Así como a las rutas que trazaron pueblos y ciudades, llamamos también camino al conjunto de pasos que conducen a la invención, que transforman una cosa en otra. En el Museo de Arte Moderno quedaron registros de estos viajes: los de los dibujos, las pinturas, las fotografías reveladas y hasta los de los bares, esas cápsulas del tiempo y de las noches de arrabal.
Por Daniela Jiménez
Fotografías Exposición en el MAMM – El Camino Más Largo
Lorena cruzó un pasillo largo siguiendo un caminito de espejos, vio la barra, esquivó mesas, sillas y más mesas, pasó por los “privados”, esos discretos habitáculos para dar y recibir placer, dobló cerca de la cocina en la que ya alistaban las crispetas para la noche, y solo ahí, casi en el último tramo de un bar estrecho como un gusano, pudo ver la puerta del altillo.
El dueño, que la seguía, aseguró una escalera al piso para poder subir. Una vez arriba, abrió la puerta del altillo y fue sacando, de a una, un total de dieciocho sillas rojas, de las de heladería de barrio, las “superclásicas”, como las llamaría luego Lorena.
A la mujer se le iluminaron los ojos, porque había estado en tantísimos bares buscándolas. Solo después de extensas excursiones por el Centro de Medellín sabría que sillas así, como las que acababa de encontrar en esa bodega de ese bar angosto de Ayacucho llamado Los Lirios, ya no eran fabricadas, ni eran comunes, pues ahora la mayoría de los bares se han entregado a la moda de las Rimax y por eso las sillas metálicas han terminado en altillos como el de ese bar o reconvertidas en chatarra, hechas bolitas brillantes en cualquier fábrica de fundición de metales.
Mientras que Lorena amontonaba las sillas en un camión, el dueño de Los Lirios insistía en preguntarle para qué era que andaba alquilando sus sillas viejas, si acaso estaba montando un bar; ciertamente no comprendía eso que ella andaba haciendo, aunque Lorena ya le había insistido en que no estaba montando ninguna tienda de antaño ni que tampoco andaba en la desgastante producción de una película, con esos rituales tan propios del cine, sus mañas y sus excesos. Lorena, que es artista y no mesera, no estaba montando una cantina sino sumando los objetos necesarios para meter un bar en un museo.
Tenía ya las sillas rojas, que fueron como la cereza sobre el ponqué; tenía ya algunos cuadros de salsa prestados de El Son de la Loma; tenía una rocola traída del café La Payanca del Parque Bolívar; tenía su colección de vinilos rescatados de La Bastilla y más retratos, copas y relojitos que tomó de otros regentes de bar, “esos señores que se han vuelto amigos míos”, como diría Lorena.
En más de un año de andar en esas ya había conseguido un inventario detallado de una adorable y misteriosa cantina, con su radio para las canciones de plancha —las románticas, las desoladas, las compasivas, las desgastadas— y sus botellas de ron y sus copas de cristal sobre la barra. A su bar, que no sería una réplica sino una nueva simulación, una suma de muchos bares, un mundo nuevo, le pondría “Amores de Arrabal”. Y lo instalaría con amor y celo en El camino más largo, una exposición temporal del Museo de Arte Moderno de Medellín.
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Mientras en la rocola suena esa canción que dice “contaré que es amor / Juraré que es pasión / y diré lo que siento, con todo cariño / y en ti pensaré”, un chico de unos dieciséis años descorre la cortina que separa a la barra del salón y se toma una selfi. Ahí están los espejos, las sillas rojas metálicas, las copitas, una grabadora, el piso en mosaico, los vinilos con retratos de mujeres, solo mujeres. “Ay, qué chimba”, dice alguien, “quiero una cantinita así en mi casa”.
Visto más de cerca, Amores de Arrabal ni siquiera tiene todo lo que podría tener, como una bola de espejos en lugar de luces led, o clientes fieles, o un mesero real. Y aun así es una exposición para ver lo que hemos visto siempre en los barrios, quizás cada vez menos desde que, con la pandemia, tantos bares cerraron o trasmutaron en legumbrerías. Amores de Arrabal, contenido en el MAMM, replica y abarca lo cotidiano en una dimensión solemne y controlada.
En la pared, debajo de más y más espejos, Lorena colgó un recorte de periódico titulado “Las tiendas de antaño”, una crónica del viejo Belén, el relato pormenorizado de heladerías que servían gaseosas en el día y guaro en la noche, esas tiendas de barrio que fiaban con registro y que tenían nombres como La de Tuque, La de Ti, La de don Bertoldo, La de Tristán. De ellas hoy apenas quedan bodegas, o han sido convertidas en torres de apartamentos, y hoy, si mucho, sobrevive El Yucal en propiedad de don Alfonso, un tipo gentil que ya ha tenido tiempo de colgar y descolgar de las paredes de su tienda las fotos de sus nietos, y que le prestó a Lorena desde vasos hasta discos. “Llévese todo”, le dijo, y El Yucal quedó casi vacío.
La exposición temporal que acogió al bar de Lorena Zuluaga, El camino más largo, hace un homenaje a lo que es antítesis de la eficiencia, de esa maquila que produce, entrega, sella y vende a ritmos aterradores. Con Zuluaga fueron veintidós artistas antioqueños invitados por el museo bajo la pregunta de cómo retomar la lentitud, los titubeos y las vueltas. “Porque es en caminos azarosos, contemplativos, erráticos”, dice Guim Camps, coordinador de exposiciones del MAMM, “que nacen los proyectos artísticos”.
Cuando hemos aprendido a asociar a los museos con la idea de conservación, o con la imagen de la preservación de las cosas valiosas o raras, ver una cantina de barrio en un museo nos hace sentir como si estuviéramos presenciando su extinción. La rareza de una tienda de barrio en un museo, protegida como si fuera una excentricidad. El museo que resguarda lo que está, a veces, a punto de extinguirse, esas grandes reliquias; la sensación de que quizás sí es cierto que las tiendas de barrio pronto serán una fotografía más de un obituario.
Los caminos también son fronteras que nacen tras la prohibición y el ocultamiento. Como los bares, diría Lorena, ocultos dentro de las ciudades, bisagras inesperadas dentro de los recorridos convencionales de la ciudad. Entonces alguien a veces va caminando y es como “¡Hey, mirá este lugar!”. El camino también como tiempo, como esa jornada laboral que termina, entre cervezas, en la barra de una cantina.
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Guim Camps habla de los caminos como un ejercicio de avistamiento. Habla del artista voyeur, una persona que recopila imágenes y escenas, como coleccionista de vidas no épicas, domésticas, las vidas de casi todos. Vidas que no son estridentes. Allí, en nuestros rituales cotidianos, hay caminos y belleza.
Camps cuenta que el fotógrafo Daniel Álvarez hizo una serie fotográfica —Sin título (de propiedad)— con una edificación abandonada como tantas en los barrios de Medellín, un muro descuidado usado como tendedero de ropa y de cobijas. O sea, algo así como los variados usos de eso que entendemos como espacio público. “El recorrido para mí es mi taller”, contaría luego Álvarez, “yo trabajo con perros, paseándolos. Esa es una excusa para recorrer la calle e ir buscando objetos y paisajes que me llaman la atención”.
Pero como se trata de veintidós maneras distintas de leer la noción de camino, la artista Inty Maleywa, por ejemplo, presentó a la exposición una serie de dibujos a lápiz y en marcador que bautizó como Arte trashumante. Trashumancia, de migración, porque Inty vivió en la selva y retrató su vida de nómada, “y precisamente”, añade Camps, “se trata de los dibujos de ese transcurrir y habitar tantísimos caminos”.
La exposición luego llegaría al Museo de Artes de Rionegro, al Museo Juan del Corral, al Maja, con artistas como Daniel Álvarez, Camila Botero, Camilo Correa y Natalia Pérez. En estas obras el camino es también algo que se revela o se insinúa de a pocos. Como las luces rojas que saltan desde la esquina de Amores de Arrabal, una escenografía que, entre otras cosas, les causó variado esfuerzo y trajín a los curadores del museo.
Por ejemplo, aquello de poner el piso. El montaje del mosaico del bar, con su tradicional distribución ajedrez, marrón y amarillo, les tomaría un mes completo. Pusieron cuadro por cuadro y tardarían veinte días solo pintando baldosa por baldosa. Luego, una capa de sellante. Luego, el cemento. Tanta maraña para hacer del espacio una perfecta recreación de un bar ochentero.
“Si nos gustan las cantinas, si son un lugar de amor, de relaciones humanas, ¿por qué no trasladarlo a un museo?”, continúa Camps, “podríamos divagar y decir que estos son los puntos donde se elucubran o donde se hacen los planes para los caminos”.
Las mesas fueron el último trasteo. Llegaron malas, parecían haber soportado agua e intemperie por meses, infladas como un flotador. Así que Lorena se tuvo que volver a buscar mesas por La Bastilla, y en el viaje fue a dar a un bar de Caldas al margen de la antigua línea férrea. “Antes de encontrar las mesas yo fui a El Yucal y vi que don Alfonso había cambiado las de él”, recuerda Lorena. “Regaló las mesas más divinas del mundo, que eran pesadas, en falso mármol veteado, blanco y crema. Ahora están yo no sé dónde, y puso esas de plástico”.
Con todos los chécheres listos, solo faltaba la luz, que terminó siendo roja y que cubría vasos, espejos, rocola y personas con una estela parecida a la de un cuarto de revelado de fotografías. La luz roja, porque es su color favorito. O porque es un color que seduce. El cuerpo, bajo el rojo, que se suelta y que baila y se pierde en la luz. El rojo como amor.
Un día cualquiera, el dueño de La Payanca llegaría al museo a hacerle mantenimiento a su rocola porque el aparato se había dañado ya varias veces y porque también tenía curiosidad. Estaban las copas sin una pizca de trago sobre la barra, ya que solo una vez Lorena y su equipo hicieron un karaoke, y solo una vez pudieron traer un trío de cuerdas, pero, de resto, no sería el museo el lugar para el festejo que se soñaba el avezado dueño de La Payanca. “Este bar está todo lindo”, le diría a Lorena el dueño de un bar de verdad, “lo que no entiendo es por qué no venden la cervecita”. Se lo imaginaba lleno, con gente tomando aguardiente, decía. Finalmente, Amores de Arrabal estaba en un museo, en medio de una pandemia, y no habría nunca tablones ni conciertos ni cervezas ni ron ni música de plancha después de la medianoche. Pero así, en su sobriedad, en su silencio de arrabal, dirían tantos que también decía mucho. Era, como cualquier bar real, como un museo, un despilfarro de cosas bellas y luminosas. Una memoria. Una burbuja nostálgica.
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