron veinte días, en ensayos de ocho horas diarias. Los bailarines vivían juntos, cocinaban juntos, compartían la casa y la danza. La playa era hermosa, pero también hostil: el calor que todo lo seca, el mar que todo lo trae, pero también todo se lo lleva. La humedad del cuerpo, la sensación de ahogo al principio. Pero el cuerpo no se rinde, no se puede asfixiar. Dice Palacios que el cuerpo que baila tiene que seguir bailando hasta el día que se muera.
—¿Cómo es posible, pecador, que te levantes tan regocijado en el día de tu muerte, cuando serás quemado vivo por apóstata, hereje y hechicero? —le pregunta el padre Pedro Claver a Benkos Biohó.
—Mi alegría es vida —le contesta Benkos—. No moriré por apóstata, sino por glorificar a Changó y a mis orishas.
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