Nacido en 1955, Luis Fernando García es un referente para la cultura y el trabajo comunitario de la ciudad. A través de Barrio Comparsa, el grupo que fundó con algunos amigos hace treinta años, ha demostrado que se puede hacer resistencia desde el arte y el frenesí.
Por Mauricio López Rueda
Fotos de Archivo Barrio Comparsa
El asunto del teatro en la vida del Gordo comenzó, quizás, en el costurero de su madre, quien durante muchos años fue la exclusiva modista de las putas de Las Camelias, aquellas mujeres de personalidad desdoblada que estando allí, entre hilos y ruecas, deambulaban siempre al borde de la escena absurda, del melodrama, incluso del sainete.
Y el Gordo, un niño ávido por beberse el mundo, se quedaba toda la tarde mirándolas, estupefacto y grávido, recolectando en su mente todas esas historias alucinantes de borracheras, de sexo desenfrenado, de intoxicaciones con escopolamina, de cervezas mezcladas con agua, de arañazos en las nalgas, de chupadas de tetas y de sutiles puntazos de puñal.
Una de esas putas le tomó aprecio al niño, y cuando lo veía le apretaba los cachetes y le pellizcaba el culo. Aquello le molestaba al pequeño, que prefería esconderse cada vez que la meretriz cruzaba la puerta.
—Mamá, es que ella no me gusta, siempre me aprieta los cachetes y no me gusta.
—No le pare bolas, mi niño, ella es así porque lo quiere.
Aguantó lo que pudo el niño hasta que un día, por pura casualidad, encontró una conjura.
Su padre, hábil carpintero, construyó un cajón grande para que Ana, la madre del Gordo, depositara allí las telas sobrantes o dañadas. A los ojos del niño, aquello era una especie de piscina de trapos donde podía camuflarse, desvanecerse, hacerse invisible a las fastidiosas caricias de las putas.
Y así, todos los días, oculto entre trapos con olor a polilla y a perfumes fermentados, el Gordo escuchaba con atención las historias de las cortesanas y se imaginaba él mismo mucho más alto, con más años y con bigote, enfundado en un traje de poliéster y con el pelo recogido y engominado, yendo a visitar esas casas prohibidas de Prado Centro, Lovaina y Pérez Triana, como todo un Hildebrando.
La vida real, en el entonces insalubre basurero de Moravia, no era muy atractiva para un niño cargado de emociones y propenso a la invención y a la fantasía. Por eso, en las mañanas se iba para el Bosque de la Independencia a jugar en los árboles y a narrarles historias inverosímiles a los visitantes, y en las tardes se escondía en su piscina de trapos para escuchar las cuitas de las mujeres de cuatro en conducta.
Con los años, Luis Fernando García, el Gordo, se convertiría en una figura rutinaria del Bosque de la Independencia. Sería, por así decirlo, el recreacionista oficial del jardín, aunque por ello no le daban ni un peso y sus funciones, todas ellas voluntarias, no aparecían en minutas o registros del lugar.
Llegaba temprano, elevado sobre sus zancos de madera, los cuales aprendió a dominar tras muchos días de largas caminatas de práctica, desde su casa hasta el Bosque, en las cuales jamás faltaron las caídas y los aporriones. Su maestro fue un mimo zanquero del que no recuerda el nombre, pero que todos los sábados se aparecía en el Bosque de la Independencia vestido de esmoquin y maquillado como Charles Chaplin. Nunca hablaba, solamente caminaba y repartía cofio y minisigüí.
El Gordo llegaba hasta el Bosque y se ubicaba en un espacio abierto con un costal al hombro, en el que transportaba tres siluetas de cartulina que representaban el diablo, el sol y la luna, además de tela tan larga como sus zancos, repleta de orificios, que le servía para construir una inmensa oruga, a la manera de esos dragones de papel que suelen usarse en las fiestas chinas.
Disfrazado e inmerso en su papel de alegre Nosferatu, el zancudo Luis Fernando comenzaba a narrar la historia de la enamorada, del mago arcoíris y del sol requetesón, y contaba y cantaba al mismo tiempo sobre las alas que les salían a los niños y a las mariposas, y luego llamaba a un voluntario para que fuera la cabeza de la oruga, y luego los niños llenaban el resto del cuerpo de la larva lepidóptera, y al unísono cantaban y marchaban, contagiados por la imaginación de ese hechicero alargado y pintorreteado.
“El sol requetesón y la oruga enamorada”, cantaba Luis Fernando y la gente comenzaba a aplaudir, y entonces el mundo parecía no ser tan malo después de todo, y por algún motivo la hediondez de Moravia se desvanecía en el cálido aroma de las hojas y las flores de ese bosque encantado.
Esa obra le valió ganarse el premio de lúdica en Basarte, en 1987, el mismo año en que murió Darío Lemos, el poeta nadaísta que, cuando el sol se iba y le daba paso a la oscuridad y el silencio, solía salir a aullarle a la luna y a coscorronear transeúntes.
Teatrero y poeta se conocieron en las librerías del Centro de Medellín, mundo en el que Luis Fernando se ganó el sustento durante muchos años debido a que Anita, su madre, le sugirió trabajar para un judío rico que había fundado la librería Avi Lerner para que su hija la administrara.
“Un día el judío le dijo a mi madre: ‘Anita, prestame a tu hijo para que trabaje y acompañe a mi hija’, y mamá le dijo que sí. Yo tenía catorce años”, cuenta el Gordo, quien después trabajó para Oveja Negra, Ágora, la Nueva, la Científica y la Continental.
Trabajaba de día y estudiaba de noche, y en los entremeses leía y hacía teatro. Fueron diez años en esa esclavizante dinámica, en medio de los cuales conoció a Norelia Vanegas, su esposa. Tenían dieciocho años cuando se hicieron novios y diecinueve cuando se casaron. Además de su matrimonio, las librerías le dejaron sabiduría y un dolor de espalda por el arduo trabajo y el constante estrés.
Lemos era un cliente frecuente de esas librerías, y el Gordo, a quien el teatro había tornado hablantinoso, se hizo su amigo. Estaba un poco loco el nadaísta, pero compaginaba muy bien con el zanquero, gobernado por una locura distinta, más mundana. Ambos, en todo caso, eran bucólicos.
“Me relacioné con el partido comunista y gente de otras izquierdas, con artistas, poetas, escritores y periodistas de la época. Y leía, leía mucho todos los días”, afirma el Gordo, quien, tras esa larga pasantía entre anaqueles y tomos de las más variopintas sabidurías, siguió con el teatro y con sus zancos.
Diríase que Luis Fernando se cansó de ver el mundo a través de un mostrador y a ras de suelo. Y por eso volvió a encaramarse en sus piernas de palo, para recuperar el aire limpio y volver a ver a la gente pequeñita, como si fueran niños desgranados en un jardín sin maestros, sin guías.
Ya era un artista conocido y sus actos no se reducían a las mangas del Bosque de la Independencia. Caminaba por toda la ciudad, sobre todo por la comuna nororiental, y se enfrentaba a la guerra y a la muerte desde sus fábulas y sus canciones. Por eso el Cartel de Medellín le tomó inquina, y comenzó a arrinconarlo para infundirle miedo.
Y es que el miedo se había expandido por toda la ciudad, dejando a los niños y a los jóvenes sin parques, sin canchas, porque todos esos espacios eran “oficinas” de sicarios y ladrones, de los pupilos de Pablo.
Las noches también estaban prohibidas y hasta la forma de vestirse y de caminar eran examinadas con estricto rigor por los “calientes”. Medellín era una ciudad tomada, encarcelada.
Luis Fernando, quien al igual que Pablo tenía su respectivo grupo de aprendices, se rebeló contra ese yugo y comenzó a rondar las noches, como Lemos, pero no para espantar transeúntes sino más bien para atraerlos, para motivarlos con su arte a salir a la calle y a inundar de alegría los parques y las canchas.
“A Pablo Escobar lo enfrenté desde el arte, lo combatí. Cuando me casé, me fui a vivir a Manrique. En algún momento, debido a mi oficio de teatrero, me fui para Bogotá cuatro años. Cuando volví la ciudad estaba muy caliente. Mis hijos estaban metidos bajo las camas. No se podía salir por la noche, no se podía ir a las canchas y Pablo estaba matando a todo el mundo, entonces me inventé un cuento. Me puse zancos, me disfracé y salí a recoger niños. Les decía: ‘Muchachos, ¿ustedes quieren ir a jugar a la cancha de El Raizal? Pues vamos’. Y éramos por la calle haciendo como un tren: chucu cuchucu, e involucré a todo el mundo. Rescatamos la cancha y a los niños, y los vecinos y hasta los buseros me ayudaban. Nos tomamos el barrio con recreo-teatro, pero la cosa siguió caliente y me tocó llamar a otros teatreros para que me ayudaran”, relata el Gordo.
En una de esas temerarias noches se les ocurrió subir hasta Puerto Arturo, un deprimido sector en lo alto de Santo Domingo Savio. Era un lugar donde solían reunirse los sicarios de Escobar, para entrenar motociclismo o practicar con las armas de fuego. Y hasta allá llegó el Gordo con un gusano de trapo de dos metros y con sus zancos y con sus muñecos, y empezó a llamar a los pillos y les enseñó a montar en zancos, y les hizo sancocho y les contó fábulas. Semanas después, unos doce de esos muchachos se escurrieron del Cartel y se unieron a la comparsa callejera de Luis Fernando, y eso disgustó mucho al capo.
“Cuando Pablo me quería matar, me tocó esconderme cuatro años en el ranchito de Lemos en Santa Elena, y salía a los barrios al escondido. Allá teníamos pelaos escondidos, y les dábamos soya, avena, banano y jugo de guayaba. Eso era lo único que teníamos. El arriendo mensual me costaba trece mil pesos, entonces salíamos en la madrugada, con muñecos, y al escondido hacíamos cosas para obtener la plata, y otra vez corríamos a refugiarnos en esa casa, que estaba al lado de una quebrada”, recuerda Luis Fernando.
Ese recreo-teatro, como lo llamaban, fue la semilla de lo que luego sería Barrio Comparsa, corporación fundada en los primeros días de marzo de 1991, por Luis Fernando y algunos de sus más entrañables amigos: Julia Victoria Escobar, Rogelio Castaño, Gonzalo Giraldo y Rocío Rojas, entre otros.
Barrio Comparsa agrupó a 56 organizaciones artísticas barriales. Se fundó para recuperar los espacios culturales que no eran reconocidos debido a la violencia que había en Medellín. Se fundó como resistencia frente a la muerte.
Entre el 4 y el 14 de marzo de ese 1991, esta iniciativa se tomó las calles de Medellín desde Santo Domingo y hasta Villa Hermosa, con juegos, disfraces, serpentinas, zancos, mimos, muñecos, payasos, cantos y narraciones extraordinarias. Lograron establecer un diálogo comunitario por la vida, y de a poco fueron envalentonando a los ciudadanos, quienes de nuevo volvieron a la calle, a los espacios que les habían robado.
Barrio Comparsa desfiló por toda Latinoamérica y nunca faltó al Festival Iberoamericano de Teatro. Decenas de jóvenes de todas las comunas recibieron ese aire liberador y escaparon de la guerra de los narcos. Jóvenes que lograron, gracias al arte, traspasar las fronteras de sus barrios, de la ciudad, y volar hacia otros mundos disfrazados de saltimbanquis y a lomo de coloridos gusanos de trapos.
Y toda esa historia, tan lejana en el tiempo, aún se sigue escribiendo, aunque tras bambalinas. El Gordo, con sus piernas maradonianas de tanto subirse a los zancos, se ha hecho viejo y achacoso. La muerte lo viene persiguiendo desde los tiempos de Pablo, y a veces le susurra sus letanías al oído.
La diabetes, el dolor en los huesos, las caídas y ahora el covid, lo han tentado con el otro mundo, pero él no quiere marcharse todavía. Le queda una misión, y no es otra que volver a hacer de Barrio Comparsa una revolución de la alegría.
Confinado en la otrora casa de los Bedout, en el barrio Prado, el Gordo se la pasa rumiando en los archivos, organizando fotos, videos y documentos para salvar el legado de su arte. Hace poco inauguró el museo de Barrio Comparsa, y ahora pretende crear el Ritual de la Alegría para la ciudad, una catarsis pospandemia para levantarles el ánimo a los ciudadanos.
Esa es su manera de celebrar el aniversario treinta de Barrio Comparsa, y la manera de celebrarse a sí mismo, reconciliándose con su historia, con su pasado y, sobre todo, con su angustioso presente.
Es que el Gordo, hijo de una costurera y de un carpintero, jamás ha tenido dinero. Trabajó durante años para la Alcaldía, y su pago fue la casona de los Bedout, en comodato, pero él no sabe otra cosa que hacer teatro, y en estos tiempos el teatro no es el mejor salvavidas, por las restricciones derivadas de la pandemia.
“Yo no puedo ponerme a hacer otra cosa, porque no sé. Yo soy maestro de zancos y de lúdica, y quiero entregar esa memoria. Yo soy como la caja negra de un avión que se estrelló, pero por dentro tiene un montón de secretos bellos. Tengo miles de fotografías, cientos de videos sobre los desfiles, el Iberoamericano, los festivales de teatro, los desfiles de silleteros. Es un archivo gigante y nadie sabe que existe. Es un archivo de la otra ciudad, de la que se resiste, la ciudad de la alegría”, cuenta el teatrero.
El Gordo García está en quiebra. A veces no tiene ni para comer y las cuentas se acumulan al pie de la puerta. Antes de la pandemia tenía a 38 estudiantes de teatro, pero ahora permanece solo casi todo el día. Uno de sus hijos, Juan Fernando García Vanegas, más conocido como Juanito Trucupei, fundador de la orquesta Siguarajazz, es quien más lo visita, pues los demás (Catalina, Sebastián y Albert, también artistas) viven muy lejos.
Agotado por la diabetes y las alucinaciones, el Gordo se la pasa en la soledad de su casona, junto a Coco, su gato, sentado en una de las bancas del patio trasero, allí donde el sol cae en girones y sus destellos reverdecen las hojas de los mandarinos. Se la pasa escribiendo, repasando sus documentos y recordando ese jacarandoso pasado, de cuando veía el mundo desde la altura de sus zancos, como un gigante bonachón explorando tierras liliputienses. Y él, que siempre ha sido alegre y festivo, no quiere pasar sus días finales como un payaso triste y sin maquillaje, guardado en una repisa como sus antiguos muñecos. No, quiere salir, quiere volver a las calles y retomar su teatro, rozando las nubes arriba de sus zancos y jugando a la oruga enamorada y al sol requetesón.
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