En el guion absurdo de esta pandemia, los teatros fueron los primeros en cerrar y los últimos en abrir. El virus y sus normas nos quitaron el escape de las tablas con sus historias y accidentes después de un largo día de trabajo. Ahora, cuando al fin podemos volver, reconfirmamos que este arte solo es posible en la comunión entre actores y público.
Por Eliana Castro Gaviria Fotografías cortesía teatros
I
Lo primero es una advertencia: ir a teatro solo es un sacrilegio. No hay letreros de luces que anuncien el espectáculo ni pregoneros que inviten a la función, y sin embargo la fila de parejitas estrenando o alimentando amores llega hasta la esquina del Pequeño Teatro, que es tan grande que ocupa casi media cuadra entre La Playa y Córdoba, centro de Medellín. Y eso que es miércoles y todavía falta una hora para que empiecen las dos obras de esta noche. Y la fila no se mueve ni se desbarata aunque solo entran los espectadores que compraron las boletas online. Los demás, apostadores de último minuto, hacemos fuerza por una entrada que sobre, un espectador que no llegue. El Pequeño Teatro fue el sueño temprano de Rodrigo Saldarriaga, actor y dramaturgo obsesionado con la idea de convertir el teatro en hábito: “Teatro del pueblo y para el pueblo”, decía. Esta noche los espectadores pueden elegir entre Los Martires, con acento grave, una comedia negra de la compañía bogotana Umbral Teatro, y La Emperatriz de la mentira, un monólogo de la casa. Pero como la novelería es una enfermedad paisa, la fila que crece es la visitante. Cuando por fin avanzamos, un barrigón grita desde la esquina: “Avemaría, el negocio es montar un teatro en Medellín”. La exageración no provoca risas ni comentarios. Casi ocho meses estuvieron los teatros cerrados y más de seis meses con el aforo a medias, cientos de noches de silencio y deudas acumuladas mientras directores y actores se doblaban en funciones y talleres virtuales. A esta casa, por ejemplo, regresaron en medio de un impulso. Durante un ensayo virtual, alguien propuso montar unos cubículos y hacer la lectura presencial, pero en cuanto pisaron las tablas rompieron los protocolos y empezaron a traer y llevar luces, a marcar acciones, a grabar. “Y nos tocó salir corriendo porque había toque de queda. Esa lectura fue un desahogo, como decir ‘Estamos aquí, carajo, ya no nos van a sacar’”, cuenta Jeannette Parada, actriz. Luego vino la urgencia de volver a habitar el espacio: salir a mercar y terminar regando una planta o sacar al perro y acabar tomando tinto en los corredores. “Nosotros no creamos en pandemia. Nos dedicamos a conversar y a sobrevivir”, dice Andrés Moure, director. Esta noche, el ambiente en la casa es escolar: los amigos en los corredores, en la cafetería, los paquetes de papitas y las cervezas compartidas, los timbres, el revoltijo de acentos por encima de los tapabocas, los abrazos del reencuentro. “Estamos tratando de recuperar lo que nos quitaron”, dice alguien. En las paredes brillan las fotografías del homenaje a Ramiro Rojo Londoño, actor y cofundador del Pequeño: Ramiro con los trapos encima de sus personajes En la diestra de Dios padre, en El Avaro y en el Inspector. Ramiro que el último miércoles de octubre de 2020 llegó a ensayar con dolores que le doblaban el cuerpo y qué problema llevarlo al hospital porque esa noche abrían la casa al público después de meses. Ramiro que a regañadientes esperó por una cama en una clínica. A Ramiro dedicaron todas las funciones y lágrimas del regreso. Al tercer timbre, como manda la tradición, los espectadores emprendemos la marcha hacia la sala principal. Vamos hacia lo improbable. Saldarriaga escribió alguna vez que el escenario, a diferencia de la vida, es la certeza de las acciones. Hablaba como el actor que sabe exactamente dónde está parado y ahora mismo ajusta la precisión de los gestos y repasa textos frente a un espejo. Hablaba como el cazador que va por la presa. Entre tanto, los espectadores indefensos respondemos mensajes de afán, apagamos los celulares, intentamos dejar una silla en medio de los desconocidos, escuchamos la bienvenida. Las luces y los murmullos se apagan de golpe. En el escenario aparecen dos familias: una cachaca arribista y violenta, y otra campesina sencilla y violenta. Ambas están separadas por una pantalla que va de un lado a otro descorriendo cada secreto, cada herida, cada vicio. En el campo una niña desaparece saltando la cuerda y en la ciudad una morena entra en escena con la ropa deshecha y la madre le reprocha: “¿Qué? ¿Otra vez la violaron?”. Algo ahí, a lo mejor el gesto de desidia, la malicia o la crueldad descarnada, desata las risas. “¿De qué nos reímos? De la tragedia del otro. Muchas veces uno se ríe del susto de verse reflejado; la risa es la defensa del espectador”, dirá después Moure. La obra avanza y asistimos a la bancarrota. La madre cachaca mira con desprecio a su marido borracho: “Peor que un bastardo es un bastardo reconocido”, dice. Entonces viene el desplazamiento, el encuentro de las familias, la sofisticación de la pobreza, la opresión de los citadinos, el despojo, una herencia de guerras sin resolver. Y luego, sin que nadie lo atisbe, una mujer embarazada. Afuera de la sala las actrices del Pequeño Teatro sacan los sombreros para recibir el aporte voluntario. Si algo extrañaron en estos meses de aforos controlados y boletas en línea fue mirar a los espectadores luego de cada función, cruzar palabras, escuchar recriminaciones. “El teatro es un convivio. No solamente es lo que sucede en las salas sino lo que pasa antes o después”, dice Moure. El teatro también son las teorías que nos persiguen durante días tratando de encontrarle sentido a las risas o a las lágrimas que nos produjo una idea. Esas mismas teorías que una pareja de economistas discute en el bar al terminar la función. Se preguntan quién embarazó a la mujer, si el padre o el hermano, o por qué la empleada doméstica aparece en la última escena con una red. “Hay cosas que la razón no entiende, pero que emocionalmente llegan”, dicen. Daniel y Maira se hicieron novios una noche después de ver No nos callarán, sobre la vida de Jaime Garzón. No tuvo que ver el tema, pero sí la revoltura de sentimientos. “Lo más importante de una obra es que te logre despertar emociones. Que tú salgas puto o alegre”. Antes de la pandemia iban todos los días a teatro a embolatar las preocupaciones, ahora un par de veces por semana. No entienden cuál es el miedo si la gente lleva meses rumbeando o en el estadio. “Es como si todo lo que pusiera a pensar hubiera que mantenerlo cerrado”. Creen que no hay incertidumbre que se parezca a la de ver a un actor entrando y saliendo de una escena ni tampoco un suceso que provoque tantas ganas de extender la noche como una buena obra de teatro. Eso, justo, les pasó a ellos.II
–Menos mal abrieron los teatros, porque nos estábamos enloqueciendo. Si no abríamos esta casa nos moríamos o nos agüevábamos.
Son las cinco de la tarde y los actores de la Oficina Central de los Sueños trepan paredes del aburrimiento, ensayan diálogos viejos, comparten y discuten videos virales. Alejado del bullicio y el movimiento, el director Jaiver Jurado repasa los momentos claves del grupo en estos dos años: las escapadas nocturnas, las lecturas y las parrandas virtuales, las transmisiones semanales, los proyectos de radioteatro.
–Como grupo hubo un momento creativo. Nosotros nunca nos cuidamos de tener buenos productos audiovisuales, si acaso guardábamos registros técnicos para mandar a los festivales. Desarmamos graderías, conseguimos una camarógrafa y empezamos a grabarnos. En mi caso, pude tomar un respiro y dedicarme a otras cosas. A bailar y a leer. No a escribir, porque no me salía nada de teatro. No sabía a quién le estaba escribiendo. Estar acá, con los actores, es parte de lo que te calienta la mano: saber a quién le vas a escribir.
De los 34 teatros que hay en Medellín, por lo menos diez están ubicados en el centro de Medellín. Hay casonas antiguas con patios de recreo, edificios modernos con telones y silletería acolchonada, cuartos mínimos. En lo que hoy es la Plazuela San Ignacio las élites antioqueñas construyeron el primer teatro de la ciudad en 1831 y lo inauguraron con una tragedia de Voltaire. En el centro, Jurado fundó, recién salido del colegio, El Teatro Experimental de La Mancha, actuó varios años en el Matacandelas y a finales de los noventa montó la Oficina. Para él si hubiera que rescatar algo de la pandemia es la unión que provocó en el movimiento teatral de la ciudad. La posibilidad de mirar al otro, reconocer la crisis propia, olvidar prejuicios y falsas enemistades, y hacer campañas y eventos virtuales en conjunto.
–La pandemia nos puso a todos por igual y nos enfrentó a esa cosa concreta que es la muerte. También nos cambió a los espectadores. Una buena parte del público de ahora es nuevo.
En Medellín el teatro carga el anuncio permanente de la crisis y no porque falten compañías, obras, espectadores, dice Jurado, sino recursos, infraestructura, circulación. Esa dispersión y la falta de estímulos gubernamentales lo hace diverso pero frágil. A las seis y media de la tarde, el director llama a las actrices que tienen función y les dicta las últimas instrucciones. Los demás organizan las mesas, ponen la música, marcan la boletería, abren las puertas y salen a atrapar transeúntes sin plan. En la barra del bar una mujer le aconseja a la actriz encargada del bar cómo administrar el dinero. Adriana Hernández fue toda su vida la tía que llevaba a los sobrinos a teatro infantil y embarazada tampoco se perdió estreno. Ahora, jubilada, todas las tardes de jueves a sábado toma un bus en Santa Elena y asiste a alguna función en el Centro. Ya no sabe cuántas veces ha visto la obra de esta noche, Poema para tres mujeres, ni con cuántas actrices. Se sabe de memoria escenas de La ciudad de los cómicos o Eternidad. En la pandemia lloraba viendo la pantalla, porque necesitaba ver a los actores, felicitarlos, abrazarlos.
–Uno viene acá como forma de protesta. El teatro nos confronta con las cosas que vivimos a diario, hay temáticas que lo restriegan a uno: la maternidad, la corrupción, la desigualdad social…
Después de los timbres, los espectadores ocupamos la sala: a un lado los colegiales risueños con sus bolsas de comida para compartir y al otro las parejas de amigas y los solitarios. Una voz en off dicta algunas claves: Poema para tres mujeres fue el primer relato que la escritora Sylvia Plath escribió para ser leído en voz alta; una perorata de miedos, ilusiones y frustraciones sobre la maternidad que Plath escribió dos años después de tener a su primera hija, con su segundo hijo en brazos, seis meses antes de suicidarse.
La obra ocurre en una estación radial. La escenografía es mínima: un letrero, tres micrófonos, tres muebles mágicos de los que salen violines, panderetas, papeles, tablas. Ahora mismo, la mujer número 1 tiene la palabra. “No hay milagro más cruel que este”, dice. Lleva puesto un vestido almagre, una cinta azul en la cintura. Una luz amarilla le ilumina el rostro pálido mientras ella habla de estrellas, mares, semillas, de niños azules y brillantes, dolores y pruebas. El sueño maternal por muy deseado que sea es una fisura. “Me siento inútil. Yo también doy luz a cadáveres”, gruñe la mujer 2. Lleva un sastre blanco, unos tacones rojos, el pelo liso y mono. Una luz roja le afila el rostro mientras ella describe manchas de sangre negra, inviernos, guerras. La imposibilidad de la maternidad es un vaso rompiéndose en las entrañas. La mujer 3 es la más joven. Lleva una chaqueta roja, la mitad del pelo negro y crespo recogido, contiene la fuerza de un volcán activo en la mirada. Una y otra vez repite que no está preparada para ningún acontecimiento. Se describe como una herida. No se desgarra, no se arrepiente; enfatiza: “Debería haber ma-ta-do esto que me está ma-tan-do”.
Los gritos de sufrimiento y las ensoñaciones tiernas de Plath van de un lado a otro como golpes. En la sala, por momentos, se cuelan lamentos, gimoteos cortos. La primera vez que Cristina Porras, la mujer 3, asistió a la obra como espectadora no aguantó los textos y salió llorando. Veinteañera y maternal, no entendía lo que vio después como actriz: la culpa que la sociedad impone en una mujer cuando no quiere o no puede ser madre. “El teatro es la oportunidad de mostrar la vulnerabilidad del otro y esconder la propia”, dirá después.
Al final de la obra, una mujer le clava la mirada al director. “Dolió, dolió”, le dice mientras se señala el pecho.
III
Todos los caminos de la juventud conducen al Matacandelas. No importa los años que uno cargue: en el Matacandelas las piernas se sienten más ligeras, la voz menos grave, el corazón dispuesto. Con el teatro del Matacandelas muchos de nosotros descubrimos ciertas cosas definitivas: escritores, películas, canciones, maneras de amar. Tanta es la juventud que exuda este caserón de la calle Bomboná que la última imagen de la fiesta que Medellín guarda con cuerpos apretujados, sudorosos, lascivos, sin miedo al virus sucedió en su cantadero, en ese concierto de metal a principios de marzo de 2020 que desató tantas críticas y reproches.
A esta hora, seis y media de la tarde de un viernes, las mesas empiezan a ocuparse por muchachas pálidas y mechudos desgarbados que visten chaquetas negras y pantalones rojos o sacos anchos y gorros. Es la primera, tercera, quinta vez que vienen a ver a los Angelitos empantanados de Andrés Caicedo, ese genio caleño que escribía con la imaginación de un crío y sufría como condenado. Piden una cerveza para pasar la noche entera y en la sala evitan las primeras filas, las del centro. Agotan la boletería toda la temporada. Algunos vienen a comprobar la belleza de rasgos apretados de Angelita o a enamorarse de las poses de Miguel Ángel, otros terminan eclipsados por Berenice, la prostituta rubia de abrazos como soplidos del mar. Mientras los diálogos suceden me los imaginaré anotando mentalmente diálogos enteros de un texto que no envejece.
Antes de que empiece la función, Cristóbal Peláez camina como un fantasma entre las mesas y esquiva los tragos que llegan desde el bar. “Uno está condenado a ser una persona de acción”, dice. Si Peláez ve una receta en una película tiene que correr a la cocina y probarla; si lee un guion, con mayor razón, tiene que ir a ver cómo funciona en el escenario. El problema con la acción es que puede convertirse fácilmente en tareísmo. En los últimos meses se multiplicaron las presentaciones del grupo, tanto en la casa como en instituciones privadas y en festivales de pueblo. Y la carrera es una sola, por ahora: recuperar durante los próximos años la economía perdida en año y medio, sostener la casa y sobrevivir como grupo: el 50% del mantenimiento de la casa corre por cuenta de los actores que donan su talento y su trabajo, y el otro 50% corresponde a la boletería y a los estímulos cada vez más mezquinos de la alcaldía y el gobierno nacional. Entonces no hay tiempo de reflexionar mucho, menos de crear. “La vida se pausó y volvió de golpe: eso no deja pensar. Estamos reventados”.
Al tiempo, es la alegría de ver la casa llena. Es que tener una casa, decía Lezama Lima, es tener un estilo de combatir el tiempo, y combatir el tiempo solo es posible cuando el sentido de la vida se junta con la creación. Para el Matacandelas el teatro no es una función sino una pasión que se comparte, liturgia, un pacto de empatía con el que sufre, con el contrariado. Cuando le reprochan que los santos de la casa sean existencialistas como Pessoa o suicidas como Plath o vagos brillantes como Cepeda Samudio, Peláez contesta que la gente feliz no merece obras de teatro. De alguna manera, decidieron regresar con Oh Marinheiro y seguir con Angelitos empantanados para probar si esas historias de culto seguían diciéndole algo al público después de una pandemia. Y como las cosas no cambian sino que se agudizan aquí están esta noche decenas de muchachitos atormentados buscando las claves que los conduzcan al paraíso eterno o por lo menos los consuelen.
Caicedo escribió estos relatos pensando en los bachilleres desajustados del Liceo Belalcázar y el Sagrado Corazón: jovencitos como Angelita Rodante o Miguel Ángel Valderrama adormecidos en la ruina de la burguesía caleña de los sesenta. En las butacas los espectadores estamos nerviosos. Angelita y Miguel Ángel van del aburrido norte al salvaje sur de Cali. Quieren ver una película de vaqueros en el Teatro Libia. Se sienten desamparados. Arrastran demasiados fantasmas para una vida tan corta: a Raimundo, el primer beso de Angelita, lo mataron por robarle un reloj; el saludador de Solano Patiño murió atropellado por un camión; la mamá de Miguel Ángel vive atrapada en las paredes de una casa; el Pretendiente y Berenice se desvanecieron. El sur huele a caño de aguas negras, pero el teatro es una casona respetable. En la segunda película conocen a tres camajanes: Marucaco, el Indio y el Mico que gritan y manotean la pantalla sin pudor. Comparte cigarros y caminan juntos de vuelta al norte. Entonces el Mico le roba un beso a Angelita y el entramado de la obra se nos revela. Lo último que escuchamos son las indicaciones frías de Miguel Ángel a su mamá: que se levante y saque las latas de sardinas que hay en la casa.
Después de las oleadas de aplausos, los muchachitos desocupan el teatro. Ya no parecen tan gráciles ni tan conversadores. Se toman selfies con Andresito. Una semana después Teleantioquia grabará la obra. Cristóbal está seguro de que el rating será un desastre, pero le emociona que la ciudad guarde la memoria de una obra con más de 600 funciones en 26 años y presentaciones por todo el mundo. Para los actores será un martirio: repetir una y otra vez escenas sin la réplica de los compañeros ni los aplausos o los silbidos del público. Es que el teatro es cosa de gentes, un deporte de contacto. Y ese es el conjuro que ha salvado esta casa de tantas bancarrotas y hostilidades: la relación entre la casa, las obras, el grupo de actores y el público fiel. “El cine y el teatro son imposibles de hacer sin el incentivo de la discusión y la compañía”, decía Caicedo.
Un rato después los actores salen a tomarse un trago. Cristóbal reclama los que le deben. Una muchachita se lanza sin temores y le explica al Pretendiente que lleva una semana entera asistiendo a la obra no más para ver su monólogo. Pienso en una frase de David Foster Wallace: “La tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”. Aplica mucho mejor en el teatro.
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