Entre las muchas acciones artísticas del proyecto Nacido en cuarenta, una de ellas buscó combinar la fotografía y la música para documentar la pandemia en Medellín. El resultado: cincuenta minutos inquietantes en los que vemos —y oímos— la manera en que estos meses nos han cambiado la vida.
Por Camilo Jaramillo
Fotografías de Sergio González
Tres horas antes del Concierto incierto, Juan Fernando Ospina marcó una temperatura corporal de 38.9 grados. La fiebre, el calor del cuerpo por encima de lo normal: ese terror en estos tiempos de pandemias, ese límite que nos impide salir de casa o entrar a tantos lugares. Y Juan Fernando marcó 38.9, clarísimo. Estaba por ingresar al Museo de Antioquia cuando el vigilante le disparó el termómetro en el antebrazo. El hombre de uniforme miró la pantallita en rojo y dio un paso atrás. “No puede pasar”, le dijo, como quien mira a un leproso o a un terminal. “Pero si yo no siento nada”, respondió Juan Fernando, pálido. Y lo curioso —o lo significativo, o delirante en ese caso— es que nuestro hombre no pensó en el virus ni en el inminente encierro ni en la posibilidad de enfermarse. No pensó, pues, en lo que muchos pensaríamos. “Lo que pensé fue: marica, no voy a poder estar en el ensayo ni en el concierto para el que he venido trabajando durante este año”.
Juan Fernando Ospina es fotógrafo y director del periódico Universo Centro, y a veces junta imágenes y palabras o junta música e imágenes, y aquellos montajes híbridos, por momentos experimentales, tienden a resultar inolvidables. En Comportamiento y salud, de hace casi veinte años, había rock y había boleros y había música rara, mientras se proyectaban imágenes del cielo de Medellín o charcos de aceite; había una canción, Belencito corazón, cuya letra eran palabras que Juan había fotografiado por las calles del Centro y la Comuna 13. Luego puso a la gente a besarse frente a las cámaras de seguridad de la ciudad, en un extraño performance transmitido en directo por televisión. Años después, en Mozart casero, trabajó con un par de deejays y varios músicos para demostrar cómo don Wolfgang Amadeus vive en nuestra cotidianidad de ringtones y sonidos de reversa en el carro.
Con todo, Juan Fernando no es músico. Y menos mal, porque esa carencia hace que se junte con otros artistas para sus montajes. En abril de 2020, Ana Cristina Abad, directora ejecutiva de la Orquesta Filarmónica de Medellín, le propuso que pensara de qué modo traducir en imágenes y sonidos esta época de incertidumbre y encierro que apenas comenzábamos a vivir. Incluso, le presentó a un director para que lo acompañara en la parte musical: Juan David Osorio, que había compuesto obras corales, de cámara y orquestales, y había sido director invitado en la Orquesta Sinfónica Eafit, la Orquesta Sinfónica de Antioquia y la misma Orquesta Filarmónica de Medellín. Eso sí, les dijo Ana Cristina a ambos: “No tenemos plata para pagarles, pero cuentan con la orquesta”. Ella quería, sobre cualquier cosa, que la filarmónica no se quedara quieta
Juan Fernando ya venía registrando la pandemia en la ciudad. Fiel a su costumbre de recorrer las calles, había fotografiado la primera venta callejera de tapabocas y gel antibacterial, en esos momentos en que muchos creían que esto sería una gripita pasajera o un cuento chino; también había capturado los primeros días de toque de queda, con una Medellín desolada como nunca la había visto: con Barrio Triste sin gritos, con palomas desesperadas buscando algo que comer y con la arquitectura nueva que se abre ante los ojos cuando no hay carros por delante ni la agitación de la ciudad encendida. Al mismo tiempo se había percatado de los muchos que no podían esconderse porque su casa son las aceras y porque el hambre y la necesidad son más potentes que cualquier pandemia. Algunos amigos le preguntaban: ¿por qué salir, para qué exponerse? La respuesta se la había dado un hombre en la calle: “Al que no sale, no le da el viento”.
En los meses siguientes, lo máximo que se aguantó encerrado fueron cuatro días. En los demás siempre pisó la calle. Fotografió el Centro y la periferia, los trapos rojos, las marchas con tapabocas, los tantos cambios que hemos vivido. No es que no tuviera miedo: es que no sabe hacer otra cosa. O lo que es lo mismo: si no hace eso —si no sale, si no ve, si no crea— se siente muerto. No le da el viento. En dos ocasiones —la una tras fotografiar a una multitud en el Centro y la otra luego de capturar la tensión en una sala de cuidados intensivos— llegó a casa creyendo que se había contagiado. Y no. O quién sabe. En todo caso, para quien lleva más de treinta años retratando la ciudad, quedarse encerrado no era una opción.
La pregunta para Juan David era cómo musicalizar todo aquello. ¿De qué modo poner en notas y acordes el silencio y la distancia? Cada quince días los dos se reunían tras las odiosas pantallas de Zoom y hablaban de los avances. Los de Juan Fernando afuera, los de Juan David adentro; el uno disparando el obturador y el otro frente al pentagrama. Había una certeza: la obra tenía que mostrar las subidas y bajadas que habíamos pasado en este tiempo; la manera en que el miedo, que al principio estaba a dieciséis mil kilómetros, ahora se encontraba a solo dos metros, y cómo todos, de repente, éramos webcamers. La música y las imágenes debían parecer un mecanismo de reloj.
Al principio, las tales normas de bioseguridad obligaban a pensar en un concierto de cámara, pero ambos sabían que la complejidad del tema ameritaba más. Querían bajos, percusión, viento, coros. También querían un concierto con público, como los de antes, no solo una transmisión en streaming en un teatro vacío. Con el paso de los días se permitió hasta veinte músicos en escena y algunos espectadores, guardando las distancias. El Museo de Antioquia se sumó a la propuesta, facilitó espacios y financiación, y todo se integró a algo más grande: Nacido en cuarentena, una combinación de literatura, música y artes plásticas para retratar este momento. Un proyecto de la Orquesta Filarmónica de Medellín, el Museo de Antioquia y Universo Centro en el que se invitó a doce escritores para que plasmaran sus reflexiones o relatos sobre la pandemia, y a doce artistas plásticos o colectivos para que diseñaran carteles con los cuales llenar las paredes de la ciudad. Frases como “Tengo algo raro que no es tristeza” o “El miedo vino para convertirse en otra cosa” se leen en estas obras. Cinco compositores crearon piezas de cámara que fueron presentadas en espacios como la estación Parque Berrío y el museo Otraparte, y se realizó una exposición en el Museo de Antioquia con los carteles y los textos. Como remate, estaba el Concierto incierto. Iniciativas que a su vez se vincularon a #ElPoderDeLaCultura, la unión de organizaciones de la ciudad para demostrar que, aun en pandemia, la cultura nunca se detiene. Siempre resiste.
Como no se podía reunir a los músicos para ensayar, en momentos en que los espacios culturales parecían más amenazantes que los aeropuertos o las discotecas, toda la propuesta musical estaba en un programa de computador que sintetizaba los instrumentos. El resultado parecía música de Atari, se quejaba Juan Fernando, preocupado. Juan David le explicaba que esa era solo una referencia, que el sonido real era otro, con los bajos vibrando en el cuerpo y los agudos picando el oído. Pero que solo podía entenderse hasta empezar los ensayos y escuchar los instrumentos de verdad. Quince días antes de la presentación, la soprano que haría parte de la obra se enfermó y hubo que reemplazarla. Otro problema lo representaba el metrónomo: al ser un montaje donde la imagen y la música iban unidas, los intérpretes debían sentir el metrónomo —mediante un sistema en el que cada músico tiene audífonos para escuchar pistas que el público no percibe—, con el agravante de que en caso de desfase entre la pista y los músicos todo iba a perder coherencia. “Era como hacer música para cine”, recuerda Juan David.
Tres días antes del concierto al fin pudieron ensayar. El lugar escogido para la presentación —donde se permitiera el distanciamiento tanto entre los músicos como entre el público— fue el parqueadero del Museo de Antioquia. “Un territorio comanche”, como lo llamara la directora del museo, Maria del Rosario Escobar, al estar rodeado de cantinas, prostíbulos, expendios de droga. El centro del Centro. En uno de los ensayos hubo que pedirles a los dueños de las cantinas que bajaran la música porque el sonido de sus bafles era más fuerte que la misma filarmónica. En otro de los ensayos, en efecto la orquesta se desfasó con las imágenes proyectadas en la pantalla. En la prueba de sonido, la percusión sonaba muy pasito. Hasta el día antes del concierto, Juan Fernando tomó fotos, obsesivo con la idea de mostrar cada momento de la pandemia en Medellín. Entonces, cuando ya solo faltaban los últimos detalles, no lo dejaron entrar a su propio concierto.
Todo fue un malentendido, un mínimo fallo, quizás una simple coartada para mantenerlos leyendo hasta acá. Porque al segundo siguiente el vigilante volvió a disparar el aparato, esta vez en el cuello, y marcó 36.2. Y otra vez: 36.2. Así que solo se trató de uno de esos momentos en los que uno piensa: aquí fue, todo se fue a la mierda, pero que al instante se arreglan y el mundo sigue su curso y el susto se convierte en mera anécdota de salón. Aunque quién sabe. Queda el eco de una incomodidad: la certeza de lo frágil que es la vida. Por si las moscas, al rato volvió Juan donde el vigilante para que le tomara de nuevo la temperatura. 36.2.
Entonces, ahora sí, el concierto, que comienza con imágenes de frases tomadas en las calles, anticipatorias. Frases como “Baile póstumo” o “Todo Nada va a estar bien”. La calle, pitonisa, siempre habla, y tanto lo sabe Juan que nunca deja de fotografiar letreros, números, grafitis. Luego se proyectan videos de gente besándose. Besos con lengua, con ganas, babosos, entre hombres y mujeres o mujeres con mujeres u hombres con hombres y lo que fuera. Besos en la calle, antes del tapabocas. La calle. Vemos la algarabía de lo que pareciera ser un diciembre en el Centro de Medellín, con la gente aglomerada, apretujándose, recordándonos que eso era la vida: ese contacto con el otro, ese rozarse los hombros al caminar, ese compartir bacterias y virus que no nos hacían tanto daño. Los bajos suben y la soprano Laura Moreno canta este verso de Lorca: “Ya viene la noche”. No lo sabíamos, todo parecía tan lejano, y sin embargo. “Ya viene la noche”. Aparecen los tapabocas, maniquíes con tapabocas, y el contrabajo juega con el pícolo, instrumento agudo, para representar las distancias, los dieciséis mil kilómetros en que estaba Wuhan y que terminaron a dos metros de miedo. Llega el primer toque de queda y vemos el estadio solo, Barrio Triste solo, los parques solos. Escuchamos el testimonio de una mujer en la pantalla que dice: “Pensé que iba a ser una cosa rápida, pero resulta que esto se alargó”. La pantalla que se vuelve pantallita, recuadros, caras. Un modo de vivir frente al cual hicimos fiestas y velorios. Luego la música se acelera y comienza lo que Juan David llama “el momento sambito”, el movimiento después de la quietud porque el hambre no aguanta tanto encierro, y surgen los trapos rojos, las largas filas por un plato de comida, en contraste con la muchedumbre que sale a comprar con la esperanza de un impuesto menos. Vemos El Sinaí, ese barrio encerrado en su contagio, doblemente amenazado por carabineros y helicópteros. Mientras todo eso pasa en el escenario, afuera, en la calle, suenan pitos, vendedores ambulantes, música de cantina. Se filtra, delicioso, el olor de algún bareto. Y llega la noche, la noche en la pantalla, y del momento sambito, con sus dejos de ritmos colombianos, pasamos a un réquiem, y la música se hace lenta, espaciada, honda… Aparecen las ambulancias, las salas de cuidados intensivos, los médicos derrotados, la morgue. La cantante, acompañada por un coro virtual, nos recuerda un verso de Gerbasi: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”. Vemos fotos de plásticos desechados. Vemos la lluvia sobre el pavimento negro. Recordamos que uno de los carteles decía: “Nada va a cambiar. Nomás moriremos”. Pero también que otro anunciaba: “La vida se propaga como un virus”. A lo mejor por eso, luego del réquiem pasamos a un video de un par de músicos en la avenida La Playa que tocan una canción de diciembre ante algunos borrachos con el tapabocas en el cuello. Porque eso somos: desordenados y confusos, pero siempre vivos. Y vuelven las imágenes de los besos, diciéndonos que esto es un ciclo, un punto de giro del que no saldremos iguales, aunque con suerte saldremos, con otra mirada. Nacidos en cuarentena. Y es cierto: hacia la noche volveremos. Pero mientras tanto hay que tratar de bailar como borrachos en La Playa.
Después de los aplausos, Juan Fernando —camiseta negra, jean negro y desteñido, pelo largo, muchacho por siempre— subió al escenario y habló de la incertidumbre, palabra reina durante la pandemia. Y que a veces, mágica, también permite crear cosas. Como dijo la poeta polaca: “La inspiración, sea lo que sea, nace de un constante no sé”.
“No sé. ¿Le tenemos nombre?”, le preguntó Juan Fernando a Juan David. En tantos meses, nunca habían hablado de si la obra musical se llamaba de algún modo. “El Concierto incierto. Es que qué mejor nombre. El Concierto incierto”, respondió Juan David, seguro.
Vea el Concierto Incierto
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