La última tripulante de La Barca

Por Mauricio López Rueda
Fotos por Juan Fernando Ospina

“Allí donde huele a mierda, huele a ser”, escribió, durante una de sus muchas muertes, el eterno moribundo que al fin no murió, Antonin Artaud, oráculo y faro de otro moribundo que, tras fallecer en 2018, todavía se resiste a cruzar el umbral del olvido, Bernardo Ángel Saldarriaga.

Olía a mierda, y aún huele, en ese infinito escenario de las elucubraciones del acólito de Cisneros: la calle. Y, por sobre todas las cosas, olía a mierda su gran tarima: el Parque de Bolívar, ese reino de culos libres y penetrados, de vidas suspendidas en la tardanza de una promesa. Quizá por eso, aquel prometeico apóstol de lo absurdo, de la rebeldía, prefería estar allí, y no en las tablas del Pablo Tobón, el Matacandelas o el Metropolitano.

Bernardo, por si acaso, se hizo teatrero en el más clásico de los teatros, el callejero, pero también bebió del anís de la academia, vinculándose al “Taller” de la Universidad de Antioquia, ese donde también se formó Carlos Mario Aguirre, por solo poner un ejemplo.

“El teatro es sentir la existencia misma, porque de otra manera uno se siente muerto”, discursaba Bernardo cuando olía a tumulto, cuando presentía que lo escuchaban o cuando tenía enfrente una cámara de televisión o un entrevistador esporádico de algún medio independiente o universitario.

Se explayaba en metáforas, pensamientos y alegorías, como si se tratara de un mesías callejero y anónimo, cuya sabiduría estuviera fuera del alcance de los demás mortales.

“El teatro es empezar a recorrer la propia geografía, la del cuerpo, porque de esa forma uno puede adentrarse en la oscuridad de la muerte. El cuerpo tiene que volver a ser el receptáculo del caos”, era otra de sus máximas más repetidas.

Bernardo y Carlos Enrique ‘Quique’ Márquez fundaron La Barca de los Locos en 1975, año de rock and roll y rebeldías juveniles; de Isadora y Rodolfo Aicardi; de ‘La Capitana’ María Eugenia Rojas; de hippies y de intelectuales. Una barca de locos era Colombia en aquella época pos-Ancón y previa a la televisión a color.

Salían a las calles, exultantes, y atracaban su barca en las riberas de las plazas, de los parques, por donde transcurría la vida medellinense. Les agradaba el Parque Bolívar, quizá por la silenciosa y celestina presencia de la catedral, con su adormecido dragón Walcker de 478 narices.

Y es que Bernardo, oriundo de Cisneros, al nordeste de Antioquia, había sido alimentado por el más rancio catolicismo desde que se ponía pantalones cortos. Fue acólito y estudió en un seminario, antes de resucitar para la vida en los años previos a su etapa universitaria.

Murió hace dos años, en 2018, y su luz todavía palpita, al menos en el alma de su excompañera y amante Lucía Agudelo Montoya, socióloga y profesora de la Universidad de Antioquia, y quien, además de mantener el legado de La Barca, ha cuidado con celo los retazos de pensamiento de Bernardo, su Bernardo.

“Nosotros hemos sido formados en la cultura de la cruz, yo mismo vengo de la experiencia del seminario. Por eso la música gregoriana, las velas, el ritual, el mito, la congregación. Porque el teatro es una misa, donde tratamos de levantar un muerto”, escribió alguna vez ese loco enjuto y de pelo blanco quien, como Artaud, escribía y se hundía constantemente, porque al hundirse renacía, siempre.

“Yo sentí que tenía que hacer escritura, pero esa escritura tenía que hacerla en el papel y en el cuerpo, porque el papel se vuelve cuerpo y el cuerpo papel”, predicaba.

Lucía lo acompañó en sus últimos años, y en todos sus años de estrafalaria locura. Fue su compinche, su llave, su compañera y su musa en esas tardes de teatro en el Parque Bolívar, desde 1984, frente a ese inverosímil Bolívar de bronce y a caballo al que cagan las palomas casi que con consciente ironía. 

Se unió a La Barca, Lucía, en 1981, atraída por el desparpajo libertario de Quique y Bernardo, quienes a punto estaban de partir cobijas. En el Parque Bolívar presentaron quince obras que se iban rotando todos los jueves por la tarde. El Gallinero, Rumbo a las Indias, Aúllan los lobos, La Monja, La Dentellada, Más y Menos y La historia del zoológico fueron algunos de esos manifiestos dramatúrgicos que liberaban carcajadas y despertaban una que otra duda entre los impávidos asistentes.

“Bernardo era un actor sinigual de las tablas y las calles”, expresa con melancolía Lucía, una mezcla de la Catherine de Cumbres borrascosas y la Dulcinea de Don Quijote

También ella tuvo un pasado, uno bello. Sus padres, Ramón y María del Socorro, fueron profesores y artistas, en Santa Fe de Antioquia. Les enseñaban de letras y de números a sus alumnos en las mañanas, y en las tardes les ayudaban a desaprender a través del arte.

Era una peculiar y simétrica relación, una que trató de replicar Lucía con Bernardo, pese a las salpicaduras de machismo, quizás involuntarias, del acólito de Cisneros.

La Barca de los Locos es una apología a la vagancia, aunque una vagancia pródiga en arte, en literatura, en vida. Deambularon por muchas ciudades, carreteras y callejones. Se presentaron en el viejo Eslabón Prendido, pero también llegaron a España y Venezuela.

Y en esa trashumancia no siempre estuvo presente Bernardo, quien durante un tiempo se dejó seducir por las luces y la prensa de la capital, y se fue a hacer teatro de masas en el Teatro Popular de Bogotá, hipnotizado por los aplausos, las portadas y los bacanales en Chapinero y La Candelaria.

Se cayó de La Barca, podría decirse, y naufragó alucinado por los amplios mares del gran teatro. Pero Bernardo supo retornar a su corriente, como buen navegante, y al poco tiempo volvió con su tripulación para jamás volverla a abandonar.

Por eso duele tanto su muerte, porque Bernardo no solo era el capitán de esa Barca, sino también mástil y timón, vela y ancla. 

Bernardo presagió su propia muerte. Un día, así porque sí, le dijo a Lucía que era necesario crear monólogos, para que el teatro continuara a flote, “sin necesidad del uno o del otro”, y entonces crearon La reina negra, Deslices, Rasguños y otros tantos desahogos del alma. Y, como llevado por ese mismo presagio, comenzó a acercarse a La Barca otro vagabundo del teatro, Carlos Orlaz, un Yago bueno, pero enamorado de Desdémona. 

Orlaz, en todo caso, cumplía uno de los requisitos: estar loco. Había estudiado Ciencias Políticas, quién sabe por qué, pero adoraba el teatro.

Junto a él, Lucía, la última tripulante de La Barca, pudo mantener la nave a flote y soportar los duros años pos-Bernardo y la dolorosa temporada de la pandemia. 

“La muerte de Bernardo atrajo muchas tormentas. Primero, cerraron el Parque Bolívar para remodelarlo, y eso duró un año. Y luego llegó la pandemia, que nos ha impedido salir”, cuenta ella, todavía un poco desolada.

Para pasar los momentos amargos de pandemia, del aislamiento, de la soledad, Lucía y Orlaz han hecho exposiciones virtuales con la Barra del Silencio, Teatro Independiente, Canchimalos, el Porfirio Barba Jacob y el Lido, con ellos han hecho subastas y presentaciones de las obras La reina negra, La señora Mí y Deslices

Antes de la pandemia, Lucía jamás había tocado un computador o una tableta, y tampoco le daba uso a las redes sociales. Ahora tiene portátil, canal de Youtube y página en Facebook, canales virtuales que se han transformado en sus nuevos escenarios artísticos.

Su hermana Luz Elena es quien le maneja las redes sociales, y su hermano Mario Alberto se encarga de grabar videos y hacer pequeños documentales.

Hace mucho teatro de monólogo, y con el tiempo se ha ido acostumbrando, pero no es fácil, sobre todo porque, por allá adentro, muy cerca de su corazón, todavía zumba el recuerdo de Bernardo, de esas noches con él en la casa de Maturín con Girardot, de esa temporada que pasaron juntos en La Calera, en Bogotá, donde compartían con Eduardo Escobar, el nadaísta.

Además, ella, que todavía se duele por la muerte de su padre, quien se fue en 2016, y la de un familiar cercano que falleció hace poco por cuenta del coronavirus, se pasa días enteros cuidando a su madre, que ya tiene noventa años largos.

“Ellos siempre buscaban la montaña y el río. Les gustaba el agua”, los recuerda Lucía con la mirada fija en algún punto impreciso, como para sostener la imagen de sus viejos, para retocarla.

También mantiene vivo el recuerdo de Bernardo, su Bernardo, ese que brindaba con Gonzalo Arango y Darío Lemos, y que curioseó en Ancón de la mano de Teresita Gómez. Ese que escribía para no morir, y que hacía teatro para sentir la vida.

Quedan tres libros que describen el alma de ese capitán loco de La Barca: Transfiguraciones, Teatro, locura y éxtasis, y Teatro carnal, libros que se lograron gracias al esfuerzo de amigos como Editorial Fallidos, Los Ermitaños y el Teatro Porfirio Barba Jacob.

Y queda también el documental Fin a lo bonito, realizado por Lucía, su hermano Mario Alberto y Carlos Orlaz. Fin a lo bonito también es una obra que ha visto la luz con Lucía y Orlaz, pero que, por ahora, solo se presenta en la virtualidad pues, por más que los artistas callejeros hayan podido volver a su escenario natural, La Barca, en particular, se ha quedado sin puertos seguros.

“La Barca, por ahora, no morirá, aunque quizás no vuelva al Parque Bolívar, porque el espacio público ya no existe, ya todo en la ciudad está vendido, y hasta para hacer teatro libertario, con los pies descalzos e invitando a participar al público, hay que hacer fila y pedir permiso”, truena con rabia Lucía, y de nuevo en su memoria vuelven a apelotonarse los recuerdos, de cuando leían a El Bosco y a Foucault, y, como ellos, trataban de dar la lucha contra todos los apartheid de este mar cruel y despiadado que llamamos humanidad.

En ese mar sigue navegando La Barca de los Locos, con su nueva capitana, con su Ángel y Demon, con su teatro de ruptura y amor por la vida; teatro de piel, de carne, porque, como decía Artaud, “vivir no es otra cosa que arder en preguntas”, y el teatro de Lucía y su Barca, desde 1981, no ha sido otra cosa que vivir, vivir hasta las últimas consecuencias.

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