Espíritu de serpiente

Todo lo que vemos está vivo. También la montaña y el árbol en su aparente quietud. También las piedras y el agua que corre. En un llamado para sanar la relación con la naturaleza, Visión Suroeste, Ikuna, Mijos y Comfama se unieron para celebrar la segunda versión del Festival del Río. A las orillas del Río Frío, afluente que baña a Támesis y Jericó, organizaciones sociales, mujeres y jóvenes, se encontraron para reivindicar su derecho al territorio.

 

Por Miguel Ángel R. Cortina
Fotografías de Camila Henao Cardona

Támesis y Jericó comparten un río, aunque mejor podríamos decir que la cuenca de ese río baña a Támesis y Jericó. Que su fluir hasta otro río, el Cartama, ha sido el escenario para el desarrollo de los dos pueblos, y antes, para comunidades indígenas, y mucho antes solo para animales, y siempre para los animales y el bosque. Le dicen Río Frío, pero también se llama río Do Dama Jaurí, que en emberá significa espíritu de serpiente, y quién sabe si él mismo se autodenomine, si le guste el adjetivo o la alusión a su forma reptil. Nace en el Monte Rucio, a 2830 m s. n. m. en Jericó, y corre por 27,71 km hasta unirse al Cartama, que a su vez se une al Cauca, que escala hasta juntarse con el Magdalena y desemboca en el mar Caribe.

Un río puede verse simplemente como agua que fluye; no llora, no crece, no se llena de anhelos y miedos. Sin embargo, para las comunidades indígenas toda la naturaleza está viva. En su lengua se comunican con ella y le piden permiso para cohabitar sus espacios. No vemos al río llorar, pero lo vemos crecer, lo vemos menguar. No sabemos de sus temores, pero se seca cuando lo rodean monocultivos, se enferma cuando vierten basura en él, se rebela cuando cortan su cauce, porque su mayor deseo es llegar al mar. El río da vida, el río está vivo.

El 12 de noviembre amaneció helado en Támesis. Llovió desde la madrugada hasta el alba. El sol calentaba poco a poco, el día tenía tintes de lluvia, pero las nubes, livianas y finas, no amenazaban con un aguacero. Una escalera parqueada esperaba una cuadra más arriba del parque principal para arrancar. La cita era en la vereda Río Frío, sector La Tenería. Al llegar, después de un recorrido por carretera destapada, la gente comentaba: “Miralo como está de sucio”, “pero eso es por la lluvia, él normalmente es clarito, hasta se ven los pececitos”. Y ahí estaba: un río que más arriba es portentoso, blanco de la fuerza con la que atraviesa rocas, tan fuerte que de un salto alimenta a la hidroeléctrica Julio Simón Santamaría, y luego va midiendo su potencia de acuerdo a la pendiente del terreno. En el meandro donde es el festival, estaba de un café claro, lleno de sedimento y manso, con un fluir suave pero filoso. La gente bajaba de las escaleras que venían de Támesis y Jericó, o de sus carros, motos, bicicletas, e iba acomodándose en la manga, estirando toallas, manteles, colgando hamacas. Saludando, o merodeando por la llanura.

Varias carpas creaban una especie de media luna, en cuyo centro había una mandala que en un primer momento pasó desapercibida. Un oficial de policía de turismo hacía ejercicios de estiramiento con un grupo de niños. El río, si no se estaba cerca, no se escuchaba. El bullicio le ganaba a su suave silbido. El trasegar de Río Frío divide la llanura en dos: de un lado, Jericó; en la otra orilla, Támesis, donde estaban las carpas de Visión Suroeste, Ikuna y Mijos, los organizadores del festival. A los alrededores cundían cultivos de pino patula y aguacate.

Un palosanto desprendía un humo denso que el sol picante rasgaba y la brisa desplazaba, ahogándolo. Los asistentes rodearon el mandala lleno de flores, café, petaco, cidra, maíz, piña, cacao, banano; una espiral de bienes de la regiones. La intención era abrir el festival, armonizar con el territorio, con el río. La espiral representaba la vida. En su centro colgaba una bandera de una rama que rezaba: “No a la mina, sí a la vida”. En su final, velas y una coca con agua se unían al resto de los elementos que representan la cosmovisión indígena: agua, fuego, tierra y aire. Maria Fernanda Montoya, en la oración donde agradeció por el río y el festival, dijo: “Recordar que somos naturaleza”.

En esa frase está el quehacer de Visión Suroeste, una organización de la que hace parte Maria Fernanda, o Mafe, y que según cuenta busca “promover la transición hacia la regeneración en el suroeste de Antioquia, y la conciencia de que somos ecodependientes, que somos naturaleza, que hacemos parte de ella y que podemos regenerarla a partir de regenerarnos a nosotros mismos”. Esa meta la comprenden un conjunto de acciones como jornadas de siembra de especies nativas, la creación de redes de apoyo y espacios que fomenten la reflexión de problemáticas, y la apropiación del entorno, como el Festival del Río.

Cuando el ritual con el mandala terminó, el sol, que antes quemaba bajo los zapatos, pareció apaciguarse. Los asistentes cogieron sus ofrendas y fueron dispersándose. Unos se acercaron a la carpa donde campesinos de la región vendían comida o frutos de sus cosechas. Otros, a un lugar destinado para que los niños y niñas pintaran o crearan cuentos sobre el río. Los demás se pusieron a jugar, a meterse al río, o entraron a una carpa donde un señor de sombrero, Herman Vergara, hablaba de la vereda Río Frío.

Con un micrófono que amplificaba su voz, llamando a los asistentes mientras cortaba su relato, Herman rememoraba el pasado de la vereda, del río mismo. “Era un río emblemático, lo sigue siendo, pero en aquel entonces era supremamente caudaloso”, dijo. La gente pescaba en él, sobre todo truchas. Fue una zona rica en cultivos de pancoger. Desde su casa, él veía pasar a los campesinos llevar las cosechas a Támesis. Luego, “mucha gente del campo, sobre todo los jóvenes, empezaron a emigrar al pueblo y la ciudad. De la vereda muchas familias se fueron a buscar otro rumbo. La vereda se fue despoblando progresivamente”. Las casas vacías pulularon en la región, acaso como la secuela de una peste, y con su abandono “fueron apareciendo algunas fincas de grandes propiedades en la zona”. Fincas dedicadas, en su mayoría, a la ganadería extensiva.

La variedad de cultivos dio paso al ganado y al pasto, que a su vez dio entrada al pino patula, cuando algunas de las grandes fincas vendieron a inversionistas. Hace unos años, en 2010, también llegó el aguacate. Los tres monocultivos no solo han afectado la tierra, que se torna infértil al requerir más agroquímicos y fertilizantes para producir, también drenan el río, le imponen una carga a la que no está acostumbrado, diezman sus fuerzas. “Da pena verlo en verano”, cuenta Herman, quien duda que el río dure mucho tiempo, al menos en su estado actual.

Hubo un tiempo en que la gente venía más a Río Frío. Era común que las familias hicieran paseos de olla, pasaran puentes, celebraran sus fechas especiales. “Veníamos acá a las fiestas de la empresa”, “antes allí había una roca grande”, o “cómo pasábamos de bueno por acá”, eran los relatos de las señoras que asistieron al festival. Contrastaban en su memoria los momentos junto al río. Antes no solo era más caudaloso, más profundo, también había más acceso a sus playas. La aparición de esas grandes fincas les fue cerrando la entrada. Ahora todas son privadas. Solo en el sector de La Tenería, donde es el festival, la comunidad puede entrar libremente. A la larga, esto puede hacer que los tamesinos y jericoanos pierdan contacto con el río, lo olviden, y este se vuelva solo un nombre corto de algo que pasa por el pueblo, de algo que cuentan los viejos de sus historias de antaño.

Al lado de Herman estaba la carpa de Ikuna, donde los niños y niñas pintaban el contorno serpenteante del río o escenificaban las actividades del festival. Este colectivo le apuesta a la construcción del tejido social y del sentido de pertenencia en el suroeste antioqueño. Estefany Pérez, una de sus integrantes, explica que “no estamos habitando un espacio solo como humanos, sino como parte de la naturaleza”, y también llama la atención respecto a reconocer al río como un vecino más, como a otro paisano. Porque si es extraño, si no se conoce, ¿para qué se defiende? Luego de que acabe el festival, en la escuela de la vereda de Río Frío, Ikuna hará un mural, un trazado artístico donde se decanten las ideas que adultos y niños pintaron.

Cruzando por un puente de troncos, construido sobre un pequeño caudal que se desprendía del río desde esa orilla de Támesis, estaba el vecindario de Mijos (Movimiento Independiente de Jóvenes del Suroeste), donde se encontraba la playa en la que las personas se bañaban en el río. Cerca, sentados sobre bolsas de plástico en el suelo, otros creaban figuras con cerámica, rememorando las herramientas con arcilla que antes elaboraban y usaban las comunidades indígenas. Había también una carpa llena de fotos de animales que viven en el río o sus riberas, como la chucha de agua, la tortuga mordedora, la rana de lluvia o la oropéndola crestada. Los que estaban ahí dibujaban una nueva especie resultante de una mezcla de ellos, una que ayudara con las problemáticas que afronta el río.

Una cancha de voleibol improvisada, en la que constantemente se armaban equipos, y un juego donde la gente iba entendiendo el paso del río, desde su nacimiento en Jericó hasta llegar al mar Caribe, terminaban de conformar el vecindario. Para Daniel Ortega, de Mijos, el juego es importante: “Nos curamos cuando jugamos, cuando nos reconciliamos con nuestro niño interior, cuando compartimos con amigos”. No solo es diversión, también es comprender el río, “es explicar que estas aguas se relacionan a otras aguas, y eso es parte de entender esas vecindades del río. Es un río que se expande”.

La noche llegó con premura a la llanura. El sol fue dejando una estela plateada en el río y, con el paso de la oscuridad, la gente salió de él. En una tarima iban sucediéndose artistas, a su alrededor algunos jugaban frisbee, otros se iban agrupando en torno a la música. Con las únicas luces presentes se podría decir que la tarima se asemejaba a una fogata, se volvía el centro del festival.

“Sería irresponsable decir que un proceso como este puede solucionar la salud de un río tan grande, tan intervenido, tan importante como este, pero lo que sí es cierto es que nos pone a conversar alrededor de lo que está pasando y cómo lo podemos sanar”, dice Mafe. Sus palabras condensan el espíritu de un festival que se hace por segunda vez. De una ocasión para reunirse, para compartir, disfrutar, pero también para reflexionar qué podemos hacer frente a un río que nutre a dos pueblos, a muchas comunidades, pero que está en peligro por la amenaza de la minería, por las consecuencias de la privatización, la agroindustria y la deforestación. Mientras, él mismo, casi silencioso, sumido en la noche, es delatado por su movimiento. Ya no se refleja en él la luz del sol, como espejitos protuberantes, ni el atardecer lo llena de brillo. Se escurre, serpentea y baja, arrastrándose para llegar al Cartama.

 

Coda: En el centro de Medellín, ya no entre las carpas en la vereda Río Frío, hay una mandala. Tiene frutos y flores, y también calzoncillos, barajas de cartas. Es sábado 18 de noviembre, el Festival del Río fue hace apenas unos días. En esta tarde el cielo se derrama, no sobre la llanura del suroeste, sí sobre cemento pisoteado y amansado de los que transitan por Plaza Botero. Alrededor hay carretas que en otros días se colman de mangos, ropa, vegetales, para que sus dueños se rebusquen el día a día, pero hoy están vacías. Sus parlantes no pregonan el pague dos lleve tres, rebaja imperdible, aproveche la promoción, sino unas coplas del poeta Santiago Rodas: “(…) No copio de límite, cerca, ni frontera / Sin visa ni visaje ni rut / Yo soy el paisaje pasaje cruce acera…”. Una armonización con médicos tradicionales de la comunidad embera chamí es sucedida por Los autenticos del ritmo, el grupo de músicos del Parque Berrío. Entonan El Cristo de la pared y otros clásicos. Las tinteras reparten esta vez tinto preparado con café cultivado en Támesis. “La naturaleza también se rebusca”, dice Mafe, y aunque el Río Frío no pase por la ciudad, luego sí se encontrará con el río Aburrá, allá, más lejos, en la corriente furiosa del Magdalena.

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