Ballet a la calle

El Ballet Metropolitano de Medellín usa poemas de Helí Ramírez y Víctor Gaviria para acercarse a la ciudad. Entre piruetas y arabescos, demuestra que sus bailes tienen también sabor a barrio.

Por Simón Murillo Melo
Fotografías de Sergio González

En Uno es algo, Helí Ramírez pregunta: “¿Somos nada?”, y se contesta: “Somos”. Dos años después de su muerte, seguimos siendo, aunque apenas. A pesar de que él ya no sea, sus poemas sí. Uno es algo fue uno de los temas para una serie de presentaciones públicas del Ballet Metropolitano de Medellín (BMM). También lo fueron El dolor ahí, agazapado, otro poema de Ramírez, y Los dos parques, de Víctor Gaviria. A la calle, llamaron el programa, y su propósito más claro fue pensar a la ciudad a través del ballet. En Aranjuez y San Javier, en el parque San Ignacio y en el Lleras, en el Arví y en Perpetuo Socorro; en Pedregal, a unas cuadras del Castilla de Ramírez.

La programación es parte también de la oferta pública del BMM para celebrar el estreno de una nueva sede en el antiguo Colegio Palermo, cerca del Parque Lleras. Las monjas se fueron, cansadas de los alborotos del barrio, y ahora la administración va a aprovechar para meterle una inyección de capital —y capital cultural, que no es lo mismo— a El Poblado, en un plan que incluye al BMM, al coro y academia de música infantil Cantoalegre y a la Filarmónica. Es decir, vender cultura y no, o no solamente, farra.

Las obras no son homogéneas. Tampoco son interpretaciones de ballet clásico, sino fusiones de la tradición con el tango, la danza contemporánea, ritmos caribeños y andinos. Arabescos, piruetas y fouettes en no más de cinco minutos; tan familiares y fantasmagóricas como un barranquero en el Parque Berrío a las cinco de la tarde.

Luisa Hoyos, la coreógrafa de Los dos parques, asoció su trabajo con el paro nacional y con la naturaleza misma de moverse en público: “Mostrar que yo existo. Salir a la calle para que los otros se hagan conscientes de mí, de mis necesidades”. No es que sea difícil encontrar razones para protestar, pero esta manifestación dancística por lo menos carga con la protesta implícita frente a una normativa cultural todavía en cuarentena.

Para los que lo pensaron por primera vez en el siglo XVI, el ballet volaba a mundos del Parque Berrío; era la representación física de “proporciones matemáticas perfectas”, una mezcla de poesía, teatro, baile y teología. (El Abbe Mersenne pensó a Dios en 1636 como “el gran maestro del ballet”). Los bailarines seguían unas reglas estrictas para volar lejos del mundo, hacia los cielos. El tiempo lo regó por Europa, lo hizo parte de la Revolución francesa, lo mestizó. A Colombia llegó en 1955 con Sonia Osorio, una rica de Barranquilla que estudió este baile en París; de regreso montaría el Ballet Folclórico, el primero de importancia en Colombia. Y a principio de los sesenta, Leonor y Kiril Pikieris llegaron a Medellín.

Leonor era paisa y Kiril lituano: se conocieron haciendo ballet en la URSS. Abrieron una academia democrática en el cerro Nutibara. “Se bailaba por hobby, por amistad, por placer. No por competencia, que no había”, me dice Nora González, una de las alumnas de Pikieris y la co-coreógrafa de Los dos parques.

González estudió becada en Estados Unidos, empezó su carrera profesional en México y volvió a Colombia para bailar en la compañía de Gloria Zea, que nació por uno de los caprichos de Belisario Betancur. Luego se fue a bailar a Inglaterra, donde hizo su vida. Como ella, muchísimas bailarinas colombianas se fueron. “Les tocaba”, me dijo González.

Pero algunas de las que se quedaron montaron escuelas en Manrique, Aranjuez, Llanogrande, Bello y El Poblado. Hoy las bailarinas del BMM vienen de toda la ciudad, muchas de grupos folclóricos, otras son estudiantes de las estudiantes de Pikieris. Y algunos, como Juan Pablo Ruiz, uno de los bailarines principales, llegaron a Medellín para poder bailar.

Ruiz tiene un rostro infantil que se transforma cuando baila. Es de Iquira, Huila, y llegó tarde al ballet: “Mi papá es un campesino y en mi casa el arte es muy poquito; ellos no sabían que existía el ballet antes de que yo empezara a bailar: no les gusta la fiesta, no bailan, ¡ni siquiera chucu-chucu!”.

El ballet no tiene textos ni notación estandarizada. En sus metrópolis, con escuelas y compañías de cientos de años, el conocimiento se transmite de cuerpo a cuerpo: en un ensayo bien logrado, en la interpretación de algunos clásicos. La distancia física con la tradición hace que los bailarines de ballet colombianos se arrimen a otras interpretaciones. El Pacífico está más cerca que París, la Bayadera que la Bayadère.

El coreógrafo de El dolor ahí, agazapado, David Rodríguez, creció en Enciso Los Mangos “…rodeado de los movimientos culturales barriales”. Hizo folclor con los grupos juveniles locales y de ahí pasó al Ballet Folklórico de Antioquia y al BMM. Luego, “las cosas se dieron muy sospechosas”: suerte y tesón lo llevaron a Brasil, Miami y, finalmente, a la compañía de John Neumeier en Hamburgo. “De mi generación, soy uno de los pocos que está afuera, sino el único”.

Su contribución a las calles de Medellín es una pieza en la que los bailarines se tensionan y se liberan, se alejan y se acercan, colapsan y se elevan, y terminan en los brazos de la pareja. Es la más misteriosa de las interpretaciones, un caldo de tradiciones y gentes. Rodríguez me dijo que “el folclor, las cosas que aprendí en Medellín, son las que gustan en Hamburgo”. El poema de Ramírez cuenta un dolor que vaga por un barrio “en la puerta de la oreja, en la nariz de la esquina, en una boca que oculta su cara (…) el dolor sigue ahí”. Un barrio como el de Rodríguez: “Haciendo la coreografía pensé en lo que el poema significa para mí: tienes una temporada en que te va bien en tu trabajo, y tienes otra en la que te echan, aguantas hambre, matan a alguien… pero nunca falta un sancocho”.

Desde el techo del mundo, Enciso no es lejano para Rodríguez: “Así uno esté en Europa, uno es del barrio. Es un poco abrumador”. Esa distancia práctica —“pero no espiritual”, insiste Rodríguez— se vio en la creación de El dolor ahí, agazapado. “En Hamburgo los bailarines solo tienen que preocuparse por bailar. En cambio aquí está la universidad, el trabajo, la plata… a un chico lo robaron”.

Juan Pablo Ruiz fue uno de los bailarines que trabajó con Rodríguez. Aunque no lleva más de dos años en Medellín, la ciudad ya le ha dado una compañía de ballet y tres atracos. De todas formas le sirvió: “La coreografía habla de que hay que estar sigiloso todo el tiempo y pues, ¡marica yo soy así! Siempre estoy viendo para todos lados por si me van a robar. Pero el artista tiene que encontrar la belleza en todas partes”.

Ruiz baila por la belleza intensa, por hacerse “un instrumento de uno mismo”, por la enorme dificultad de hacer cualquier cosa en el ballet. También porque el ballet significa la posibilidad de irse de Colombia, de pensionarse en una compañía de teatro a los treinta y pico, de bailar en París.

Hoy hay 178 niñas en la escuela del BMM, clases para adultos, escuela pedagógica para profesores. Rodríguez “definitivamente” volverá a Medellín después de unos años; quiere montar un cabaret. El mundo sigue en movimiento: un paso, una pirueta, un salto, una caída, una sancochada con alguna calle cerrada al dolor por un fin de semana de música y trago.

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