Por Eliana Castro Gaviria
Todo esto eran mangas, y ahora son huertas.
Algunas se extienden en las laderas, ocupan los últimos solares; otras están confinadas en parqueaderos o arrumadas en balcones o patios. En Medellín, receptáculo continuo de desterrados, muchos siembran porque les recuerda la finca en la que crecieron y aprendieron las primeras lecciones de vida, porque necesitan sanar un dolor o conservar un saber ancestral. “La relación con la tierra va más allá de un asunto utilitario”, dice Paula Restrepo, periodista e integrante de la Red de Huerteros de Medellín. Se siembra para comer, sí, pero detrás de ese fruto, de una flor nueva, hay parcelas que crecen al lado de escombreras y son labradas por madres que perdieron a sus hijos, estudiantes y profesores universitarios que luchan contra el monopolio de las semillas, reincorporados y desplazados que rescatan basureros; huertas que son cocinas, tertuliaderos, aulas ambientales. Y si bien la práctica de sembrar atraviesa generaciones enteras, el discurso que hay detrás es más reciente. A través de ellas se empieza a hablar de comer de una forma distinta, de pensar en el comercio justo, en la defensa de la tierra y en el ejercicio mismo de sembrar para darse cuenta de lo difícil que es cosechar.
“Pero si queremos que el discurso sea más potente es importante que las huertas produzcan”, dice Cristina Sandoval, historiadora y huertera de la Red. Aunque una huerta urbana nazca en cualquier terraza, reclamará tiempo, materiales y tarde que temprano más espacio. Por eso las huertas abandonan la discreción de los balcones, la intimidad del pasatiempo, y se instalan en universidades, casas culturales, incluso museos. La particular la simbiosis con estos últimos es generosa: los museos salen de sus esquinas y las huertas atraen comunidades nuevas.
En esta historia, tres museos de Medellín regresan a las canchas a través del milenario ejercicio de la siembra.
Las agricultoras del Museo de Antioquia
Es el primer martes de diciembre, nueve de la mañana, y en el radiecito negro de Adela Villa —actriz, bailarina, nacida en Ebéjico— suenan los clásicos de una parranda: “Yo vivo allí en el Picacho / Ay, por debajo del morro”. Adela se cambia unas baletas azules, elegantes, por unos tenis viejos, y se pone unos guantes de lana para protegerse de la tierra. A su lado, tres mujeres hacen mismo: se visten con sudaderas más amplias, más viejas, y protegen sus zapatos amarrándose unas bolsas blancas de supermercado. Adela estira los brazos y mueve la cadera: “En este mes de parranda / Por última vez yo quiero / Sacarle jugo a la vida / Por si mañana me muero”. Se reparten las labores: Carmen —la mayor, setenta años, nacida en San Vicente— y Gloria —la menor, cuarenta años, criada entre Venecia y San Pedro de los Milagros— sembrarán fríjol; Luz Mery —actriz y poeta, nacida en Pensilvania, Caldas— limpiará la maleza y Adela recogerá la tierra que será abonada en las próximas semanas.
Tres años atrás ninguna de ellas creía que esa minúscula esquina del parqueadero del Museo de Antioquia, en pleno Centro de Medellín, uno de los puntos más contaminados de la ciudad, les daría de comer. Las cuatro eran amigas y fueron convocadas por el museo al igual que tinteros, fotógrafos, yerbateros y rebuscadores de la zona. La empresa era quijotesca, pero entrañable: levantar una huerta en compañía de tres artistas y cobijadas por una residencia artística. “Ya nosotras éramos artistas del Museo”, dice Adela. Esa esquina se les convirtió rápidamente en un refugio. Se reunían y compartían historias. Muchas fueron criadas en pueblos cafeteros y pasaron la infancia entre los granitos rojos y verdes; todas salieron huyendo con sus familias, amenazadas o buscando un futuro mejor. Resultaron unas “agriculturas las hijueperras”. Sembraron café, plátano, maíz y fríjol, porque entre esos cultivos fueron felices. También lechuga, repollo, cilantro y cebolla que nace en cualquier parte. “En ese parqueadero sembramos de todo, y todo nos crecía. Hasta sacamos maíz pira e hicimos crispetas”, recuerda Cristina Sandoval, una de las artistas que acompañó la residencia. Hicieron exposiciones, escribieron una cartilla con sus secretos de labranza, consiguieron un incentivo económico para pagar su trabajo y, sobre todo, comieron. Hasta que llegó la pandemia y las retiró durante nueve largos meses de su pedacito de tierra.
Al regreso encontraron un par de pencas de sábila, un limoncillo, una piña llena de polvo, algunas cebollas y montones de maleza. Llegaron justo para recoger la segunda cosecha de yucas en el año. Dicen que todo lo que sacan sabe diferente, fresco, blanditico. Esta mañana, mientras Adela destruye las cuevas de las ratas, Gloria reparte los fríjoles y recuerda la recomendación que una vez un médico le dio a su hermano después de que al muchacho presenciara la muerte de dos pelados: váyase, busque el campo. “Y es verdad: el campo tiene una energía que sana”. En este puntico, la sensación es extraña: no hay tráfico, no hay tiempo, no hay deudas. Carmen no puede evitar escanear a los visitantes y recomendarles una bebida milagrosa: la penca para limpiar el corazón, la ruda para los dolores de estómago y el borrachero para la artritis.
Antes de las once, toman un descanso. Adela saca varias bolsas de pan y las reparte. “Vengan a comérsele el pan a Adela”, grita Gloria y provoca las carcajadas de todas. Solo ellas, las Guerreras del Centro, se quedaron. Según la FAO las mujeres son la fuerza motriz de la agricultura en países como Colombia, Ecuador y Bolivia. Vuelven a la tierra y alrededor de las eras de fríjol siembran un par de lenguas de suegra, bien filosas, que espantarán los insectos. También clavan algunas estacas para señalar que la era ya está sembrada. A falta de palas y azadones utilizan otros palos para desyerbar. “Ahora no se dice innovar sino reinventarse”, dice Carmen. En los próximos días llegarán las herramientas y las hortalizas que cultivarán en estos días. Esperan tener lechuga y fríjol muy pronto, también recoger un par de racimos de plátano. Sueñan con la idea de trabajar con más mujeres. A las doce en punto, envueltas en sudor, terminan la jornada. “Hoy ya no me queda espalda sino pa bailar”, concluye Adela.
Los vecinos de Pedro Nel Gómez
Por donde usted camine en Aranjuez, observará jardines suspendidos en los balcones. Se dice que Manuel J. Álvarez soñaba con que el barrio fuera un jardín y por eso lo atravesó de ceibas y guayacanes amarillos. A una de estas lomas llegó Pedro Nel Gómez —ingeniero y muralista, nacido en Anorí— después de vivir un tiempo en Florencia, Italia. La leyenda dice que a Gómez y a Giuliana, su esposa italiana, les parecía que Aranjuez tenía una vista similar a la de las afueras de Florencia. El maestro proyectó milimétricamente los jardines de la que sería su última morada, y acompañó la siembra de algarrobos sagrados, cedros, aguacates, mangos, corozos y nísperos. Otra de las leyendas, ya se sabe, es que sus primeros discípulos en Aranjuez fueron esos niños que entraban a robar sus frutas y terminaban pintando en sus talleres.
Revisando fotografías, pinturas y cartas, algunos miembros del equipo de la casa museo descubrieron el amor del maestro por sus jardines y se preguntaron por la suerte de ellos. Si bien los hijos y posteriormente los discípulos protegieron su colección pictórica, los árboles no tuvieron la misma suerte. Ese ejercicio de memoria los llevó a reforestar con más de cien árboles los cerca de seis mil metros cuadrados del museo. Plantaron los clásicos aguacates, mangos, guayacanes, limones y naranjas, y otros caramelos escasos en la flora medellinense como zapotes, nueces, peras de agua y un mazapán del Amazonas. La casa recuperó ligeramente la imagen de esos años de fincas y quebradas, y por eso pensaron que el paso lógico era construir una huerta comunitaria.
“Esta huerta es un laboratorio de aprendizaje. La obra de Pedro Nel Gómez tiene valores que evocan la conservación de los bosques y los ríos, las mismas huertas y el trabajo del campo, y eso nos da libertad de movimiento para ofrecerle este espacio a la comunidad”, dice Carlos Tobón, coordinador educativo. Aunque intentaron recuperar algunas jardineras en los alrededores sembrando plantas aromáticas, el revolcón de la pandemia fue el golpe definitivo para asestar la huerta en el parqueadero y evocar con ella las tradicionales huertas caseras, las que los abuelos tenían en los solares, de donde cogían el cilantro y hacían la sopa. “Lo que más necesitamos entender en este momento es que es bueno hacer alianzas y crear juntos. Que la tierra puede ser de todos”.
Esta tarde de viernes, acompañados por José Tobón, técnico en producción agrícola, los huerteros siembran las primeras camas de albahaca, cilantro y acelgas. Lo hacen en unas estructuras metálicas porque la tierra amarilla, llena de maleza e insectos del museo no está lista para dar vida. El grupo es tan disímil como este barrio: hay una pareja inseparable de ancianos que anotan en un cuaderno cada respuesta del tallerista; jubiladas como Amanda o amas de casa como Patricia, una costeña que relaciona cada hortaliza con un platillo de su tierra; un quinceañero silencioso y una veinteañera para quien “sembrar es ver crecer una parte de sí mismo”. Aprenden, por ahora, lo más básico: cómo conservar semillas en frascos de vidrio, cómo reconocer que una tierra tiene suficiente plasticidad, cómo hacer control de plagas con agua y jabón.
—Profe, ¿es bobada guardar las semillas de lo que uno compra en la legumbrera? —pregunta una de las asistentes.
—Bobada no, pero usted no sabe de dónde viene esa semilla. Ni el clima ni la tierra donde se sembró ni las modificaciones genéticas que le hicieron para que no germine. No siembren una. Echen varias y esperen a ver cuál germina. Estén atentos, y si alguna les germina empiecen a sacarle jugo, así se van liberando de los supermercados. Guarden esa información, no la boten; eso es conocimiento.
Dos semanas más tarde, inaugurarán la huerta. Será lo más parecido a una fiesta en muchos días. Invitarán a vecinos y a los huerteros de otros museos. Habrá música. Dedicarán algunos minutos a la meditación y le agradecerán a la tierra por los frutos recibidos. Un estudiante de botánica charlará con ellos acerca de los mitos de las plantas y les recomendará descansar de sus bebidas cada dos semanas para no lastimar el hígado. “Nada es veneno, pero todo puede ser veneno. Todo depende de la dosis”. Al final de la tarde, los huerteros sembrarán lechugas, y algún romántico dirá: “Las huerteras no solo siembran comida sino sueños”.
Sembrar es un camino incierto, desinteresado. Manuel J. Álvarez sembró cantidades de guayacanes y de ceibas que no alcanzó a ver crecer, y que todavía viven.
Las otras vidas de Otraparte
Hay lugares que son como fieras, y pasan la vida entera defendiéndose; aunque son magníficas postales, cualquiera sabe que detrás de esa belleza apacible guardan colmillos. No son lugares fáciles de habitar. Mucho menos de deshabitar. En el último siglo, Otraparte lleva a cuestas cuando menos tres vidas: la de una huerta, la de una finca y la de un museo.
Es una mañana de sábado y la Avenida Fernando González, en Envigado, no deja de zumbar. Sentados en los corredores de esta casona de estilo vasco, quince vecinos están listos para iniciar un recorrido por los jardines. Clara Robledo, tallerista del laboratorio botánico Savia, les recuerda: “La idea es despertar esa sensibilidad innata que hay en nosotros de cuidar otro ser vivo. Todos estamos capacitados para entablar una relación con otro ser vivo, por eso tenemos mascotas”. “¡Hijos!”, grita una mujer. “Esas son relaciones que se construyen, incluso con los hijos. Y con las plantas también nos pasa —agrega Clara—. Tenemos con ellas una relación intrínseca por la respiración, pero a la hora de cuidarlas hay que entenderlas, leerles los síntomas”. Antes de que empiece la expedición, Juan Carlos Posada, gerente de la Corporación Otraparte, les advertirá: “Aquí vivió un alemán”.
El alemán no tiene nombre. Pudo llamarse Ferdinand o Bernhardt. Se sabe que huyó de su país en los años veinte y que llegó a Envigado subiendo desde Paraguay; se intuye que algún pecado guardaba. El alemán era agricultor y cultivaba en unas eras alemanas, milimétricas; al parecer tenía buena mano, porque frecuentemente vendía lechugas y tomates en la Plaza de Cisneros. Pronto los vecinos bautizaron la finca como La huerta del alemán, incluso después de la muerte del europeo que terminó debajo de su camión en lo que hoy es el deprimido de La Aguacatala. La finca entró en un proceso de remate, y unos años más tarde Fernando González y Margarita Restrepo la compraron con los ahorros de cónsul de él y una herencia de ella. Allí, en el cuidado de su jardín y de sus vacas, en la promulgación de una vida simple, González encontró el secreto de la eterna juventud.
Durante la expedición, los visitantes reconocen los árboles mayores: las ceibas traídas de Dabeiba, que nunca alcanzarán su tamaño real, pero que tan bien se adaptan en el clima de Medellín; los fotogénicos guayacanes amarillos; los cedros pálidos, tan escasos; los algarrobos patrimoniales; las palmas y los mangos que alimentan a las ardillas. Luego están las plantas menores, digamos, las bromelias, los curazaos y los helechos que tapizan estos caminos. Las plantas son el mejor ejemplo de convivencia. A ellas les viene mejor el aire filtrado por todas que por una sola. Las hojas secas de una son el abono de otra. A ciencia cierta no habría cómo pagarle una cuenta de servicios a estos ecosistemas: regulan la temperatura, absorben lluvias, controlan la humedad, proveen comida, sombra y oxígeno; pueden ser hasta instrumentos musicales.
Por muchos años, Fernando y Margarita llamaron La huerta del alemán a su propia casa. Solo hasta 1959, cinco años antes de la muerte del filósofo, la bautizaron definitivamente como Otraparte. Hay un pasado latente en esta casa, y también en los asistentes que esta mañana la recorren. Es que Envigado hace cincuenta años era mangas y lagunas, recuerda Ángela, vecina, y todas las casas que entregaba el Instituto de Crédito Territorial tenían un solar. Pero los viejos murieron y la ciudad se llenó de edificios y avenidas. Los hijos del Brujo de Otraparte también vendieron, y ahora sobrevive este jardín exótico, coronado por una fuente, que sirve de atajo para ir a un supermercado o a una clínica. “Queremos recuperar la historia de la huerta, y que esta expedición botánica parta de la visita al museo. Que la gente pase y se quede”, dice Posada.
Antes del mediodía, los asistentes siembran en un par de contenedores con forma de colibrí y caracol. La idea es usar contenedores en forma de animales para homenajear al escritor eterno. Echan una capa de tierra negra, y otra de tierra drenada. Clavan margaritas, enredaderas, besitos. Las arropan de tierra y les cortan las hojas secas. Se toman fotos, intercambian números. Quieren llamarse y salir en las próximas marchas del Túnel verde. “Cultive en su casa: es una terapia, una manera de alimentarse y de compartir con el vecino”, concluye Ángela.
Cuando todos se van, la vaca paturra vuelve a ser la reina del jardín.
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