Volver a bailar

Por Simón Murillo Melo
Fotografías de Juan Fernando Ospina

1.

La mañana del 28 de noviembre, un grupo de bailarines enmascarados esperaban su turno en un auditorio vacío. Los artistas, todos vestidos de negro, llegaron puntuales a las diez de la mañana. Después de entregar su cédula, anunciar su número telefónico y sitio de residencia, y jurar que se encontraban sanos, pudieron sentarse en sillas rigurosamente separadas en la antesala del Teatro Metropolitano. Varios se recostaron, casi aburridos, sobre las feas sillas de plástico del detrás de cámaras, otros se arremolinaron en las esquinas, esperando que alguien les permitiera pasar al escenario para presentarse, después de meses de ensayo, frente a 1600 sillas vacías y unas cuantas cámaras.

Un hombre de edad indeterminada, alto y delgado, contemplaba en silencio a los bailarines. Con una chaqueta negra como una ruana y unas botas de cuero que asomaban debajo de sus pantalones entubados, Rafael Palacios parecía un gato gigantesco listo para desperezarse sobre el mundo en cualquier momento. En vez, levantó una mano:

—Jóvenes, un momento.

Las voces abullonadas por los tapabocas se acallaron inmediatamente. Palacios daba la sensación de que nada a su alrededor se movía sin su aprobación. Con suavidad les dijo a los bailarines que, en unos segundos, debían vestirse y pasar, por fin, al escenario.

Palacios es el director y coreógrafo de Sankofa Danzafro, la compañía que fundó junto con un grupo de sus discípulos hace veintitrés años. Educado en París y en unos trece países de África (Burkina Faso, Kenia, Senegal, Madagascar, entre ellos), alumno de Germaine Acogny e Irène Tassembédo, Palacios se mueve con la finura del que se sabe visto. Empezó a bailar a los cinco años con su papá, un profesor de Copacabana, el municipio en el que creció. Hijo de inmigrantes chocoanos, desde niño se supo un extraño. Como dijo en una entrevista hace algunos años: “Nacer negro en Antioquia fue constantemente cuestionado. La pregunta invariable, ¿de dónde viene?, obtenía una y otra vez la misma respuesta: nací aquí, en Medellín, ese Otro fui y aún soy yo”.

Toda su vida, Palacios ha bailado buscando responder qué significa ser un Otro, uno marcado por el peso de una esclavización que despobló buena parte del continente africano y asesinó civilizaciones enteras. Acallados en las plantaciones de América, los esclavizados reemplazaron tierras, idiomas y gentes con lo que tuviesen a la mano: la música, las narraciones orales, el baile. Cientos de idiomas se convirtieron en un doblez del brazo, un movimiento de caderas, la fuerza de un paso, un canto. “Nosotros no obedecemos esa caricatura, esas formas amañadas, y al contrario le vamos a contar quiénes somos. El currulao, el mapalé, la requintilla, la jota, el abozao, todas esas manifestaciones artísticas afros no están en el pasado, están en el presente. Son tan potentes desde su misma creación que los pueblos las respetan. Es una manera de dialogar con los ancestros”, me dijo Palacios. Sankofa es un verbo de la familia de lenguas akan de Ghana que quiere decir “volver a la raíz”.

Pero no hay una sola raíz. Los bailarines que se preparaban el 28 eran diferentes entre sí. Los había de hombros anchos, barrigones, con músculos como esculturas, cuerpos de adolescente, trenzas rojas y verdes, estaturas de político y de gigante. Muchachos todavía en el colegio y expertos con más de veinte años bailando. Sankofa se convirtió en la escuela de muchos. El grupo ha dado cursos en Guapi, Quibdó, Tadó, Lloró, Istmina, más una serie constante en Medellín. Wangari, una compañía de teatro independiente, pero vinculada a Sankofa, fundada por Yndira Perea, surgió de ahí. Hoy, los más jóvenes de Sankofa vienen de otro curso de Perea en Mirador de Calasanz.

Los bailarines son muy cercanos entre sí. Algunos se conocen de otras corporaciones de baile más pequeñas y antes de hacer tours por todo el mundo con Sankofa, recorrían durante días enteros veredas de Urabá y Chocó para presentarse ante unos pocos. Ahora son varias generaciones que crecen juntas en ensayos, presentaciones y viajes. Katherynn Moreno, quien se formó en las clases de Perea en Moravia, me dijo: “Crecí dentro de una comunidad con mucha violencia, pero siempre traté de agarrarme a la danza y arrastrar a otros compañeros. Otros chicos fallecieron por la guerra o por las drogas”. Sankofa se convirtió en un hogar extendido en el que bailar se confunde con las responsabilidades del afecto. O como dice Katherynn: “Es un ubuntu, soy porque somos”.

El lema de Sankofa, “No bailamos para ser vistos; bailamos para ser escuchados”, se vuelve urgente para los bailarines que parecían condenados a gastar el resto de sus carreras en fiestas empresariales de fin de año.

2.

Los primeros años de Palacios en una relativa clase media suburbana contrastan con la dureza de las condiciones en las que la inmensa mayoría de afrocolombianos viven. Descendientes de los esclavizados que construyeron la riqueza de tantos grandes terratenientes, municipios enteros están prácticamente segregados por líneas raciales —Cartagena, por ejemplo, es una versión neogranadina de Rodesia—, reciben un tercio del promedio nacional y buena parte de sus habitantes ni siquiera alcanzan el salario mínimo. Aproximadamente el 85 por ciento vive en condiciones de pobreza, son acosados con frecuencia por las autoridades estatales y su trabajo es despreciado. Los diferentes tipos de agresiones sobre los negros en Colombia no caben en un solo párrafo y están documentadas en cientos de textos, pero, como es usual, el tiempo no se mueve.

Los orígenes de los bailarines de Sankofa son solo una muestra de las miles de comunidades negras del país. Arboletes, Turbo, hocó, Moravia, la Comuna 13, el Popular. Un bailarín de voz suave me dijo que “muchos de nosotros pagamos con nuestra muerte el racismo”. En Urabá, Medellín o Chocó, la guerra era como la lluvia. La comisionada de la verdad Ángela Salazar argumentó durante muchos años que la brutalidad del conflicto en los territorios negros estaba ligada a centurias de racismo estructural sintetizadas en su conclusión lógica: desplazamientos, asesinatos selectivos, masacres.

Ese 28 de noviembre, Sankofa estaba a punto de representar no cuatrocientos años de destrucción, sino la de los últimos meses. Para muchos bailarines el encierro coincidió con una sucesión de tragedias familiares, inestabilidad económica, soledad. En un mundo concentrado en el hogar de cada quien, el baile solo es posible en el espejo o, si se tiene suerte, en la pantalla. Los bailarines reemplazaron el calor de los ensayos semanales por los grupos de WhatsApp. Nadie sabía cuánto tiempo le quedaba a la pandemia. O al baile.

Intentando no perder el contacto con la compañía, Palacios les pidió a todos que escribieran cartas contando de sí. “Llegaron cartas que nunca nos imaginamos. Era volver a conocer a alguien que conocemos hace quince, hace veintitrés años”. Luego, cada uno representó su carta.

En parqueaderos, salas de estar, habitaciones, en el puente del edificio, en el techo de la casa. Echándose agua por encima, en medio de un tendedero, abrazando a la hija, en el monte, con tenis o botas de caucho, con tacones o descalzos, Sankofa reemplazó el espectáculo por la intimidad. Así nació Soledades compartidas, que bien podría ser el título de todas las empresas del hombre.

En su representación, Katherynn Moreno cuenta la historia de su abuelo, un campesino de Unión Panamericana que sufrió un derrame cerebral antes de la pandemia, tiene párkinson y dificultades para moverse. Temblando, contorsionándose, la joven se convierte en un campesino viejo. Jhoan Andrés Mosquera, amarrado a una ventana, baila en un par de baldosas los amagues de la libertad antes de salir corriendo fuera de cuadro; Perea, la maestra de la mayoría, y quien perdió a su madre durante la pandemia, le grita a la lluvia: “Se aproxima una gran tormenta. Se posa en estas tierras como quien quiere mover, sacudir, revolcar, bailar hasta limpiar tanta suciedad. Viene con tanta fuerza que no sé si podré aguantar”. Bajo una lluvia que surge del techo de su apartamento, Perea baila como quien no conoce otra cosa. Dándole la espalda a la cámara, escenifica su dolor sin ofrecer ninguna consolación. Como una bailarina de ballet punkera, extiende una pierna larga en el aire antes de caer derrumbada al suelo. Luego vuelve a gritar: “Se me va la fuerza, se me va la alegría, se me va la vida”. Al final, cansada y de rodillas, mira hacia el cielo.

3.

Las soledades compartidas en el teatro desolado estaban a punto de empezar. Perea gritó un par de veces, para probar las luces. Como se quitó el tapabocas para hacerlo, un empleado del teatro detuvo la presentación: “Alguien habla en esa escena. Ahí corren mucho riesgo”. Después de unas breves negociaciones con Palacios, Perea tuvo permiso para gritar en el escenario mientras mantuviese la distancia apropiada. Y después de almorzar, cada uno en una mesa, y cuadrar unos últimos detalles ante la mirada atenta de Palacios, ahora convertido en un punto lejano en el rojo del teatro, arrancaron.

Sankofa bailó con tapabocas para desquitarse del silencio de los últimos meses: los que antes bailaban solos ahora lo hacían con un amigo; siete mujeres se aferraron, se alejaron, se acariciaron y se volvieron a alejar. Múltiples representaciones, formas de ver el mundo, de tocarlo, de habitarlo, de celebrarlo y de lamentarlo. Fáber Magaña, altísimo dentro de un largo vestido floreado, se movía sobre las tablas sabiendo que el mundo era de él. Dos, tres, cinco, uno. Los bailarines llenaron el escenario durante una hora, las soledades caseras convertidas en la posibilidad vertiginosa de un montón de seres humanos reunidos. Las letras del alfabeto en el que escribieron sus cartas se habían convertido para todos ellos, por fin juntos, en movimientos sobre el escenario.

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