Una felicidad compartida

Toda casa guarda tesoros personales que a veces pueden ser, incluso, joyas históricas, elementos dignos de un museo. Objetos que cuentan historias y hablan sobre nuestro paso por el mundo. La Casa Museo Pedro Nel Gómez, con el apoyo de Comfama, busca destacar estas piezas que construyen también el patrimonio de una ciudad.

 

Por Camilo Jaramillo
Fotografías de Yojan Valencia

Era un niño enfermizo. Un muchachito flaco que cada tanto caía en cama ardiendo de fiebre. Nada grave, sin embargo, en una época en que la tuberculosis aún era una enfermedad literaria. A lo mejor lo suyo se debiera a algún daño estomacal o a algún virus recurrente de esos años. Lo cierto es que allí, postrado, el niño pedía siempre su canción: un minueto de Mozart interpretado en violín por miss Marie Hall para la Gramaphone Concert Record de Londres. Era la única canción en un disco grande, de 78 revoluciones, que su mamá le ponía en la vitrola. Una melodía que el niño escuchaba una y otra vez a pesar del sonido gangoso que salía de la corneta.

Su bisabuela se llamaba Asunción. Ella trabajaba planchando ropa en una casa del centro de Medellín, a finales del siglo diecinueve. Cualquier día, la mujer encontró una guitarra colgada de un clavo, en un cuarto escondido de la casa en la que trabajaba. “Entonces le dijo a la patrona: ¿usted qué va a hacer con esa guitarra que tiene colgada por allá? Nada, Asunción. Fíjate que esa la trajimos de España. Se la compramos a la niña que ya está casada, y no volvió a tocar. ¿Pa qué la querés? Pa la niña mía, o sea mi abuela. Llevátela y me la vas pagando con aplanchadas. De mi abuela pasó a mi mamá, y de mi mamá a mí. Todavía existe esa guitarra. En esa aprendí a tocar”. Una guitarra de cuerpo pequeño, con cabeza de hueso, que aún toca a diario. Tan rara y especial que merecía estar en un museo.

Su abuelo materno tocaba el tiple; su papá, el tiple y la guitarra; su mamá cantaba muy bien, con una voz soprano cargada de vibratos. A veces, papá y mamá cantaban a dúo. Esa guitarra que Asunción pagó a punta de aplanchadas fue el primer instrumento que el niño restauró. Tenía trece años y su papá le entregó el instrumento y le explicó los elementos que lo componen. Dejó que comprendiera de resonancias, de pulsaciones y texturas. Dejó, como diríamos, que cacharreara. Y entre ensayo y error el niño volvió a la vida a aquel cuerpo de madera que ya entonces era viejo. Más tarde le construiría un estuche negro con interior forrado en tela roja. Siguió aprendiendo al lado de su padre y se convirtió en carpintero. Sus primeros trabajos fueron hacer ataúdes para niños.

A los quince años ya trabajaba en una ebanistería del Centro, mientras su papá hacía lo mismo en un negocio cercano. Pero un sábado cualquiera, en 1942, los despidieron a los dos. “Ese día había quedado de encontrarme con mi papá al frente del teatro Olimpia, y lo veo venir decaído, con el saco casi arrastrándole de lo bajito que venía. Y me dice: cómo te parece que me echaron por enfermo. Él trabajaba en una ramada húmeda, y todo ese frío lo enfermó. Así que nos echaron el mismo día, figúrese la tragedia”. No les quedó de otra que empezar su carpintería en casa, en el sector San Cayetano del barrio Aranjuez, en tiempos donde en el barrio todavía había mangas con ganado. “Los dos sentados en el mismo banco de madera, él en una punta y yo en la otra, todo con herramientas de mano, sin una máquina, hace la poquedad de ochenta años”. La casa estaba en obra negra aún, y era de un solo piso como casi todas en el sector. 

Allí el muchacho, ya adulto, mejoró su destreza con la madera y construyó, al lado de su padre, escritorios, sillas, vitrinas, puertas, ventanas… Luego comenzó a estudiar el efecto del sonido en la madera y creó un mueble para radiolas que se vendía muy bien. Lo llamaban La Tortuguita, al mueble. Más tarde conoció a Humberto Osorio, un famosísimo reparador y afinador de pianos de Medellín, y aprendió a restaurar este instrumento con todos sus detalles: arpa, tabla armónica, puente, puntal, clavijero, teclado… También aprendió a reparar cuerpos de fuelle como el armonio. Después conoció a Eduardo Polanek, un checoslovaco, profesor de música y lutier, que lo metió en los instrumentos de arco y las guitarras. Y con Joshep Matza, otro checoslovaco encallado en la ciudad, le quedó la idea de que a los instrumentos hay que hablarles, escucharlos como a un ser vivo. Crear o reconstruir un instrumento significa escoger la madera precisa, reconocer los nudos y las fibras, la forma en que las ondas golpean contra la materia, el efecto de la pulsación o del roce de las cerdas. Es entender la música desde sus principios: la física antes que la matemática, la estética de hacer con las manos. “Como me enseñó mi maestro Eduardo, cuando te llegue un instrumento tienes que acostumbrarte a estudiarlo a fin de que lo identifiques como un individuo único. Yo creo que para todo lutier es muy significativo saber que unas pocas maderas, que es lo que compone un instrumento, se convierten en algo que produce música. Música. Esa metamorfosis tiene que tener mucho significado para nosotros”.

Todo eso me lo cuenta León Vargas mientras lija un tiple en su taller, a una cuadra de su casa y a unos pasos del museo Pedro Nel Gómez. Con la memoria fresca a pesar de los años, sentados en el banco de madera que su padre construyera en 1915, entre esqueletos de pianos, gramófonos y guitarras que cobrarán vida conforme pasen las manos de León o sus hijos Sergio y Mauricio, que también son lutiers. Me cuenta eso y mucho más: sobre cómo enamoró a Meltina Álvarez, su esposa, en noches de serenatas al balcón y cines de barrio; sobre sus seis hijos, algunos ebanistas; sobre la muerte de su papá a mediados de siglo; sobre la medicina natural que practica y su gusto por la fotografía análoga. Me cuenta todo eso con el reposo de quien dedica su vida a encontrarle el alma a los instrumentos, cerca de un letrero que dice Ebanistería Julio y León Vargas, teléfono 42251. En un taller tan viejo y tan ambarino que parece de otro tiempo, entre herramientas de carpintero y ripio de madera en el piso.

Luego vamos a su casa, que es una extensión de su taller pero con cada cosa en su lugar: relojes de péndulo que León también repara, un teléfono de disco, una jaula grande en la que cantan pájaros de todos los colores, campanas como en la estación de un tren, una colección de muñecas con vestidos variopintos y algunas joyas escasas: un piano vertical, una pianola –de esas con suenan solas con el paso de una cinta de papel– y hasta un violín construido por Giovanni Paolo Maggini, considerado uno de los mejores de la escuela bresciana, a principios del siglo quince. La casa de León Vargas es un manjar para un anticuario, con una diferencia: cada objeto tiene un valor personal, representa una historia. En la guitarra de más cien años está la historia musical de la familia; en ese acetato impreso por un solo lado, la nostalgia por la niñez. León deja rodar una cinta en la casetera y suena la voz de su mamá. Una voz tan viva, tan presente, que inunda la casa. “En esta noche callada / que mi tormento ahoga / quiero cantarte Taboga / viendo tu luna plateada”. Ella canta un bolero acompañada por León en la guitarra, en una cinta vieja que su hijo escucha y tararea. Hay, de algún modo, una metáfora del tiempo representada en los objetos; viéndolo, pienso en un poema de Borges: “El bastón, las monedas, el llavero, / la dócil cerradura, las tardías / notas que no leerán los pocos días / que me quedan, los naipes y el tablero, / un libro y en sus páginas la ajada / violeta, monumento de una tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada, / el rojo espejo occidental en que arde / una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas, / limas, umbrales, atlas, copas, clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, / ciegas y extrañamente sigilosas! /Durarán más allá de nuestro olvido; /no sabrán nunca que nos hemos ido”.

–No es si mi casa fuera un museo. Es que mi casa es un museo –me dice León.

En concreto, se llama Museo de la tradición musical de la familia Vargas Álvarez, y es posible por una iniciativa de la Casa Museo Pedro Nel Gómez con el apoyo de Comfama. Un esfuerzo por llevar esos patrimonios íntimos a los ojos de los vecinos y, si se quiere, de la ciudad. Por eso en unos días estos objetos que León me muestra tendrán una presentación en papel que cuenta su historia, y su casa se llenará de visitantes. León o sus hijos mostrarán aquel violín de volutas talladas, o aquella vitrola hecha a mano y que todavía suena, o esos cuadernos de música con caligrafía impecable. Objetos que guardaron con cariño y que ahora nos hablan sobre el paso del tiempo, sobre la ciudad misma, sobre un oficio donde el pulso y el oído lo son todo.

–Lo que yo quiero es seguir comunicando, enseñar lo que sé, y que lo que he vivido y aprendido se conviertan en una felicidad compartida.

Lo dice León a los 94 años.

Como parte de este ejercicio que reivindica no solo los objetos sino también los saberes, la Orquesta Filarmónica de Medellín preparó un concierto en homenaje a León y su historia musical. El proyecto, llamado Serenata inversa, significó el montaje de piezas valiosas para el lutier, desde el clásico minueto de Mozart hasta el bolero Taboga, pasando por obras de Kreisler, Marchetti y Biquíni, así como canciones del repertorio tradicional latinoamericano.
Desde el balcón de la casa de la familia Vargas Álvarez, un quintento de cuerda deleitó a la familia y vecinos, que en la calle o sus casas escucharon esta selección. Un regalo para el barrio con el que celebraron también el cumpleaños de León y la inauguración del Museo de la tradición musical.

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