Hace ocho años, bajaron de la montaña unas pirañas de valle. Artistas, grafiteras, muralistas: un cardumen de Medellín con ganas de pintar el mundo. Hace tres años, subieron la montaña y armaron un ritual de calle, una marcha de barrio. Así fue la juntanza, así protestaron con dulzura frente a un acto violento. Una crónica sobre la participación desde la resistencia, lo simbólico, lo cotidiano a través de la red, del diálogo, del afecto. Feministas, activistas, lideresas que no se quedan quietas.
Por Carolina Calle
De lejos parecía una procesión, pero no era Semana Santa. De cerca parecía una fiesta, pero en realidad era una marcha orquestada con bombos y platillos. A su lado caminaban los manifestantes que en vez de pancartas llevaban ramos de flores con pétalos blancos. No prepararon arengas, apenas abrazos. La banda marcial fue cómplice, escolta, acompañante de esta protesta cariñosa.
Los habitantes del barrio Santander se asomaron al balcón, a la terraza, a la puerta, a la ventana. Los vidrios retumbaron. Curiosos salieron de la juguetería, la droguería, la panadería, la carnicería. No era un desfile, tampoco una comparsa ni una chirimía. Los vientos metálicos de trompeta recorrían la montaña noroccidental, los golpes de tamboras amplificaban los pálpitos de un centenar de personas.
Este viaje a la redonda era una señal de alerta, una reacción femenina en contra de la censura, un reclamo de jóvenes por la participación de la mujer, una respuesta comunitaria frente a un gesto violento que ocurrió a finales de agosto de 2018 en un callejón del sector.
—¿Cómo se siente, doña Marta? —le pregunté a la señora por quien se organizó este ritual. Lideresa de la Comuna 6, Doce de Octubre, amenazada por su trayectoria, por su postura política, por ser crítica.
—Los violentos podrán tener el control, pero no la razón. No les tengo miedo —me respondió con certeza mientras bajábamos por la calle 110. Aunque transmitía tranquilidad no dejé de pensar que en este recorrido podían pasar cosas, que quienes la tenían en la mira tomarían represalias.
Antes de salir a marchar, una política, una académica, una feminista afro y una artista empuñaron el micrófono. Compartieron palabras de aliento, desafíos, utopías. La banda liderada por Astrid nos recogió en el ocaso y asumió la delantera. Nuestro escudo eran 27 músicos jóvenes con instrumentos remendados. Días antes tocaron de puerta en puerta, con alcancías y canastas, pidiendo una moneda o un huevo. Así se rebuscaron redoblantes, liras, xilófonos, bastones y dotaron a la banda que llevaba mucho tiempo callada. Ensayaron el repertorio los miércoles, viernes y domingos entre las 7:30 y las 9:30 de la noche.
Las nubes opacaron el cielo. El atardecer anticipó una noche fría. En este pedacito de Medellín la cumbia fue la banda sonora. Giramos a la izquierda, nos detuvimos en una curva. Quedamos al frente de un paredón repleto de colores. Una niña pegó con cinta un ramo de hortensias en la pared. Doña Marta miró los grafitis, suspiró, guardó silencio. Un grupo de jóvenes la llamó para que posara junto a ellos para una foto. Nadie gritó whisky pero todos sonrieron para el recuerdo.
Subimos por la zona rosa del barrio Santander a media luz. De regreso, un racimo de plátanos verdes colgaba en la tienda de la esquina; no era diciembre, pero había una calle de honor adornada con velitas encendidas. En la mitad había un corazón de llamitas.
—Usted es muy buscada. ¿No le da susto? —le comentó un señor a doña Marta.
—Un líder no puede estar enjaulado por el miedo. Y menos una mujer —le respondió con una dulzura tajante.
—Había que hacer esto —interpeló una joven que la escuchó—. En esta época no hay lugar para tibiezas.
En la década del noventa declararon a Medellín como la ciudad más violenta del mundo. Y en 1991 este vecindario fue considerado el más violento de la urbe. Por esas lomas ha rodado la vida, ha rondado la muerte. “¿Por qué nos estamos matando?”, se preguntó Dorian Agudelo, un joven del siglo pasado. La corporación Casa Mía surgió como un espacio para pensar en la respuesta. Ha sido un lugar para fabricar paz, para ensamblarla a través del símbolo, de la ternura, del encuentro con el otro. Su lema es: “Lo efectivo es lo afectivo”.
Llevan 27 años en el territorio. Haciendo memoria, metáfora, poética, resistencia. Han sido refugio, salvavidas, fogata, micrófono, familia de jóvenes cercanos al conflicto. Los académicos de diferentes partes del mundo vienen a estudiar su método. Han venido del norte, del lejano occidente, del cercano sur, del centro del continente a preguntarles simplemente: ¿cómo lo han hecho?
Cómo han sido contrapeso a la guerra. Cómo han disuadido a jóvenes de que no nacieron pa semilla, cómo les mostraron que sí hay futuro, que no son los nadie, cómo han generado un diálogo intergeneracional, cómo la participación ha tomado tantas formas, colores, ritmos, discursos. En Casa Mía no esperaron a que el Estado los auxiliara, no esperaron licitaciones, concursos ni recursos públicos para actuar, para ejecutar proyectos sociales; son un proceso genuino que no emergió de una política pública, sino de una coyuntura histórica, una necesidad vital, un impulso comunitario.
Hoy en día el barrio tiene otro eslogan: “Santander, la mejor esquina de Medellín”.
A mediados de 2018 decidieron crear una ruta de turismo para conducir a tantos visitantes por la historia de un barrio de guerreros, resilientes, pacifistas. Querían incluir en el tour a las lideresas, las fundadoras, las mujeres que han quedado viudas, sin hijos, solas. Maestras, consejeras, impulsoras. Reconstructoras de hogar, de comunidad, de paz.
Hicieron una junta con mujeres jóvenes del barrio que fundaron una plataforma internacional con enfoque de género. Girls to the front es un espacio de convergencia no solo en la comuna sino en la ciudad, en el país, en el continente, en el mundo. La idea es que otros colectivos se unan a la misma causa y a través de manifestaciones artísticas, académicas y sociales logren que más mujeres conozcan y reconozcan sus poderes.
Las ingenieras de esta iniciativa fueron cinco jóvenes grafiteras que se hicieron llamar Las Pirañas. Firman sus muros con los apodos de Antro, Rula, Paprika, Anye y Danas. Ellas escogieron a cuáles lideresas pintar para que tanto turistas como residentes recordaran al mirar ese paredón que el liderazgo también tiene rostro femenino. Doña Laura, doña Beatriz, doña Soledad y doña Marta fueron las señoras elegidas.
Quedaron en manos de las jóvenes grafiteras, que tomaron latas en el asunto y se subieron a los andamios un día de agosto al mediodía. También invitaron amigos. Felipe Rivillas, conocido como Baes, aceptó el reto de retratar a doña Marta. Primero fue a conocerla, escuchó su relato, le tomó una foto, le propuso dibujarla de perfil y en escala de grises pero a ella no le sonó, no quería verse en blanco y negro. Quería más vida. Además le encargó, especialmente, que incluyera su arete emplumado que es una suerte de amuleto.
Empezaron a pintar detrás de la parroquia San Juan Bautista. Después de ocho horas de sol, doce latas, el trabajo de Baes estaba listo bajo la luz de la luna y de los bombillos de los postes. Misión cumplida. Transformaron un callejón color ladrillo, depósito de basuras y rincón de olvidos, en una galería de doñas, divas, divinas.
El retrato de doña Marta quedó a color, con la frente en alto, el pelo liso, los ojos rasgados, los pómulos pronunciados. De su oreja zurda caía un hilo, dos plumas azules que para ella representan a un ave, un vuelo, la libertad del líder que anda suelto, sin cadenas, comprometido solo con la verdad.
Doña Marta miró su reflejo en el mural. Su mirada hacia el ocaso. En esa imagen reconoció su ascendencia indígena, su apariencia afro, su esencia mestiza. Felicitó al creador por representar sus raíces. Sintió gratitud, orgullo, alegría de que un joven pintara su cara, se acercara a su pasado, agrandara su tamaño, repasara su camino.
Dos días después el grafiti se marchitó. Los vecinos del frente del mural fueron los primeros en darse cuenta, en regar la voz y en compartir la foto por WhatsApp. Doña Marta esperaba el bus en la mañana cuando alguien se le acercó y le dio la mala nueva: “¿Ya supo? ¡Le dañaron la cara!”.
A Baes le llegó al chat la foto de su obra; ese día descubrió el color de la impotencia. Los de Casa Mía, Las Pirañas, las lideresas del barrio fueron a confirmar el rumor. “Muy mal hecho”, exclamó una. “Eso no se le hace a nadie”, comentó otra. “Tenemos que hacer algo”, opinaron todos con una sensación de vacío en las entrañas.
La piel morena de doña Marta amaneció pintada como la de un mimo. Al parecer le rociaron vinilo blanco para cubrir el labial de su sonrisa. En la noche, quizás, le enredaron una nube pálida en las mejillas. En la madrugada, tal vez, le hicieron un velo de aerosol para cubrir su nariz, su ceño, su mirada. No se sabe quién o quiénes callaron su semblante. Alguien le quitó el color, quiso deshacer su presencia, envolverla en una bola de humo, desdibujarla del muro.
La primera reacción de los colectivos juveniles del barrio fue llegar con más latas de colores. Volver a pintar sobre la censura. Pero hicieron un análisis del gesto, reflexionaron sobre su significado: “Es un símbolo de la eliminación del otro”, “es necesario dejar un precedente”, “esto le puede estar pasando a otras mujeres”.
En el barrio Santander una amenaza manchó el rostro de una lideresa en la pared. En otras partes la violencia de género toma forma de puño, insulto, piropo, ácido, acoso, puñal, disparo. Concluyeron que no intervendrían el muro, que ese rostro borrado haría parte del tour, que no debían ocultar la verdad, que la violencia contra la mujer también hacía parte del presente en Medellín. Por eso convocaron a un encuentro para poner el tema, para hablar sobre esas otras formas de violencia que restringen la participación de la mujer.
Con un mes de anticipación, @casamia divulgó la invitación en redes sociales: “Las doñas que construyen barrios, que protegen la vida de sus hijos, sus vecinos, que resisten desde lo cotidiano, también necesitan cuidado y protección en una ciudad tan atroz”. Circularon las fotos del grafiti deformado acompañado de etiquetas #nonoscallamosmas, #rostrosquehablan, #girlstothefront. El 20 de octubre de 2018 @pirañascrew anunció: “Hoy cerramos esta cuadra para descentralizar el discurso y re-flexionar esta ciudad que soñamos habitar sin miedo llenándola de ternura”.
El punto de encuentro lo fijaron en la tribuna alta de la Noroccidental a las dos de la tarde. No llegaron los periodistas de grandes medios a cubrir el evento. El auditorio era la carrera 76B. Desde la esquina se veía una carpita blanca rodeada de telas fluorescentes que caían de las ramas de un árbol y de las barandas de un balcón.
Seis hileras de sillas, treinta puestos. En el centro un par de muebles cafés, una mesita con un florero verde, tres matas a los lados. Parecía la sala de una morada de familia. Estaban al frente de Casa Mía. Doña Marta pidió la palabra: “El rostro que fue dañado fue el mío. Muchos están sintiendo miedo, pero hay que seguir adelante, decirle no a la violencia contra la mujer, sí a la entrega de amor hacia el otro. Quiero decirles a los violentos que la voz de las lideresas no se acalla dañando murales, nuestros proyectos siguen. Su violencia nos ha fortalecido más. Gracias por este homenaje. Por este acto de paz”.
La presentadora, una joven de capul, tez blanca y camisa de estrellas, se presentó. Su nombre, Daniela Arbeláez; su apodo, Danas; perteneciente a las Pirañas Crew, “colectivo de artistas que busca promover la participación de mujeres jóvenes para resignificar el territorio a través de la pedagogía y de la intervención de grafiti”, cerró la jornada empuñando el altavoz, mirando al público y pronunciando el manifiesto por un feminismo negro, periférico y joven:
“Hay que feminizar la ciudad y denunciar la censura de mujeres. Como grafiteras nos han dicho que la calle no es nuestro lugar, que es peligrosa, impidiendo la expresión de nuestro arte.
Nos han dicho que el feminismo es una causa perdida. Minimizando el debate a que es machismo al contrario. Esto es solo un síntoma de una ciudad violenta que censura movimientos sociales.
Resistimos desde lo cotidiano. Siendo mujeres queer, feministas, grafiteras. Esta ciudad está masculinizada, planteada en términos de destruir y producir, cemento y mano dura.
La ficción que nos moviliza es la feminización del mundo. Tenemos un compromiso estético con el cuerpo del otro. Por eso exigimos mayor presupuesto para fortalecer procesos sociales y culturales en los vecindarios. Un programa de acompañamiento a mujeres víctimas de violencia que lo hayan vivido en carne propia o en carne de sus seres amados.
No discriminar a quienes tienen búsquedas diversas en su sexualidad. No tener políticas de mano dura como la militarización de la ciudad. Como jóvenes podemos frenar la violencia. Como grafiteras podemos hacer arte callejero y uso del espacio público. Y como feministas podemos reclamar una ciudad con nuevas masculinidades.
Es hora de avanzar para que las mujeres ocupen lugares en lo público e incidir en la toma decisiones. Invitamos a pensarnos una ciudad libre de estereotipos, a que las mujeres nos imaginemos otra Medellín”.
Los asistentes aplaudieron, se frotaron las manos, se tocaron las mejillas para sentir el calor, se abrazaron delante del fuego de las velitas que fulguraban en la oscuridad de esa cuadra. La banda dio las gracias por haberla convocado. Los músicos se retiraron contentos por haber puesto su granito de música.
Salieron las cinco pirañas de Casa Mía con vasitos humeantes entre las manos. Antes de decir adiós en esa noche fría querían compartir un trago caliente de chocolate. No había necesidad de un brindis. Ya brindaron con el cuerpo, en el abrazo. El sabor amargo pasó, al menos por un buen rato. Ya todos quedaron con uno dulce en la boca, en el pecho, en la memoria. Sabía a esperanza.
Hace pocos días, las Pirañas Crew cumplieron ocho años. Ya no son cinco integrantes, ahora son quince. Hay pirañas de agua dulce pero también de sal. De valle y de llanura, de río y de mar.
Dicen que el impulso comunitario es imparable. Insisten en que las utopías solas no van. Por eso, la colectividad las une. Las reúnen los rituales, las protestas. Eso que se deba celebrar o eso que no se pueda dejar pasar. El mantra que se repiten es: “Vamos porque vamos”. Cada día avanzan más en eso de pintar el mundo o de cambiarlo, así sea un poco.
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