Durante mes y medio, hombres y mujeres se reunieron en Otraparte para reflexionar sobre los bordes más peligrosos de la masculinidad. No había talleristas, líderes ni expertos de ningún tipo: la idea era soltar el taco de las anécdotas y expectativas de macho que les producen dolor. En tiempos en los que hablar de género es una discusión ineludible, asumir las nuevas masculinidades se convierte también en una actitud urgente.
Por Eliana Castro Gaviria
Fotografías de Sergio González
Día 1
De estas cosas los hombres no hablan. Los hombres hablan de crisis energéticas, maternidades, calentamiento global, lactancia materna, la vida en marte y el desplome de la industria editorial, pero no hablan sobre ellos. Los hombres pontifican, deciden, ordenan y, entre tanto ruido, pocas veces se escuchan.
Hace diez minutos cierta tensión recorre la sala. Los desconocidos miramos el celular, adivinamos el nombre del libro de Sándor Márai que está en la mesa, esperamos una señal. Sospecho que ninguno de nosotros sabe a qué vino. Algunos fuimos engañados por una invitación que prometía un taller de plantas; otros son viejos amigos o empleados de Otraparte. La mayoría son hombres —veinteañeros con rastas o treintañeros atrapados en camisas de cuadros, otros medio jipis que visten faldas; muchachos con espíritus reposados de sesentones o sesentones tan intensos como veinteañeros— y unas pocas mujeres. Tres, casi siempre seremos tres mujeres, y si esto fuera un partido de fútbol evidentemente estaríamos offside. Sobre la mesa se encuentra nuestro objeto de estudio durante el próximo mes y medio: los corazones de hombre. Hay unos altivos, carnosos y brillantes, otros achantados, rotos y opacos; también hay unos altivos pero endebles y otros que apenas están retoñando. Contrario a la creencia popular, no hay dos corazones de hombres iguales en la tierra.
“Una de las cosas que más me ha costado en la vida es ser hombre”, rompe el hielo Gerardo Pérez y la confesión le sale tranquila, sin aspavientos. Hincha del Deportivo Cali y de Rubén Darío Gómez, el Yerar, como lo llaman sus amigos, está convencido de que vivió todo lo que tenía que vivir de los dieciséis a los veintitrés años: dejó Buga, descubrió Medellín, se enamoró, militó en la política, vio morir. Luego cayó en la calma relativa de las caminatas, lo comunitario, las enfermedades y los amores que acaban. Cuando supo de la existencia de una planta de interior llamada coloquialmente “corazón de hombre” pensó que algo debía andar mal porque las que tienen corazón son las mujeres.
El Yerar es una de las tres mentes siniestras de este experimento, y en estos días dirá cosas tan bellas e incómodas como “Cuando alguna mujer tuvo la desastrosa idea de vivir conmigo, yo era el administrador del hogar; era bacano: yo me sentía cuidando el amor” o “A mí todo el mundo me ha dado cátedra de cómo ser un buen papá…, y a mí me importa un culo”. Los otros dos son Camilo Quintero, experto en temas ambientales, y Daniel Suárez, el último discípulo en tierra de Fernando González. A finales de 2018, ese año en el que se reportaron 41 feminicidios en Medellín, los tres concluyeron que había que poner a hablar a los otros corazones, los que palpitan y sangran, sobre esa desconexión insondable de miedos y frustraciones que traen con ellos mismos. Pero como los hombres son incapaces de hablar de sus debilidades, qué mejor excusa o motivo que echar mano de esa matica inocente que Gerardo sembraba y regalaba con devoción, símbolo de que un corazón masculino es capaz de amar, de dar y de ser solidario. Pandemia y media después aquí estamos.
Conviene entonces anotar ciertas cosas: este no es curso sobre cómo ser un buen hombre ni un buen padre ni un buen amigo o compañero. Menos, un retiro espiritual, y no son necesarios los votos de castidad o de sobriedad. No se viene a expiar culpas, tampoco a enfrentar un juicio. Los hombres de este no taller tienen claro que las mujeres son las principales víctimas del patriarcado, pero traen anquilosadas historias en las que hicieron daño y se sintieron incómodos por no decepcionar como machos. Hablan ya no de una masculinidad sino de muchas.
Día 15
No son fáciles de cuidar. Los corazones de hombre pueden sobrevivir mediocremente una vida entera, pero con dificultad florecen. La clave para que crezcan sanos (aspiración que está de moda) está en que las raíces tengan el espacio suficiente para desarrollarse. El resto es puro ojo y cariño: limpiarles las hojas con agua de plátano, y si es preciso decirles alguna “bobada linda”. El exceso de amor los perjudica. Bastan dos o tres días de agua. No resisten el sol directo. En cualquier caso, no pelechan solos como la lavanda o el perejil.
Cuidarlos es un ejercicio de paciencia y observación, dice Gerardo, sobre todo para los hombres que están acostumbrados a mirar el paisaje y no las hojas. Todo corazón de hombre tiende a la tristeza, a la amargura cuando está desprotegido; hay unos muy quebrados, y esos bordes son los que lastiman. Esta sociedad machista y patriarcal está surcada de espacios que exudan chorros de testosterona. Están los chats entre amigos de colegio o de videojuegos en los que no falta la foto de la amiga empelota o el meme que la ridiculiza. Los grupos de lucha universitarios que celebran al más fuerte, al que se alza en armas, al que se inmola porque eso hacen los hombres, y desprecian al callado o al tímido porque eso es de débiles. Las manadas que salen a chiflar mujeres. El calvazo y ese odioso “rooooncóóón” entre amigos al tipo que no le echa los perros a una amiga.
“A uno como hombre le deberían enseñar a llorar, porque yo con los años he ido llorando y qué descanso”, interrumpe J., jardinero, mientras agarra las hojas de un corazón: “Yo vengo de una familia machista en la que nos daban rejo desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. Cuando la vida me puso de jardinero me regaló algo que nunca tuve o que me robaron: la capacidad de asombro. Yo veo que esta planta se reproduce muy fácil, porque tiene el tronco carnoso. Mucha humedad la pudre y si se deja mucho al sol se quema, porque es muy frágil. ¿Sí me ven la capacidad de asombro? Yo eso no lo tenía. Mi papá todos los días me decía: hay que trabajar, apenas salga del bachillerato consígase una esposa y tenga hijos. Yo no tengo hijos. No me provoca. A fuerzas de lidia me cuido yo”.
La masculinidad es un lastre que cargamos hombres y mujeres, pero que nosotras podemos ver mejor por los efectos de la distancia. Para ellos, en cambio, el dolor es interno. Es la lucha contra el padre o la madre que los castigó cuando tuvieron ganas de llorar, contra los amigos que se burlaron porque no habían iniciado la vida sexual y los obligaron a visitar a las putas a los trece, contra los policías que los reclutaron a los dieciséis. El mandato de la masculinidad es una infección que consume. Es la imperiosa carga de la conquista, la imposibilidad de relaciones que no estén atravesadas por el sexo y las peligrosas trampas que construyeron para cumplir con todo aquello.
Ahí está nuestra mala relación con los tragos, la obligación del éxtasis. “Todos deberíamos hacernos estas preguntas —dice Camilo—: ¿qué tanto cambiamos cuando estamos prendos? ¿Por qué solo podemos coquetear cuando estamos borrachos, cuando no es que acosamos?”. O los incómodos piropos: “Por más bonito que sea el piropo la mujer no se siente segura. No sabe quién se lo está diciendo. Es como si usted al pasar por un barrio y le dijeran: qué chimba de tenis… Huy. Ya perdió”, dice S. “Una vez un muchacho me dijo: papacito rico… Y se sintió maluco, puede que no lo haya dicho con mala intención, pero yo quedé rayado”, dice J.
Día 30
Hay golpes en la vida, tan fuertes… En 2015, después de trabajar en la Corporación Región, quemarse en una campaña electoral, coordinar la estrategia social de los Parques UVA y acompañar el nacimiento de Morada en la Comuna 13, Gerardo fue diagnosticado con una enfermedad cuyo nombre es mejor no invocar. En medio del desaliento y de las largas temporadas en hospitales, de la despedida de su perro, encontró la terapia de las plantas. Ahora mismo cuida unos treinta corazones en su apartamento: los más despampanantes habitan la sala; los que están en terapia intensiva, su cuarto o su cocina.
Todo el tiempo los está regalando. A las mamás enfermas de sus amigas, a los amigos que gustan de los jardines, a los pelaos con mal de amores; la planta madre se la dio a una mujer en Altavista que acababa de enterarse de la muerte del marido. En compañía de Daniel, marcó un puñado de corazones con el nombre de unos jóvenes que llevaban ochenta días desaparecidos y se los regaló a las mamás. Un día después los hijos aparecieron muertos, y ese corazón se convirtió en símbolo de consuelo, amparo, rechazo a la violencia, esperanza. “La gente me pregunta: ¿en cuánto me vende un corazón? Pero los corazones no se venden. Los corazones de hombre estamos para dar amor, no para negociarlo”, cuenta Gerardo.
Los hombres llegan al cuidado de forma tardía o accidentada. Lo hacen porque se convierten en hermanos mayores o en padres, porque la cuerda se estira tanto que se rompe o porque los acorrala una pandemia. Mientras a las mujeres se nos susurra todo el tiempo cuídese o atienda a su familia, los hombres son criados para esconder la fragilidad, evitar el ridículo y asirse en el cinismo. Como los superhéroes que tanto adoran en la infancia. El machismo es una barrera que no solo no les deja dar sino recibir. “Sentimos que el cuidado es una moneda: yo dejo que me cuides si yo te cuidé antes”.
Ese silencio, en el caso de los hombres, y esa vocación kamikaze, en el caso de las mujeres, reduce peligrosamente lo que sabemos del cuidado y nos convierte en terribles verdugos. Nos parece que cuidar o cuidarnos es meter al otro en una cápsula, librarnos de toda enfermedad y pecado, someter a nuestros amigos con consejos y juicios, cuando por el contrario es pegar un grito de auxilio a tiempo, salir a bailar cuando el cuerpo no resiste más el encierro, librar una tusa, atender ese dolor de espalda que lleva semanas, ayudar a morir dignamente. Escuchar, sobre todas las cosas, escuchar. En estos talleres, llegaremos a un acuerdo básico sobre lo que es cuidar: acompañarnos sin hacer daño.
Día 45
¿Por qué los hombres no hablarán de estos temas? ¿Por qué no nombrarán sus miedos, sus frustraciones, sus emociones? ¿Por qué si cuando lo hacen se les ve tan contentos y tan livianos como ahora? Ayer J. le regaló un corazón de hombre a su papá y limó las asperezas que los tenían enfrentados desde diciembre. Él, un muchacho tan distinto al niño que su papá crio, y el viejo, un tipo orgulloso que empieza a perder la memoria. “Se puso a mirarlo y ahí mismo dijo: a esto le falta agua. Y nos abrazamos”. Esta semana G. saldó una deuda de casi veinte años y le confesó a su hijo que nunca quiso ser padre. Que fue un muchacho irresponsable que asumió su nacimiento como la traición de un acuerdo que tenía con una mujer. Sin intención de justificarse, le explicó los motivos de su distancia, el lugar desde el que ocupó su paternidad. El muchacho no dijo nada, pero al día siguiente le agradeció la voluntad de hablar en un mensaje larguísimo. “Y luego…, luego yo le quité el apellido”. Hay un chiste, siempre hay un chiste después de una historia así, una actitud muy masculina. El humor como una bocanada de aire después de un chapuzón. C. estuvo pensando en su arrepentido paso por el poliamor. S. cocinó toda la noche una cazuela de mariscos y pizza en agradecimiento por estas pláticas.
Comemos con alegría y bebemos vino. Brindamos por los corazones de hombre generosos y soñamos con relaciones más sanas. Recuerdo un verso de Mary Oliver: “Todo lo que estaba roto se olvidó de estar roto”. Ya no somos dos bandos: hombres vs. mujeres. Gerardo nos regala a cada uno un corazón que representa cierto compromiso con el cuidado propio: a M. le da uno con muchos esquejes por su fuerza; a S., por la paciencia, una hojita a la que apenas le empiezan raíces; a la periodista le da uno con las hojas muy reventadas, crónica de una muerte anunciada. Hay bromas y risas como de fin de temporada escolar.
Salgo de Otraparte rumbo al Centro. Entro a otro café y después a cine. En la sala me doy cuenta de que perdí mi corazón de hombre y salgo a buscarlo con desesperación aunque sé exactamente dónde está. Lo encuentro y reviso mi celular. Alguien más olvidó su corazón en una peluquería. Me alivia la irresponsabilidad compartida. Pienso en lo último que dijo Camilo: “Estas conversaciones deben llegar a la intimidad de nuestros hogares. Hablamos muy bonito en la calle, pero en la casa no nos cuestionamos lo suficiente”. Pienso también que por lo menos hablando algo se instala. Esta angustia. Esta conciencia.
Ayer hubo otro feminicidio en la ciudad.
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