Quedarse a medio camino de la mudanza de piel. Vivir la tensión latente entre la dualidad del pasado y el presente, la urbe y el campo, el ruido y el silencio. Pero lo que en apariencia puede ser tan distinto se cruza eventualmente en un mismo punto: la pregunta por la identidad, por quiénes somos, qué queremos y en qué creemos. Aquí, el relato de un citadino que se va a vivir a la montaña y empieza a transformarse al igual que las orugas que invaden su casa.
Por David Eufrasio Guzmán
Ilustración de Alejandra Pérez
Las orugas nos tienen invadidos, se descuelgan de las alturas, avanzan sobre nuestros hombros, aparecen entre las frutas del bodegón, en el baño, en el clóset, estripadas en el piso, cientos, cientos de orugas que dejan sus estelas de seda mientras descienden del techo y se dirigen a no sé dónde. Son negras, delgaditas, con simetrías verdosas en su largura de uno o dos centímetros. Ya nos había advertido un campesino de la vereda cuando llegamos a vivir a la montaña: “No siembren esos dragos que esos dragos se llenan de unas maripositas negras muy fastidiosas y después se arrepienten”.
Pero cómo no los íbamos a sembrar si los habíamos rescatado del borde de la carretera y sabíamos que el drago era un árbol nativo, de hecho al menos dos habían brotado naturalmente gracias a quién sabe qué, porque, ahora que lo pienso, esto aquí era puro potrero, no había flores ni frutos ni pájaros que posibilitaran aquellos ejemplares de drago cuyas hojas ahora son clave para la proliferación del gusano. La idea de conectarnos con el campo tenía que ver con eso precisamente, incluía dejar fluir el entorno, dejar que la tierra que colonizábamos retoñara libre, a su manera, con lo suyo, para nosotros también retoñar como seres renovados, abiertos a los aprendizajes y a las nuevas experiencias que nos propusiera nuestra versión campesina.
Cada tanto pienso en las personas que llegaron a estas frías montañas del noroccidente, en especial en las que se asentaron aquí en esta cara de la montaña, de espaldas al valle de Aburrá, hace apenas unos setenta años. Una de esas personas fue el padre de Leo, el vecino que anunció la plaga de mariposita negra. Cuenta él que aunque esta zona pertenecía a una gran hacienda estaba virgen y durante meses tuvieron que abrir trochas y tumbar selva y árboles para poder traer el ganado y las recuas con los corotos y los materiales de construcción. Más adelante fueron retroexcavadoras para marcar una carretera rústica que se uniera a la única que ya existía y que aún hoy llega al corregimiento de San Félix, incluso con un tramo pavimentado como representación del futuro de ese viejo momento. Tanto esfuerzo de esa gente para facilitar nuestra llegada a un lote que Leo puso en venta porque no quería trabajar más con vacas. Por eso, apropiarse de un descampado, siete décadas después, nos sugería lo contrario de lo que hicieron los colonos antioqueños: sembrar en vez de talar, arborizar en vez de peinar, vivir con las especies de la región en vez de desplazarlas o aniquilarlas. Podría verse como agradecimiento a la tierra que nos acogía o como resarcimiento tardío, así fuera simbólico, pero simplemente eso era lo que nos dictaba el espíritu que trajo el hogar a la montaña.
Siempre me identifiqué con la vida urbana. Nací y crecí en la ciudad. Para mis abuelos, que eran campesinos, cumplir el sueño de establecerse en Medellín después de años de esfuerzos y sacrificios significó mejorar su calidad de vida, más oportunidades para ellos y para sus vástagos, que en ese momento eran cuatro, pero vendrían otros siete. Salieron del campo a mediados del siglo pasado y en un periodo de veinte años pasaron de vivir en un barrio de estratos 1 y 2 a un estrato 6. Unos dirán evolución, otros, superación o destino. Mi mamá, que fue la penúltima hija, vino al mundo cuando ya vivían en la ciudad, aunque en la casa todavía se respiraran aires y costumbres campesinas. El campo está atravesado en nuestra historia. Y pienso estas cosas porque para algunos de mi generación, incluso para mis tíos, funciona al revés: el sueño del que se oye es trabajar duro y ahorrar para luego irse a vivir a un ambiente natural. El mito del retiro soñado. Pero en esta época no hay que esperar para jubilarse, ese otro mito. Ahora, gracias a las pantallas, es factible contemplar ese paraíso, irse a vivir a una finquita, alejado del ruido, del cemento, de la contaminación, del ajetreo y las luces citadinas para buscar esa armonía perdida que llevamos dentro y que tiene que ver con el arroyo limpio y la fuerza de la montaña, con hundir las manos en la tierra. De alguna manera, con nuestro origen.
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No sé en qué momento las orugas se van a convertir en mariposas. Por ahora las veo avanzar de la misma forma en que miden cuartas el índice y el pulgar de una mano. Sus patas son tan diminutas, casi como pelillos, que prefieren arquear el cuerpo formando un rizo una y otra vez en un baile lineal en el que la cola persigue la cabeza sin poderla alcanzar. ¿Para dónde van? ¿Cuántos días más tendremos que convivir con ellas? ¿Cuándo se convierten, pues, en maripositas negras? Confieso, ante la invasión, cansado de esquivar los gusanos colgantes cada vez que salgo a hacer algún trabajo en el lote, cansado de quitarme la seda de la cara, de expulsarlos del escritorio, de mi cuerpo, sujetándolos con cuidado de no estriparlos para que no derramen sus verdosos fluidos, confieso que he pensado en talar los dragos. Y me desconozco. Y me pregunto, ¿por qué descartamos el consejo de Leo sin ni siquiera considerarlo? Tal vez porque algunas veces, para que sea nutritiva, la experiencia debe provenir de lo vivido en carne propia. De los propios experimentos y decisiones. Tampoco queríamos heredar los prejuicios de los nativos. Dejar los dragos y aprender a convivir con las orugas es lo que corresponde, aunque debo aceptar que entre mis dedos ha muerto más de una. Debo admitirlo, el urbanita que vino al campo a tener una relación más respetuosa y equilibrada con la naturaleza ha matado orugas. Ha matado vida.
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A veces pienso qué fue lo que me aburrió de la ciudad y los motivos no dejan de sonar como las simples quejas de un tipo amargado. Y creo que en últimas, mi esposa y yo terminamos viviendo en la montaña por una suma de factores, no tanto por huir tajantemente de la ciudad, aunque sí era un deseo buscar en algún momento una vida sosegada, silvestre, tener una huerta. Y este llegó de pronto con esas fuerzas que mueven el mundo y que tienen que ver con el azar y la suerte: un amigo conoció a Leo y compró sus tierras y luego las dividió. Y nosotros, que veníamos de un intento fallido de radicarnos en Viamao, una zona rural cercana a Porto Alegre, nos subimos en ese tren de la vida adulta: endeudarse, comprar un lote, construir una casa, un tren con un destino final de ensueño, vivir en el campo. También fue la necesidad que tiene todo ser humano de cambio, de moverse, de ampliar sus experiencias y probar cosas nuevas lo que nos llevó finalmente a dar este paso que empezó de tenis y va de botas pantaneras, porque si algo había aquí cuando llegamos eran boñigas y eran pantanos, ingredientes no muy de postre para esa dulce y romantizada idea de la vida paradisiaca en el campo.
Una de las cosas que más me animaba de venir a vivir a la montaña era la ausencia inmediata de vecinos. Paz del otro lado de la pared. No vecinas taconeando a la medianoche, a las cinco a eme, no vecinos cantando en la ducha ni licuando batidos a las seis, no rumbas de 48 horas seguidas, no peleas familiares ni de borrachos. Los primeros días disfrutamos la casa como si fuera una isla imperturbable, sin voces humanas ni amenazas, hasta que hicieron presencia las vacas de don Orlando, que pastan cada quince días en el potrero de enfrente. Aparecieron en estampida por la servidumbre y lo que de golpe fue fascinación por verlas felices de llegar a comer pasto nuevo se convirtió en malestar porque algunas empezaron a engullir los arbusticos que recién habíamos sembrado a lo largo del lindero. Y pese a que había cerca eléctrica, casi nunca funcionaba, por problemas técnicos o negligencia, entonces nos embarcamos en una lucha para proteger los más de cien eugenios que compramos para tener un cerco natural.
Una madrugada sentimos una vaca dentro del lote y salimos a espantarla y estrenamos nuestras voces arrieras. Desde entonces la batalla con ellas ha sido intensa, de aprendizaje, de ensayo y error, y a estas alturas creo que nos comunicamos mejor con ellas que con el dueño. Y creo que esto confirma que donde convivan humanos siempre habrá, dentro de todo lo bueno, conflicto, desacuerdo, egoísmo, no importa si es el propio paraíso. Celebro eso sí que los eugenios están crecidos, algunos un poco menguados de tanta lengua carrasposa al ataque, pero los hemos sabido cuidar con mallas blandas y obstáculos que las vacas respetan a veces. Otras veces entran y despedazan, y si quisieran podrían vivir aquí haciendo daños de distinto tipo. Después de casi ocho años de convivir con ellas, de intentar que gatos intrusos no entren a robar comida o a orinar los cambuches de los nuestros, puedo decir que la lucha contra los animales es una lucha perdida. Al menos en la medida de lo que somos capaces de hacer. Vivir en el campo ha significado ceder, conceder, entender qué es eso de no sentirse superior a otra especie, pero a la vez enfrentarla.
Por eso la idea de talar los dragos me sonó tan contradictoria. Solo muestra el desespero que antecede a una derrota. Tampoco me imagino contratando a alguien con motosierra después del acuerdo que hicimos entre vecinos para bajarle al ruido. El silencio venía en decadencia en este vecindario. Las guadañas, trapeadoras del campo, sonaban y sonaban y es como si el ruido hubiera quedado incrustado en el aire gracias a esa costumbre paisa de estar barriendo hasta las mangas, de mantener todo reluciente, cada rincón del jardín. Sanpic adentro y rastrillo afuera. Los bafles, por su parte, que sacan al sol en la parte baja de la montaña, amplifican para ella la música expulsada, a veces radio, a veces rumba, a veces despecho, siempre Youtube con comerciales incluidos. Y la máquina de ordeño, terrible ronquido una hora por la mañana y una hora por la tarde, que reemplazó en nuestras narices la bucólica imagen del campesino ante la ubre venosa, masajeando los pezones. Es como si los ruidos de la ciudad nos estuvieran mordiendo los talones. Los ruidos y los humores. Y los humos de los carros, que circulan por estos andurriales de pantano y cascajo soltando el peor esmog, veneno de carro sin controles, por no hablar del olor a glifosato que una vez al mes se mezcla con el exquisito aroma de la flor del borrachero.
Entonces, ¿aire limpio, silencio, conexión con la naturaleza? A veces sí, a veces no. Lo irrebatible es que el campo está aquí y la ciudad, lejos. A una hora en carro con tres kilómetros de carretera destapada, un peaje y una vía llena de fallas geológicas y pareysigadores. Y después de unos años, cuando tu identidad neocampesina tiene algo de forma, tu espíritu citadino empieza a sentirse encerrado, aislado, y vos con ganas de meterte a un callejón, a un antro a tomar cerveza, a un circo repentino. Esa identidad que uno construyó como habitante de ciudad pide no ser olvidada, pía como polluelo hambriento, y esa distancia con la ciudad que alguna vez uno necesitó para reencontrarse empieza a verse cada vez más grande, y si se busca un equilibrio entre lo citadino y la versión campesina es una distancia que se convierte en obstáculo. Y quedás en el aire. Porque tenés algo de la ciudad adentro y ya tenés también algo del campo adentro, pero satisfacer ambos espíritus al mismo ritmo resulta costoso en plata y en tiempo.
La vida es irónica. Uno se viene a vivir al campo y la cercanía con la naturaleza y los animales te desarrolla una sensibilidad hacia todo ser vivo para terminar viendo cómo los nativos maltratan, por ejemplo, a las vacas que les dan el sustento. Ver cómo les arrebatan las terneras a sus madres y cómo braman dolorosamente y saber que venden para mortadela y salchicha los terneros. A lo que viene uno es a sufrir, les digo. O la angustia de escuchar el cacareo a deshoras de unos pobres gallos en cautiverio que solo sacan para inyectarles vitaminas en los muslos desplumados y para llevarlos a los ruedos donde pierden un ojo, una espuela o la vida. No es en el campo en donde se evitan las imágenes crueles, pero al menos está el callo que ha dejado la ciudad, porque lo que se ve en la ciudad, en una esquina en el centro o en cualquier calle, tampoco es bonito para el alma. Nuestro mundo tiene mucho de bello, pero también de horrendo. Aquí o allá, cada paraíso tiene sus miserias.
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Mientras escribía este texto las orugas fueron disminuyendo hasta que empecé a encontrarlas deshidratadas a medio camino en algunas paredes o aun colgando de los techos o los árboles. No sé qué especie son exactamente, pero sé que son monófagas, solo comen hoja de drago. Puede ser que en condiciones normales se trate de un estado de pupa previo a convertirse en mariposa negra y por algún motivo el ciclo no pudo cumplirse, tal vez por el calor de este año, que ha sido inusual aquí, o quién sabe, pero me ha hecho pensar en que la tensión que hemos empezado a sentir entre la vida de ciudad y la vida campestre es parte de la metamorfosis que nos propuso la vida. Y pienso que quizá no logremos cumplir la transformación y quedemos como promesas de algo que nunca se supo qué era, o como criaturas que se mueven con igual gusto por el pavimento o por el prado.
De los cinco dragos, tres quedaron pelados como si hubieran soportado un invierno de otras latitudes. Algunas hojas permanecen secas y perforadas, lucen como obras de orfebrería indígena, hojas de oro con finos encajes que dejaron las pequeñas mandíbulas de la oruga. Algunos tramos de seda sobreviven a la lluvia y al viento y poco a poco se rasgan de los brazos del drago. Parecen en una época de soledad e introspección. Muy pronto volverán a florecer y, según Leo, en cualquier momento veremos brotar bromelias en sus ramas rugosas y llenas de líquenes. Le creo. Ya sabemos que es un árbol que acoge vida nueva.
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