Tenemos que conversar

Contar, cuestionar, escuchar con atención: conversar. Ponerse en el lugar del otro. Comprender y ser comprendido. Sea en un parque, en un bus o en una sala de espera. Compartir la palabra con quien tenemos al lado significa confiarle una parte de nosotros mismos. A veces, incluso, implica entregarnos definitivamente para reconocernos.

Por Gloria Estrada
Ilustración de Sr Ok

 

Con el alma en vértigo por la urgencia de sacar de la garganta las palabras en tránsito después de mucha escucha y mucho silencio, con el ánimo de insertarse fresquecita en una conversación ajena cuyos ecos todavía rondaban en el aire, como para que no se fuera a caer o a enfriar, así, apenas se bajaron del bus las dos señoras que venían hablando de su próximo viaje, una mujer a bordo se dirigió sin protocolos ni miramientos a la conocida de las susodichas que continuaba en la ruta:

—Tan bueno pal que puede pasear, eh, Ave María.

—Ah, sí —respondió la otra, reconociéndose interlocutora, pues era la que había estado conversando, desde la avenida Colombia hasta La Alpujarra, con las mujeres que se bajaron para hacer una vuelta en la Oficina de Pasaportes.

—¿Y a usted qué le pasó, no va con ellas?

—¡Nooo, ojalá! Yo tengo que trabajar. Ellas porque tenían unas vacaciones pendientes.

Ambas suspiraron, levemente, quién sabe si por razones diferentes o similares, y tras un vistazo por la ventana, la que había tomado la iniciativa continuó:

—A mí ahorita me toca ir a cuidar a mi suegra, mi marido está buscando trabajo —bajó un poco el tono y ahora sonaba como un telégrafo.

—Ah, así hay muchos ahora… La situación está muy difícil… Bueno, cuándo no, cuándo no ha estado difícil —dijo la otra, compasiva.

—Y el nietecito mío que tuvo un accidente, tiene cuatro años.

—Ay, no, qué pecao, ¿y qué le pasó?

—Se le salió un codo.

—Jummm, y como es de difícil que se estén quietos a esa edad…

—No, si viera, uno le dice que no puede hacer alguna cosa hasta que se alivie y hace caso. Él es lo más de obediente en temas de salud.

Los pitos y motores sobre la avenida San Juan forzaron un pequeño silencio dentro del bus. Lo más diáfano de todo en ese camino fue confirmar cómo esa charla espontánea, improvisada, resultaba también necesaria al menos para una de ellas: contarse, ser escuchada, hablar. Nada puede remplazar las palabras dichas mientras se mira al otro. Mucho menos ese espacio de angustia en el que, en términos generales, se han convertido las redes sociales. En la mayoría de los casos, entrar en sus hilos implica olvidarse de que hay personas tras cada letra escrita y leída. La conversación, en cambio, que se nos da tan bien y tan fácil en espacios como la calle, el bus o la sala de espera, no es el ring ni el campo de batalla que a veces son X (antes Twitter) y Facebook. En las pantallas escasea el sosiego que hay en el encuentro físico, en la posibilidad de mirarse y ver en el otro al ser humano que es, susceptible como todos a la alegría y, por supuesto, a la tragedia.

***

Ya el conductor de la buseta había narrado la aventura de atajos, trancones y demoras de su primer viaje de la mañana. “La entrada a Medellín estaba vuelta un peo”, “en esta ciudad ya no caben los carros”, “el pico y placa no sirve”, “la gente tiene que salir muy temprano para no llegar tarde”. Y, “si no es porque entre nosotros los conductores nos avisamos…” más se demoraban metidos en un taco, estáticos, los motores apagados. La pasajera a su lado había escuchado atenta y había hecho sus propios comentarios. Ella solo va a la ciudad para asistir a citas médicas y a visitar familiares, y como ya sabe que por la mañana es horrible, siempre sale más cerca del mediodía, cuando de todas formas hay tacos a la entrada de los colegios, pero aun así le rinde.

En un giro cualquiera, normal en un recorrido que puede durar hora y media entre San Pedro de los Milagros y Medellín, la conversación se volvió personal, una oportunidad para abandonarse a alguien así sea un desconocido, es decir, confiar, inevitablemente.

—Pues yo fui la que más duró con él —contaba ella, la pasajera en cabina.

—¿Cuánto? —preguntó el conductor.

—Tres meses.

El hombre, con las manos en el volante y su pie derecho probablemente en el freno, apenas movió la cabeza.

—Tres meses horribles. Yo me iba a trabajar y él quedaba en la cama. Volvía de trabajar, cansada, con ganas de comer alguna cosa, y él, en la cama. No había hecho nada en todo el día.

—Un tipo así no sirve —quiero pensar que las palabras del conductor, que podíamos escuchar los doce que íbamos en el vehículo, nos interpelaban al menos a la mayoría.

—La mamá de él ya me había dicho, usted verá, Camilo no sirve para nada. Y yo me metí. Con hijo y todo me puse a vivir con él, se lo metí a Mateo por los ojos, a mi niño. Hasta que Camilo empezó a meter eso a la casa. ¡Imagínese! A Mateo como le gusta le leche Klim y me la desentierra de donde sea… Ahora donde encuentre eso.

Parecía en clave, pero no lo era. Cristalinas como el agua limpia eran la voz y su historia.

—Jummm, menos mal ya lo sacó de su casa, ese man… Ese man no sirve, no sirve —dejó salir el otro—. Uno aguanta lo que sea, pero los hijos…

—Sí, descansé. A Mateo hasta ahora no le gusta el trago ni nada, pero yo me muero donde a mi hijo le pase algo. Yo ya perdí un hijo, no puedo perder otro.

El desahogo es río fluyendo, torrente que arrastra, casi magia, alquimia: transformación de aire en palabras que de alguna forma y en algún sitio querían y requerían salir. Dijo Miguel de Montaigne, el filósofo, que una buena conversación es esa en la que se habla desde la voz propia, sin filtros, y que puede ser un semillero de prosperidad: usarla como espacio para poner a prueba nuestras propias ideas, y, agrego yo, nuestros propios miedos.

***

Existe incluso otro nivel de conversación, superior si se quiere, en la que un individuo cuenta la propia historia para que otros sin interlocución la oigan. Así se hace un relato para sí mismo y establece una especie de diálogo de energías: quien escucha participa con sus sentidos y su empatía, hace un ejercicio quizás inconsciente por ponerse en el lugar del otro y comprender. Una forma de conversa que funciona para que quien hable se salve y quien escuche se conecte: es inevitable que luego quiera ver el rostro, la apariencia y el equipaje de esa voz, y la entienda o la admire, y le desee coraje o sienta compasión. Cuando se refiere a una posible forma de combatir el odio por el otro, la aporofobia por ejemplo, la filósofa Adela Cortina asegura que hay que fomentar la que ella ha llamado hospitalidad cosmopolita, que no es más que una forma de ser solidarios, y eso solo es posible con lo que conocemos, aunque sea un poco, con lo que se conecta con nosotros, con lo que conversa con nosotros.

Por eso cuando empecé a seguir la conversación telefónica de una mujer a bordo de un bus, que me dio la impresión de saberse escuchada por los que con ella viajábamos, y en la que contaba tal vez el hecho más trascendente de su vida hasta ahora, entendí, o quise entender, que también hablaba conmigo, que me estaba relatando su historia, pero también algo estaba diciendo de la mía. Sentí que ella estaba tejiendo las palabras para sí misma y, simultáneamente, se convencía y se deshacía de ellas.

Era fácil intuir que quien estaba al otro lado del teléfono afirmaba, confirmaba y hacía intervenciones y preguntas cortas. De este lado, una joven pegada a la ventanilla del bus sin radio encendida, hablaba con todos nosotros sobre los abismos y las turbulencias de la vida.

—Ayer hizo ocho días que me separé. Hoy hace nueve. Él debe estar asustado porque yo antes a los dos, tres días, ya estaba rogándole, pidiéndole perdón, buscándole el lado. Ah, mija, pero ya no. Ayer estuve a esto de hablarle por WhatsApp pero vea cómo es la vida, yo toda confundida me encontré con una señora toda bonita que me vio llorando en las escalas de la EPS, y me dijo que yo valía mucho. Imagínese, Tatiana. Sin conocerme, que yo valía mucho, que yo tan joven, tan agradable, que iba a salir adelante. (…) Yo no sé pero cuando esa señora me abrazó yo sentí una fuerza. Después de eso fue que yo dije, qué le voy a hablar a ese hijuetantas. (…) Sí, mija. (…) Ah no, es que ese día se las canté todas y él dizque, entonces cómo arreglamos, y yo le dije, usted verá, a bala o a machete. Y apenas se reía. Dizque, así es que me gustan, bien bravas. Pero se le acabó la risita cuando me vio empacando. (…) No, mija, yo feliz, ya llevo ocho, nueve días divorciada, jajaja. Hoy ya puedo decir que estoy feliz. (…) Claro, no le digo pues que mañana voy para donde mi tía en Ovejas, yo llorando en la calle no me voy a quedar.

***

Seguro ya ambos volvían a sus casas. Él abordó el bus en la parada de Ayacucho con la Oriental. Ella, en Suramericana. La mujer, de unos veinticinco años, con chaqueta rompevientos y el cabello recogido, se sentó a su lado. Aquel se veía igual de muchacho, llevaba el pelo corto y un buzo con capucha para la noche de aquel mes en que llovió siempre.

Cuando el bus salpicó a otros que en el andén esperaban, ambos sonrieron, pero enseguida se les notó la pesadumbre y más evidente se hizo su cansancio.

—Eso es estar uno muy de malas —dijo él.

—Es que uno no se puede parar junto a los charcos. Los choferes pasan a toda de pura maldad.

—Algunos, no todos.

—Casi todos —sentenció ella mirando hacia el frente.

—…

—Cuando no es una cosa es la otra… El fenómeno del niño, o la niña, ya uno no sabe.

Un vendedor de confites interrumpió la incipiente charla. Apenas una pausa, se sabe. Esa cosa de hablar no es exclusiva de mayores, parece que faltan generaciones enteras de antioqueños para que perdamos esa montañerada de hablar con extraños, de conversar con ellos como si fuéramos conocidos de toda la vida. Encarnamos la contradicción: lo prevenidos que vivimos con el otro y al mismo tiempo lo dados que somos a abrirnos. ¿Será otra búsqueda para hacernos querer y comprender? En realidad, estamos más programados y mejor equipados para la interacción que para la esquivez.

En algún momento, entre otros y otras que se subían y bajaban del bus, que transitaban a lo largo del pasillo, que se paraban y sentaban, hablaban por teléfono, chateaban, veían videos en sus celulares y, claro, conversaban, la pareja resultó hablando de sí misma.

—A mí me dicen Tiernito… Jajajaja —se reía solo el muchacho.

—¿Quién le dice así?

—Jajajajaja.

—¿Quién le dice así?

—¿Cómo?

—Que quién le dice así.

—La novia, las muchachas, jajajaja.

—Vea… ¿Sí será verdad? A mí quién sabe cómo me dirán. Yo soy más bien porqueriíta.

—Ah, no, eso está mal —pareció triste de verdad el muchacho.

—Nadie sabe lo de nadie. Hay gente que le gusta mucho hablar de los demás y criticar.

—Uno no puede vivir por los demás…

—Eso digo. En mi casa no les gusta que ya dije que yo me voy a operar —aseguró ella, tajante, trayendo a flote lo que estaba sumergido.

—Mmmm, ¿y si después se arrepiente? Después se arrepiente —inseguro primero, muy seguro después.

—¿Y por qué me voy a arrepentir? Yo no quiero tener hijos.

—Después se arrepiente, yo que se lo digo.

—Oigan a este, yo no quiero y me voy a operar.

—Después usted dice, ah qué tan bueno tener, y no puede. O un man llega y que él quiere, ¿entonces qué va a hacer?

—Pues de malas. Yo no quiero.

***

A la 1:43 de la tarde se formaba una fila de veinte personas a la entrada del Edificio La Palencia, en el centro de Medellín. El día, gris, lento y bochornoso, era de aquellos en los que prima sin cumplirse la amenaza de lluvia. A la cola, bordeando el muro y sobre la acera, llegó un hombre.

—¿Abren a las dos, cierto? —preguntó afirmando a la mujer que le precedía.

—Sí.

—Así cualquiera trabaja, tienen dos horas para almorzar.

—Qué le parece, será la única parte donde no atienden a mediodía.

—Yo vine ahorita a las doce cero uno y me dijeron que ya me tocaba volver a las dos. ¿Usted a qué viene?

—A reclamar unos resultados.

—¿De ideología?

—Mmm, sí, de radiología, sí.

—Yo también. De la hija mía que está mal de la rodilla y le hicieron una radiografía, ella está muy impedida pa caminar, estamos pendientes de los resultados a ver qué le hacen, si la operan o qué, pero le tocó hacérsela otra vez porque quedó mal hecha.

—¿Cómo así? ¿Por qué mal hecha?

—La hija mía que es muy nerviosa y como que pa tomarle la radiografía se le subió la tensión, entonces eso, se demoraron pa hacerla y salió mala.

—Ahhh…

—Por eso le tocó volvérsela a hacer. Ojalá que ahora sí salga buena.

—Ojalá, sí, para que al menos sepan qué tiene y la traten.

—¿Qué examen es que va a reclamar usted?

En ese momento el portero del edificio abrió su portón para dejar entrar por tandas a abordar el ascensor. La fila avanzó, se deformó y reformó, se fraccionó y revolvió, y de alguna manera los conversadores volvieron a encontrarse.

—Qué ascensor más demorado… ¡Y viejo! —dijo ella tras hacer contacto nuevamente con el señor.

—Pero más viejo está uno pa subir escalas —aseguró él con una sonrisa que se le salía por los ojos.

Solemos desconfiar en parte porque somos arrogantes, miramos por encima del hombro al otro como diciéndole que es diferente, que ni en la curva de la oreja nos parecemos. Pero no podemos desconfiar de todo, ese es el camino fácil a la exclusión y al odio. Lo que necesitamos es otra cosa. En la fila del banco o en la sala de espera para la cita médica, por poner dos casos, así como en los buses, nos descubrimos más prójimos. El escenario nos pone en las mismas condiciones. No importa de dónde vengas, qué estudiaste o cuál es tu apellido. Somos iguales e igual de vulnerables, estamos esperando, a veces con miedo, otras con incertidumbre, a que otro nos atienda, nos dé una información, un diagnóstico, un saldo o nos aplique una anestesia y nos pase el bisturí. De ahí, de esa comunión, nace la confianza para hablar, exponerse, conversar. Mejor dicho, lo que tenemos en la conversación espontánea es un enorme potencial para fortalecer la confianza, esa que según las encuestas de noticiero escasea tanto entre los colombianos.

***

Se sentó a mi lado en una de las salas donde los pacientes, doblemente pacientes, nos vemos forzados a esperar la llegada de nuestro turno para reclamar un medicamento. Y ahí mismo me dijo:

—¿Está haciendo mucho calor o es que me parece?

—Sí, aunque tampoco tanto… —como la vi resoplar y abanicarse con la mano, pensé en voz alta—: ¿Necesita algo?

Ella dudó o respiró, no supe bien, y luego dijo, como empezando de nuevo:

—Muchacha, ¿usted de pronto tiene una bolsa que me venda?

Muchacha, ella. Si acaso tenía veinte años, de lentes, pelo lacio y cutis lozano. Y una panza, calculé, de unos cinco meses de embarazo.

—¿Una bolsa plástica?

—Sí, es que vomito en cualquier momento.

Estaba buscando entre mis cosas y recordé que un pastel que había comprado me lo echaron en doble bolsa, una de papel y otra de plástico.

—¿Esta le sirve? Siempre está grande…

La agarró con ganas.

—Sí, sí, ¿cuánto le pago?

—No, pues cómo.

—Ah, bueno, muchas gracias.

Alejó su cuerpo en un giro lento y respiró profundo con la cabeza echada hacia atrás. Tan bella la vi. Nos quedamos allí un buen rato, calladas, en una conversación que consistía en compañía. Mientras esperaba rumié por qué había ido a mí con ese pedido. Estábamos rodeadas de tiendas, dos vigilantes, una cafetería… No me moví un buen rato, me descubrí esperando que vomitara o que me necesitara, pero eso no sucedió. Tal vez lo que ella quería, más que abordarme y pedirme una bolsa, era saber que podía contar conmigo.

 

Coda. Aquella tarde de hace muchos años, cuando mi mamá colgó el teléfono le pregunté con quién había estado hablando tanto. Que no sabía, me respondió, que con un señor muy querido que le había contestado. ¿Qué? Pues como lo oía, mija, que había metido el dedo donde no era marcándole a una amiga y que le habían respondido de un banco, del Banco Industrial Colombiano, BIC, para más señas, que por aquel tiempo ocupaba el edificio en pleno cruce de la avenida Colombia con Carabobo. Yo no había escuchado su amena charla, aunque me arrepentí de no haberle contado el tiempo, pero sí oí retazos en los que le habló de sus hijas, del trabajo en el que estaba, del pueblo de donde venía… ¡Pero, ma! Nada, ella había conversado lo más de bueno con el desconocido.

Durante varias semanas mi mamá siguió llamando al “número equivocado” para hablar con el hombre en su lugar de trabajo. Hasta que se citaron, se vieron y dejaron de ser para siempre unos extraños. José Luis fue su segundo esposo, pero eso es labia de otro costal. O no. Los hallazgos felices casi siempre fulguran después de saberse débiles o perdidos, o solos y soñadores, de querer conversar a toda costa. Conversar, que no es más que un intento por converger, tal vez, la mejor estrategia para sobrevivir.

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