El circo errante y proscrito

Echados de aquí y de allá, los artistas callejeros son unos de los que más han padecido las normas de la cuarentena. Al mismo tiempo, son un ejemplo de persistencia. Malabares del día a día para seguir adelante.

Por Mauricio López Rueda
Fotografías de Juan Fernando Ospina

Con sus pantalones de chaparreras, sus chaquetas de botones brillantes, sus corbatas de moño, sus botas con espuelas y sus sombreros de ala ancha, los mariachis, recostados en la insalubre pared de Caballo Blanco, histórico aparcadero de los espurios charros, y en su momento también de putas y ventajeros, parecen una caricatura anacrónica de un pasado que sigue incólume en las memorias ajadas de generaciones de colombianos que todavía añoran las historias de vaqueros y Juanes Charrasqueados.

Recobran, eso sí, algún ápice de dignidad solo cuando, parados frente al público borracho, inflan sus pechos y entonan esas canciones aguardientosas de Pedro Infante o Vicente Fernández, y entonces, por un instante, uno siente nostalgia de “Allá en el rancho grande” y “Pero sigo siendo el rey”.

Nunca fueron tan errantes, los mariachis, como en estos tiempos de pandemia. Por años han compartido el mismo protocolo de las putas: pararse en una esquina y esperar ser recogidos por algún fulano melancólico o libidinoso, sediento de coito o serenata, porque también la música, como el sexo, es capaz de producir orgasmos inolvidables.

Tan errantes son ahora los mariachis como los vaqueros que evocan con sus vestimentas, aunque no monten caballos ni lleven pistola al cinto. Y a errar deberán acostumbrarse, mientras dure la pandemia.

“Jamás pensamos que algo así iba a pasar. Eso no cabe en la cabeza de nadie. A todos nos sorprendió la pandemia, a todos. Nadie estaba preparado”, dice Marco Aurelio Gutiérrez, director de Mariachi Mi Ciudad, agrupación con más de veinticinco años de trayectoria. “Nosotros llegamos a tocar en festivales y en grandes fiestas. Fuimos a casas de políticos, de famosos y sí, de narcos. Teníamos noches de cinco millones de pesos, de más, pero todo eso ya se fue”, señala este ibaguereño, que llegó a Medellín hace 35 años con la esperanza de hacer parte de una orquesta grande, de época.

“Yo aprendí a tocar la trompeta naturalmente, sin academia, porque allá, en Ibagué, hay muchos músicos, y pensé que en Medellín, donde estaban las mejores disqueras, podía tener una gran oportunidad. Pero nunca logré entrar a una gran orquesta, entonces, con otros rechazados, formé el mariachi”.

No ha sido fácil vivir en la errancia. Tres de los integrantes del grupo, Albeiro, Felipe y Antonio, han tenido que trabajar llevando domicilios en sus motos, de modo que, cuando son requeridos para una serenata en algún edificio de apartamentos o en algún parque o calle, ha sido necesario esperarlos o incluso reemplazarlos.

“No alcanzan a llegar, pero tampoco se les puede reprochar nada. Ellos tienen motos y las están aprovechando. Yo mismo durante la cuarentena tuve que dedicarme a otras cosas para poder sobrevivir”, confiesa el trompetista tolimense, ojeroso y quemado por el sol.

Los motivos para salir a las calles son incontables. La familia, los hijos, los estudios, las cuentas de los servicios y del arriendo. Para los artistas, el encierro obligatorio no era una opción y, aunque temerosos del virus, prefirieron arriesgarse a la calle a quedarse en casa, solos con sus pensamientos, con sus angustias.

Los mariachis no fueron los únicos. En esas calles vacías de los primeros meses de pandemia, meses de encierro obligatorio, de incertidumbre y de zozobra, los primeros que izaron la bandera de la rebeldía fueron los artistas. Bailarines, teatreros, marioneteros, maromeros y, sobre todo, músicos inundaron parques, calles, parqueaderos y malls de toda la ciudad, y entregaron su arte a cambio de dinero, ropa, comida o simples aplausos, porque durante esas fechas aciagas hasta los aplausos salvaron vidas.

La policía los corría y una que otra persona les gritaba desde la seguridad de una ventana entreabierta: “Descarados, irresponsables, van a esparcir el virus”. Pero nada de eso los detuvo, porque las tripas gritaban más fuerte y porque los recibos seguían pasando por debajo de las puertas.

Asomados a las ventanas o desde los balcones, los habitantes de Medellín gozaron, o padecieron, conciertos de chelos y violines, de flautas y tambores; conciertos de rancheras, de reguetones y de porros. Vivieron, sin tener que desplazarse hasta algún escenario, obras de teatro, espectáculos de marionetas, inimitables coreografías e imposibles ejercicios de habilidades físicas o de equilibrio con objetos.

La calle se transformó en un circo, en una feria, y Medellín, de algún modo, fue Macondo.

“Nosotros formamos un grupo de música antillana, caribeña. Lo nombramos Caribe Sound y nos estaba yendo bien. Hacíamos presentaciones en pueblos y en eventos privados, pero eso nos duró muy poquito porque en marzo todo se fue al carajo”, expresa Óscar Vargas, trompetista venezolano que llegó a Colombia en 2018 y que, en 2019, en octubre, conoció a Carmen Cárdenas, saxofonista oriunda de Lorica y estudiante de música en Bellas Artes.

“Le cuento que la vi y quedé flechado. Ella estaba tocando en la plazuela San Ignacio y yo iba pasando, sudoroso, cansado y sin dinero, como todo inmigrante. Entonces me senté a verla y su forma de tocar y su belleza me refrescaron. Me presenté, le conté mi historia y nos hicimos amigos”, cuenta Óscar, a quien le tocó vivir el encierro obligatorio en un inquilinato.

Durante la cuarentena, Carmen y Óscar chateaban todos los días y se contaban las mutuas vivencias. Él le hablaba del hambre de sus compatriotas, del hacinamiento, y ella de la lejanía de sus padres, del cierre temporal de Caribe Sound. Y así, entre ilusiones y nostalgias, se enamoraron.

“Un día no aguantamos más y empezamos a salir a la calle. Nos parábamos frente a los hoteles, frente a los edificios, y esperábamos que la gente nos tirara algo, o nos diera algo, porque todo servía. Yo recibía alimentos, ropa, que luego podía canjear por plata”, acepta Óscar.

Más acostumbrado al rebusque, aunque no a la calle, Efraín Blandón, reconocido bailarín de salsa, tuvo que pedir ayuda a través de las redes sociales y dedicarse a bordar tapabocas junto a su hija para poder sobrevivir.

Más conocido como Mi Sangre o El títere salsero, Efraín dependía de los bares para ganarse la vida, y desde marzo todas esas puertas se cerraron. Chocoano de nacimiento y bailarín desde que tenía doce años, Efraín se vio abandonado, perdido en una ciudad fantasma, sin saber qué hacer o para dónde coger.

A punto estuvieron de echarlo de su vivienda, por no pagar el arriendo, pero lo peor era el hambre, la suya y la de su hija.

“Vivo del baile, no sé hacer nada más. Bailo en los bares desde 1975, cuando existían el Aristi, El Diferente y Brisas de Costa Rica. Ya no es tan bueno el negocio, pues los bares de salsa se han ido extinguiendo, la pandemia acabó con todo”, se duele el hombre, quien incluye dos títeres en sus shows: el Cubanito y Negra Candela.

“Los fabriqué yo mismo, en los años ochenta, y siempre me han acompañado. En la cuarentena, cuando todo se puso mal, me vi tentado a subastarlos, pero mi hija, Cathia Milena, me hizo desistir. Ahí sigo con ellos, son mis compañeros en las buenas y en las malas”, sonríe Efraín, quien para colmo se contagió de coronavirus, por allá en el mes de agosto, y tuvo que curarse por cuenta propia.

Otra bailarina que tuvo que olvidarse de los grandes salones y someterse a la implacable ley de la calle es Claudia Mora Gaviria, una hermosa mujer que aprendió el arte de la danza en el barrio Belén Las Violetas, en el grupo Rapsodia Negra.

“Traté de ser muy correcta con la cuarentena y no quise salir, pero es que había que pagar las cuentas de alguna forma. Primero, me conseguí un bolsito de Rappi y empecé a vender anchetas a domicilio. Iba con mi tapabocas y con jabón y alcohol a donde me llamaban, pero luego me rebelé y vi que la única forma de resistencia era la calle. Entonces, con otros bailarines, comencé a pararme en los semáforos y en las entradas de los edificios”, dice Claudia, exintegrante del Ballet Folclórico de Envigado y fundadora de la academia Multidanza, grupo de folclor colombiano.

“No todos los artistas recibimos ayudas y por eso a muchos nos tocó romper la cuarentena. Sé que eso puede ser mal visto, pero no podíamos morirnos de hambre o arriesgarnos a ser echados de nuestras casas”.

Hasta 2019, la vida de Claudia era de novela. Con sus obras Nos vamos pa Coveñas, Colombia, del amor y otras parrandas, y Moanas, viajó por todo el país e incluso visitó Panamá y Venezuela. Sus hijos, Lizeth y Alejandro, vivían orgullosos de ella porque, además, Claudia se convirtió en docente de danzas de un grupo de niños con discapacidad cognitiva, y de la Corporación Cultural Macondo.

Trabajaba día y noche y, aunque no era para volverse rica, le alcanzaba para convocar a otros artistas para que hicieran parte de sus presentaciones. Les ayudó a muchos grupos y bailarines individuales, pero, entonces, la pandemia.

“Nos tocó pedir permiso en varios lugares de Medellín y Envigado para bailar en parques y calles. También bailamos en muchas partes sin ningún permiso. La gente apoyaba, aplaudía y cuando llegaba la policía pedían que nos dejaran tranquilos”.

Pero Claudia también aprovechó otro escenario, el virtual, y con sus grupos y amigos organizó dos festivales internacionales de danza, uno con adultos y otro con niños. En los dos eventos se presentaron más de cincuenta personas de países como México, Venezuela, Perú, Honduras, Costa Rica, Argentina, Panamá y Colombia. Ambos fueron en el mes de mayo y ambos fueron muy exitosos.

“Presenté los festivales con mi personaje artístico, Virgelina, y debo decir que salieron bien, aunque tocó aprender de redes y de tecnología a la brava, porque la verdad todos éramos muy brutos para eso. Tanto, que la señal del Instagram Live se nos caía cada rato y teníamos que volver a activarla”, recuerda la bailarina, cuyas esperanzas en 2021 son inmensas.

“El arte nos salvó y nos seguirá salvando, porque el arte siempre será resistencia”.

La calle, en cambio, no fue una opción fácil para la Orquesta Atril, conformada por personas con discapacidad visual. Luis Fernando Arias, fundador del grupo, es ciego de nacimiento y timbalero por vocación. Cuenta que aunque las necesidades apremiaban decidirse a tocar en la calle era complicado, sobre todo para ellos.

“Por un lado no queríamos romper la ley, y menos con un virus tan peligroso, y por otro lado el hecho de ser todos ciegos nos hacía pensar en los ladrones, en los malandros”.

A pesar de todas esas prevenciones, dos de los integrantes de Atril se atrevieron a callejear un par de meses y con lo que reunieron apoyaron a los demás.

“Es que mire: dos de los del grupo tienen pensión y a algunos nos llegó la ayuda del gobierno, los 160 mil pesos. Pero eso no alcanza para sobrevivir. Entonces, Ana Joaquina Ramírez, bajista, y Giuliano Gómez, conguero, salieron a las calles y ganaron algún dinero y lo repartieron con los más necesitados. Ellos cuentan que les fue bien y que en muchas ocasiones la policía les ayudó, los cuidó, pero que no quedaron con ganas de volver a salir”, narra Luis Fernando.

A quienes no les fue tan bien con la policía fue a los integrantes de Samurais Veloces, grupo de break dance conformado por ciudadanos venezolanos, panameños y colombianos.

“Nosotros los fundadores llegamos huyendo de Venezuela, pero nuestra intención era montar un estudio, un lugar de ensayos y vendernos a través de las redes sociales. Pero nos tocó hacer street shows para autofinanciarnos. Entonces nos tomó por sorpresa la pandemia y tuvimos que hacerle el quiebre a la ley, correrle a la policía”, cuenta Gabriel Arocha, director del grupo, y quien se hace llamar Bboy Shady.

“Y te cuento otra cosa, no solo a la policía había que correrle, también a los malos. La gente no sabe, pero grupos de Enciso y Caicedo están matando a muchos venezolanos. No podíamos bailar por Boston o Buenos Aires porque nos perseguían. Fue difícil, pero más difícil era llegar al inquilinato y no tener qué comer”, denuncia Gabriel, quien se presentó, junto a sus catorce compañeros, en Sabaneta, El Poblado y Laureles.

Los Samurais Veloces bailan con tapabocas, a pesar del ahogamiento que eso produce. Y también, al recibir las “limosnas”, les brindan alcohol a los contribuyentes. Sin embargo, nada de eso ha impedido que los persigan como si fueran delincuentes.

Y es que la calle no ha sido fácil para ningún artista. La mayoría de ellos, más que una rebeldía frente a la pandemia, lo único que buscan es seguir adelante, mantener vivos sus sueños. En eso anda, por ejemplo, Cristian David Rodríguez, un bogotano marionetero y músico que desde hace cinco años viene tratando de salir adelante con sus presentaciones, en las que además de marionetas exhibe su handpan, un instrumento original de Suiza, el cual le ha permitido conocer el mundo.

“Me presenté con mis marionetas hasta marzo. Me iba muy bien, pero desde que comenzó el encierro me tocó salir a la calle a tocar el handpan, que se puede escuchar y apreciar mejor”.

Con todo, no le ha ido bien en la calle, asegura Cristian, quien ha pensado devolverse para Bogotá y reiniciar su vida. También ha pensado reiniciarse Carlos Andrés Úsuga, pianista oriundo de Cañasgordas, quien llegó a Medellín en octubre del año pasado, esperanzado en obtener un cupo en la Universidad de Antioquia, pero se quedó varado al inicio de la pandemia, por lo que se vio obligado a salir a las calles, con un piano de viento y una mochila con algo de comer y un tarro con agua.

Cristian es otro integrante de esa comparsa inconmensurable que deambula por las calles de la ciudad, de las ciudades. Un circo andariego como aquel de gitanos que visitaba Macondo, y que enardeció, de una vez por todas, la exuberante imaginación de José Arcadio Buendía. También nosotros, como el soñador esposo de Úrsula Iguarán, deberíamos maravillarnos, como niños que por primera vez ven el mar, o las golondrinas, ante el desparpajo artístico de esos gitanos modernos. Solo así, quizás, podamos encontrar el resquicio que nos permita ver la libertad, esa que fue a acurrucarse, quién sabe adónde, a raíz de la pandemia.

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