Río Frío está anclado a las memorias sentimentales de Támesis y Jericó, en el Suroeste antioqueño. Sus aguas, que han sido fuente de ingresos y disfrute para distintas generaciones, han padecido también varias amenazas en los últimos años. Con el Festival del Río, Comfama, el museo Maja y Visión Suroeste quieren poner de nuevo la mirada sobre esta corriente natural. Una mirada por la regeneración y el aprovechamiento colectivo.
Por Camilo Jaramillo
Fotografías de Sergio González
Todo esto era el río. La caminata de domingo por una carretera pedregosa o la trocha donde las botas podían pegarse en el pantano, o el bus escalera, tambaleante, que hacía invocar al ángel de la guarda o a san Cristóbal. La vista imponente hasta el cañón del Cauca. El olor de los cafetales en el camino. El canto del carraquí.
Era salir en familia, cargando la olla grande en la que se prepararía el sancocho, o trasnocharse preparando los fiambres envueltos en hojas de congo. La papa sudada, el huevo blando, las tajadas de plátano maduro. Armar un fogón con tres piedras y unos chamizos, cuidar que el chocolate hirviendo no desbordara la olla y apagara las llamas. Era la fogata en la que la mirada se perdía, las canciones de siempre en la guitarra, las historias repetidas que con nueva fe volvíamos a escuchar.
Era, también, el primer escape de la familia. Volarse con los amigos o con la primera novia, sentarse a contemplar el cauce o bañarse en pelota y sin pudor. Era acampar bajo el frío, correr cuando llovía hasta encontrar una casa abandonada, contemplar la noche en el regreso.
Todo esto o algo de esto. Para algunos, el río era la infancia. El perro –Danger, Rambo, Zeus o Firulais– jugando libre por el campo, la abuela revolviendo el caldo, el humo que se pegaba a la ropa. Otros lo asocian más con la juventud. El beso en el morro –a Paola, a Sandra, a Natalia; a David, a Esteban, a Juan José–, el partido de fútbol en la manga, el primer cigarrillo. Algunos, adultos ya, no dejan de ir a tomarse unos tragos, a acampar de nuevo, a poner las viejas canciones con todo el volumen de la grabadora.
Astrid lo recuerda bien: el río tenía unas piedras de colores con las que uno podía pintarse la cara; Felipe habla de las carreras de caballos; Sebastián de la oportunidad de manejar el carro mientras su papá charlaba con los amigos; William de las sabaletas que bajaban por montones; Patricia de las marialuisas que vendían en las tiendas del camino; Morocho de los saltos, de los clavados: el agua helada cobijando el cuerpo. Todos, sin discusión, hablan de la alegría. Aunque digan que los ríos no tienen olor, este río, el Río Frío que atraviesa a Jericó, Támesis, Andes y Jardín, huele a niñez, a recuerdos.
“Por lo menos en Támesis, todos han tenido que ver con este cauce –explica Astrid, Astro, de apellido Henao, coordinadora territorial de Visión Suroeste–. Es como la sangre de esta tierra”. Si hasta en el himno de este pueblo se le canta: “Honra a la savia natura que al Río Frío fecundo te dio”. Una historia que comparten muchos pueblos. Al fin y al cabo todos –o casi todos– venimos de los ríos o tenemos que ver con ellos. Como escribió Ignacio Piedrahita, geólogo y cronista: “En cualquier punto donde se les mire, los ríos se extienden más allá de sus márgenes. Todo lo controlan, todo lo saben, nos vigilan y nos toleran más de lo que nosotros somos capaces de tolerar”. Y más: “Las personas que habitan directamente en las regiones fluviales sienten los ríos de una manera propia. Tratan con ellos íntimamente y suelen tener vivencias en común. Por lo general encuentran su destino recorriéndolos aguas arriba o aguas abajo, guiados por el ritmo de su canto. De manera que al observarlos escuchamos una verdad que nos sorprende: el deseo palpable y natural del ser humano de ser parte de una corriente vital”.
Por eso duele tanto cuando esta corriente se corta, que fue lo que pasó en Támesis a finales de los noventa cuando las guerrillas –primero– y los paramilitares –después– desplazaron a buena parte de la población de estas veredas e impidieron que los habitantes del pueblo volvieran al río. Luego, ya sin los unos ni los otros, otras presiones mantuvieron distantes a la gente de sus aguas. La privatización de predios –cerrando entradas tradicionales–, los monocultivos como el aguacate o maderables –que reducen el caudal– o la amenaza de la minería a cielo abierto limitaron este contacto de siempre. Todo ello sumado a una pandemia que cerró fronteras y nos mantuvo en casa por un tiempo.
Con este precedente, cuando Visión Suroeste, el museo Maja y Comfama se sentaron para pensar en propuestas que vincularan a la región bajo principios de confianza, libertad y democracia, la idea de hacer algo alrededor de Río Frío saltó como una posibilidad. Visión Suroeste es una organización que trabaja por la regeneración ambiental, y quería demostrar que podemos volver al río desde una actitud de conservación y defensa. Y disfrute, claro, porque el río siempre ha sido eso.
Lo primero fue recoger memorias alrededor del río. Se les pidió a familias de Támesis y Jericó que enviaran fotos en este espacio, que no es uno solo sino un montón de charcos, meandros y playas. Detrás de cada foto había una historia. “Unas donde nos decían: ‘este fue el último paseo de mi abuelita’, u otra donde anotaban: ‘aquí estoy yo bebé. Mi papá me sostiene. Ahora tengo la edad que él tenía en la foto’”, cuenta María Fernanda Montoya, tejedora de contenidos en Visión Suroeste. También había fotos más simples, de la cotidianidad en el río: una vaca pastando al lado de una familia, tres niños bajando en neumáticos por el cauce, una señora bajo una sombrilla en la playa, un niño bogando aguapanela en totuma…
Lo segundo fue recorrer el cauce acompañados por líderes sociales, empresarios, jóvenes y ambientalistas; reconocer los cambios, las amenazas, las formas de cuidado. Todo como preámbulo para llegar al festival, que fue el pasado 13 de noviembre. El encuentro no podía ser más festivo, más familiar. Las chivas llegaron de Támesis y Jericó a un sector conocido como La Tenería, donde el río tiene sus mejores playas y baja lento y diáfano como en los recuerdos de Fernando Vallejo, que escribió acerca de Támesis: “Pueblo más bello no conozco, y miren que he viajado, he estado hasta en Kirguistán”. Otros llegaban en bicicleta, algunos a pie. Todos con recuerdos del río. Había lo que antes hubo y que para muchos ya parecía imposible en este espacio: música, sancocho, alegría. Grupos como La Merienda y Cerro Bravo, que le cantan a la vida. Scouts, grupos juveniles. Adultos como William Dávila, de ochenta años, que se vino desde Medellín no más a esto. Artesanos y emprendedores que se la juegan por productos amigables con el ambiente. Decenas de personas compartiendo, como en los viejos tiempos. Y estaba, por supuesto, el río. Hay quienes piden permiso para meterse a un río: quienes creen en su espíritu; hay quienes no. Pero para nadie entrar a un río puede pasar indiferente. Ese dejarse arrastrar por la corriente, el sonido burbujeante bajo el agua, esa especie de encuentro consigo mismo. La reconfirmación de que todo fluye, hasta nosotros mismos. “En este lugar aprendí a nadar, a hacer fogones de leña, a hacer nudos, a acampar, a compartir, a sobrevivir a la lluvia. Por eso no pienso dejar de venir”, dijo Carolina después del chapuzón; o Sebastián Restrepo, de Visión Suroeste: “Aquí aprendí a querer los ríos. Y a este paisaje. Yo me fui de Colombia cuatro años y viví en Australia, que es un lugar donde hay muchas playas, pero no existen las costumbres ni este aire de trópico, que extrañaba tanto”. Tiene razón: en este punto privilegiado del planeta por donde baja Río Frío, enclavado en la cordillera occidental, hay más de quinientas especies de pájaros, cascadas, mesetas, cerros, formaciones pétreas, flora y fauna de maravilla. Y al mismo tiempo, es una de las áreas con mayor concentración de biodiversidad en alto riesgo del mundo.
Con todo lo vivido, con el registro de las historias y las fotografías, más el trabajo de los participantes a los talleres de pintura y fotobordado, se armó una exposición en el Maja: un recuento de la alegría y la memoria que trae el río. Pero las acciones van más allá. Visión Suroeste, con su red de regeneradores, busca que volvamos al río como espacio colectivo donde todos aportamos al cuidado. Como explica María Fernanda Montoya: “La regeneración lo que propone es hacer más acciones para promover la vida en los territorios. La vida en general. Sembrar agua, cuidar bosques, participar de proyectos de economía circular, pero lo más interesante es que empieza por hacerte preguntas de tu relación con el entorno, con la naturaleza y con esos primeros los círculos de influencia que tenés, y a partir de ahí empezar a mejorar, a pulir, a sanar”. Complementa Sebastián: “Necesitamos que esta juntanza permita, por ejemplo, convocar acciones de los privados y de los negocios que están acá para proteger estas riveras que están en una transformación súper fuerte. Que con la conversación de los actores que convocamos podamos hacer unos acuerdos sobre el río: proteger sus retiros, facilitar de nuevo el uso del espacio público que son las riberas, resguardar todos los afluentes, respetar sus retiros, cuidar la cuenca”. Y volviendo a Piedrahita: “Aguas estancadas y malsanas estarán presentes en nosotros como sociedad mientras no seamos conscientes de que siempre nos bañamos en el mismo río. El agua se mueve de manera circular: de la tierra va al cielo y, por el cielo, las nubes la llevan de nuevo hasta las cumbres de las montañas, que nos bañan una y otra vez. Si miráramos con los ojos muy abiertos lo veríamos claramente: todo vuelve, todo retorna. No hay manera de romper ese ciclo salvo devolviéndole la vida que le hemos arrebatado”.
Al final del festival, luego de una fogata, fue como entonces, como debía ser: un regreso en chiva cantando las canciones de los papás. Porque algo más que agua trae el río. Cuentan que hubo un pescador barquero / Que pescaba de noche en el río / Que una vez con su red pescó un lucero / Y feliz lo llevó, y feliz lo llevó a su bohío…
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