Las pandemias de Carlos Álvarez

Por Simón Murillo Melo
Fotografías del Teatro Metropolitano y Juan Fernando Ospina

Conocí al cuentero, teatrero, titiritero, empresario de circo, profesor y, sobre todo, mimo, Carlos Álvarez, hace más de una década, es decir, cuando yo estaba en primaria. Lo vi en el patio del colegio, y entonces ya era el mimo de cabecera de la ciudad. En los años noventa y en la primera década del 2000 parecía que Medellín estuviese dominada por él: no había colegio, fiesta empresarial, primera comunión, cumpleaños o presentación pública en que no estuviese. Dejé de verlo y aduje su desaparición a los ritmos artísticos de mi adolescencia. Álvarez explica su ausencia con la cotidianidad: “Llevo diez años en pandemia”.

La pandemia a la que se refiere es el proyecto más ambicioso de su carrera: el Circo Medellín, el único permanente de la ciudad, una serie de carpas multicolores entre el verde del cerro Nutibara y el gris de la avenida regional. Si la industria circense es una itinerante que viaja por pueblos, ciudades y países, el Circo Medellín promete la constancia de cada domingo. Nació con unos muchachos del barrio 13 de Noviembre, uno de los más pobres y violentos de la ciudad. “Cuando los conocí no sabía que había gente en Medellín que aguantaba física hambre”, dice Álvarez. Venían de familias desplazadas, con grandes necesidades. “Este no es un circo para ganar plata. Nosotros hacemos un trabajo social, vamos a las comunidades vulnerables y les enseñamos teatro a los niños y a los jóvenes”.

Con una presentación cada domingo, fiestas de cumpleaños, ferias, la contabilidad y la formación de sus pupilos, el Circo Medellín copó el tiempo de Álvarez y emproblemó su carrera: “Antes del circo era un personaje de la ciudad, tenía mucho trabajo, pero desde entonces no me han vuelto a invitar a televisión, a festivales, a las alcaldías. Me encerré a enseñar, enseñar, enseñar”. No han sido años fáciles —“hay mucha gente que prefiere irse un domingo a un puto centro comercial”—, y cuando empezó la cuarentena, que llevó a la bancarrota hasta al famosísimo Circo del Sol, Álvarez pensó que era el fin de su sueño: “¡Pum! Me deprimí. ¿Ahora qué íbamos a hacer? ¿Cómo íbamos a pagar las cuentas? Dejé de venir al circo. Después vino la solidaridad de los amigos, de la familia, el público nos mandaba mercaditos, cincuenta mil pesitos. ¡La solidaridad!”.

Álvarez es un mimo apropiadamente gótico, propenso a usar onomatopeyas y metáforas sobre la vida, el suicidio y la muerte. En una entrevista de hace once años con Cristóbal Peláez, dice que está en el mundo del teatro por lo que sufrió: “Mi infancia fue de llanto y más llanto”. Criado entre Belén San Bernardo y Belén Rincón, su papá alcohólico peleaba constante y violentamente con su mamá y acabó abandonando el hogar; su hermano terminó en la calle.

En El rey Lear, el Bufón es el personaje más sagaz de la obra y el opuesto a la locura del poder. En Chaplin, el silencio se convierte en un vehículo para poder hablar con claridad. Las representaciones de Álvarez, con frecuencia para niños, no le corren al horror nacional. Estudió en la Universidad de Antioquia y participó en un grupo de teatro de Manrique El Martillo. Había leído a Marx, “tenía mucha literatura comunista en la cabeza”, y el teatro era la puerta a un mundo diferente. La Polilla, la corporación de teatro que fundó junto a otros teatreros de la ciudad, se concibió desde el principio como una alternativa frente a tantos vicios que se abrían paso en la ciudad. En homenaje a la vida de su hermano, Álvarez creó Caliche Cachivache, una obra dolorosa sobre un hombre que vive en una caneca. Este año escribió Tejidos, una obra para circo sobre la guerra en Colombia.

Después de la depresión y a pesar de la continua zozobra, la pandemia fue un período prolífico para Álvarez. Además de Tejidos, creó otra obra, escribió un libro sobre la técnica de la pantomima, diseñó un seminario para formar a maestros centroamericanos en expresión corporal, editó una revista, Ciudad Circo, con colaboraciones de Reinaldo Spitaletta y Ramón Pineda, organizó foros digitales y comenzó la migración del Circo Medellín a la virtualidad. También espera el momento oportuno para reabrir y espera que la distancia haya provocado una renovada pasión por el circo: “Nos hace falta reír en colectivo”.

El 27 de noviembre presentó en el Teatro Metropolitano uno de sus clásicos, Mimonerías, dirigido a una audiencia virtual. Aunque vi por primera vez el número hace varios años —tal vez en una primera comunión—, verlo en el vacío del teatro le otorga una dimensión nueva, dolorosamente solitaria, al silencioso trabajo del mimo.

El cuadro más recordado de Álvarez comienza con una maleta en el aire. El emblema de la modernidad y el trabajo asalariado se congela en las manos del mimo, como si fuera un cuadro de Magritte. Luego saca una cometa. Juega con ella, se mueve alrededor de la maleta suspendida, se esconde, el viento lo arrastra amenazando arrancarle la cometa de las manos. El hilo no alcanza siquiera un metro de longitud, pero Álvarez, en un parque, en un teatro, rodeado de niños, en un vídeo, solo, la trata como un tesoro, como si estuviera viva y en cualquier momento fuese a interrumpir el chiste con una palabra.

Una tarde en el Circo Medellín

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