Cuando los cuerpos hablan

El Balcón de los Artistas, esa compañía de baile que desde Manrique le ha dado la vuelta al mundo, viene fortaleciendo a grupos de diferentes municipios en temas como maquillaje, manejo de redes y, claro, danza, ese lenguaje común que los hermana y les permite pensar un futuro. En esta crónica, ensayos, sudores y aprendizajes previos a la presentación conjunta.

 

Por Carolina Londoño
Fotografías de Sergio González

Después de dos horas sentados, los cuerpos de los bailarines se notaban pesados. Eran dieciocho. Algunas espaldas se deslizaron por el respaldo de las sillas. Los torsos quedaron desparramados, como si buscaran la horizontalidad de una cama pero se hubieran quedado a medio camino. Un pie se movía con la ansiedad de quien desea que el tiempo avance. Dicen que nuestra capacidad para estar atentos ronda los noventa minutos. Eran las dos primeras horas del taller de la mañana que se iría hasta la una de la tarde. Cuatro horas en total.

Sin embargo, la concentración no podía esfumarse por completo. En cualquier momento Daniel, el tallerista, te podía llamar para preguntarte sobre lo aprendido. Y te tocaba caminar hacia el frente, quedar delante de la mesa redonda que hacían las sillas azules e intentar responder a algo que apenas estabas entendiendo.

Y en ese momento los cuerpos se crispaban y volvían a estar dispuestos, porque sabían que ellos podían estar ahí en vez de vos, en ese paredón en el que Daniel lanzaba preguntas como flechas.

—¿Su corporación qué ofrece, cómo lo ofrece, qué gana?

El conejillo de indias fue Edi, que se quedó petrificado. “La propuesta de valor… de valor…”, habría pensado antes de decir: “La propuesta de valor de nuestra compañía de danza, de Vitango, es…”, para quedarse callado. Su cuerpo, que cuando llegó al salón para buscar puesto se movió con liviandad, ahora estaba ceñido contra sí mismo: los hombros encogidos, las manos recogidas sobre el pecho, un pie detrás de otro, señal de timidez. Daniel chasqueó los dedos pidiéndole velocidad.

El resto de bailarines sufría por Edi. Sus amigos intentaron ayudarle modulando las respuestas con los labios, pero él no entendía nada. Fue entonces cuando Edwin, el director de otra corporación Arte Danza Colombia, interrumpió para salvarlo:

—Yo entiendo que él esté así en este momento. Los bailarines no tenemos la facilidad de la palabra, somos más corporales.

—La danza es comunicación, no solo cuerpo —respondió Erika, directora de Danzarte, desde su silla.

***

Si Daniel les chasqueaba los dedos, los apuraba y los increpaba, era porque él creía que esa resultaba ser la mejor manera de hacerlos aterrizar, de que se fueran pensando que para sacar adelante una corporación cultural no bastaba solo con bailar.

Daniel lleva cuatro años siendo el comunicador de El Balcón de los Artistas, corporación artística enfocada en la danza. En ese primer taller, el 9 de octubre, quería enseñarles a sacar la belleza de los salones de ensayo a sus redes sociales.

Cuatro agrupaciones de cuatro municipios diferentes de Antioquia llegaron a una finca al norte del valle de Aburrá y estuvieron durante dos días: 9 y 10 de octubre. Fue la primera vez que se encontraron. Desde julio estaban trabajando por separado con El Balcón en el proyecto Pelaos en su salsa, recibiendo talleres de formación y preparando una serie de coreografías que presentarán en noviembre, en la clausura.

“El Balcón abrió sus puertas”, dijo Diana Suárez, la coordinadora del proyecto. Un balcón es ese lugar de la casa que permite salir a la calle sin cruzar la puerta de entrada, ese espacio límite entre estar afuera y adentro. Arte Danza Colombia, de Itagüí; Akaidaná, de Santa Rosa de Osos; Artedanza, de Girardota; y Vitango, de La Ceja, se reunieron en ese límite. Al campamento solo faltó Showdance, de Rionegro.

Cada grupo tiene su fuerte. En folclor, en bailes de salón, en lo urbano, en los ritmos afros. En la clausura cada quien mostrará lo que más sabe hacer. Pero toda la experiencia colectiva se reunirá, también, en cuarenta segundos de una coreografía vertiginosa que montaron los profes de El Balcón. En este campamento la ensayaron juntos por primera vez.

***

Terminado el taller con Daniel, los bailarines se estiraron tras levantarse de las sillas. Verlos caminar era entender que el cuerpo de un bailarín no es el mismo que el de cualquiera. Eran cuerpos que a pesar de estar relajados, tenían cierta densidad. Tal vez de tantos años bailando, de tantos años buscando la perfección en un movimiento, de tantos pasos y figuras diferentes, habían aprendido a cargar con muchos cuerpos en uno solo.

Toda su memoria corporal buscaba espacio y se comprimía en ellos de la cabeza a los pies. Lo suyo era todo lo contrario a la falta de palabras de las que habló Edwin. Estaban tan acostumbrados a decir con el cuerpo, que también en su quietud revelaban las marcas de miles de horas de ensayo, de la repetición con la que se afina hasta la precisión del último dedo.

En la noche, en medio de un canelazo, cada grupo recibió un regalo de El Balcón. El regalo eran ellos mismos: carteleras donde cada corporación dejó por escrito su historia, y tiras de papel que remedaban rollos de película, con el borde negro lleno de una secuencia de cuadritos blancos en el que cada bailarín dibujó las cuatro escenas de su vida desde la danza.

Se repetían en los fotogramas banderas de países a los que habían ido, trofeos y medallas, muñequitos de palo bailando sobre un escenario, y corazones, muchos corazones. “Queríamos sorprenderlos, entregarles lo que ellos mismos habían hecho para que se reconocieran”, dijo Diana. Hablar sobre uno mismo se asemeja a mirarse en el espejo.

***

En un escenario, sin importar que la totalidad del cuerpo esté en movimiento, los espectadores buscan la mirada. El rostro es protagonista. En él se refleja la culminación del sentir que impulsa el movimiento. Antes de salir a escena, el bailarín comienza su rito maquillándose. Hay que repasar las cejas, marcar las expresiones, resaltar los ojos. Que en la distancia que existe entre él y el público no se pierdan los gestos.

El domingo por la mañana los bailarines tuvieron un taller de maquillaje. En el centro del salón acomodaron tres mesas para convertirlas en una más larga. Sobre ella descargaron sus estuches de maquillaje. Unos eran como cartucheras de colegio. Otros parecían maletas de avión.

Samantha, bailarina de El Balcón, les indicó que iniciaran por las cejas y con una de las chicas que tomó como modelo mostró el proceso. Los demás bailarines sacaron los espejos, todos diferentes. Redondos, pequeños, grandes, metálicos o de bordes de colores. Samantha los corregía. Pasaron cuarenta minutos antes de que ella diera la segunda instrucción.

Algunos cogían el espejo frente al rostro, con la espalda recta y el mentón altivo. Otros tenían el espejo sobre la mesa y curvaban la espalda para que sus ojos quedaran al nivel. Pero todos cuidaban que una ceja no quedara más levantada o más gruesa para no fijar la expresión equivocada.

Luego siguieron los ojos, con las sombras, y el resto de la cara. En esas estuvieron otras dos horas. Los bailarines ya no se veían a sí mismos, sino que contemplaban un rostro que se había vuelto ajeno ante la bella desfiguración del maquillaje y la persistencia de la mirada sobre su propia imagen.

***

Un dos cinco seis tres siete cinco seis un dos.

Las voces de Samantha y Duván, dos bailarines de El Balcón que dirigieron el ensayo, cruzaron el espacio del salón donde el resto estaba dividido entre hombres y mujeres.

Repasaron cada momento de la coreografía. Sin música. Se detenían en un paso para hacerlo con lentitud mientras el un dos tres cinco seis siete de Samantha y Duván los acompañaba. En sus rostros podía notarse la confusión ante un movimiento que aún no se aprehende. Un pie debía alzarse con el empeine marcado y dar círculos cortando el aire. Una de las bailarinas, al intentarlo, miró su pie como si no fuera parte de ella, sino una pieza externa para analizar.

No solo ella. Otros bailarines estaban suspendidos en la lenta práctica de un paso. Parecía que hablaran con ellos mismos. De cara a mano, de cara a pie, de cara a torso. Sus ojos fijos en ellos, sin espejo, viéndose desde adentro, desde la repetición que los hacía salir de su cuerpo para contemplarse como quien ve bailar a alguien más.

Era la primera vez que bailaban ese esquema con otros que no fueran sus propios compañeros. Con cada repasada, los dieciocho bailarines lograban más sincronía. Superadas las trabas propias, ahora había que conectar con el otro. Los que aún no daban el paso en el tiempo que era, se apoyaban viendo a los demás para retomar.

El sudor pasó la tela de las camisetas y las pieles ardían. Samantha les pidió combinarse en el espacio y así, con la salsa de fondo, repitieron una y otra vez la coreografía. Cansados, pidieron un receso, pero la pista volvió a sonar y sus cuerpos respondieron al llamado de la música.

Y cada vez estaban más compactos. Cada vez los movimientos eran más precisos y las miradas, lejos de estar perdidas como antes, se anclaban al frente, como si fuera un punto de equilibrio. Las manos y los pies, según la intensidad, se movían más rápido, o se veían más pesados o livianos. Cada movimiento era una palabra, y el esquema todo era un discurso con sus acentos y sus pausas. Los bailarines hablan, a cada momento. Y lo que hubo ahí, durante esos cuarenta segundos, fue una conversación.

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