Luego de que un sector de la Comuna 2 fuera cercado y humillado al inicio de la cuarentena, varias organizaciones culturales se reunieron para abrazarlo desde el arte. Así nació Sonata para un Sinaí en clave de vida digna, que este año mezcla teatro, danza, música y mucho trabajo comunitario.
Por Mauricio López Rueda
Fotografías de Sergio González
A medio camino de la montaña, Mery Jaramillo Avendaño decidió descender, tirada por el amor, hasta la mismísima vena que permitió la vida en la inmensa ciudad: el río, la aorta, el principio mismo de la urbe enmohecida, el testigo errante de la historia adulterada.
Vivía en Campo Valdés, y enamorada se echó sus corotos al hombro y bajó la loma hasta el río, y a fuerza de terquedad e insobornable esperanza se instaló en el sector de El Sinaí, en la Comuna 2. Construyó un rancho de tablas en un terreno que tuvo que comprarle a un grupo delincuencial (no había más remedio), y entonces hizo familia y se unió a la creciente comunidad de desplazados que allí se asentaban desde hacía un par de décadas.
Mery llegó a El Sinaí justo al comienzo del siglo XXI y, decidida a echar raíces, se hizo de amigos y amigas a lo largo de toda esa zanja llena charcos y amarguras profundas.
Conoció a Teodolina Parra, otra mujer enjundiosa que cargaba en sus ojos el recuerdo de sus hijos asesinados. Sin embargo, no era una mujer de venganzas, aunque tampoco de olvidos, y en El Sinaí, antes que convertirse en una mujer oscurecida por los remordimientos, se transformó en madre de decenas de desplazados y se encargó de llevarles luz eléctrica, agua potable y los mínimos servicios de salud y educación.
“Teodolina era una mujer pequeña, flaquita, pero muy berraca. Ella fue una fundadora, pero también fue la primera líder del sector. Ayudó mucho a esta población”, cuenta Mery, quien se contagió de ese liderazgo y, cuando la muerte llamó a Teodolina, tomó su bandera y heredó su resistencia.
Mery, en todo caso, le puso su propio sello al trabajo comunitario. Formó alianzas con diferentes corporaciones, buscó ayuda en las entidades oficiales y potenció las actividades de convivencia a través del arte. En sus años escolares había aprendido danza, teatro, canto, literatura y manualidades, saberes que vinculó a todos sus proyectos.
De ese variopinto caldo de experiencias nacieron el Taller de Pedagogía Vivencial y el Semillero de Convivencia, proyectos que, entre muchos otros, han logrado que esa pequeña población medellinense, tan denostada, haya sobrellevado episodios como las recurrentes inundaciones, las balaceras, la pobreza extrema y hasta el injusto aislamiento gubernamental en los primeros momentos de la pandemia en la ciudad.
En su labor de líder comunitaria y veedora ciudadana, Mery encontró un incondicional apoyo en la Corporación Nuestra Gente, de Santa Cruz. También descubrió a una amiga, una compinche con quien, tras cruzar las primeras miradas, supo que podía contar incondicionalmente.
Érica tiene un pasado lleno de experiencias de liderazgo comunitario e, igual que Mery, tuvo maestras: su madre y, sobre todo, su abuela.
Sus abuelos, Jesús Muriel y María Teresa Holguín, eran oriundos de Puerto Berrío, en el Magdalena Medio antioqueño. Jesús era operario del Ferrocarril de Antioquia y María Teresa, aprovechando que podía viajar en tren cuanto quisiera, se la pasaba radicando proyectos y peticiones a la Gobernación, con lo cual logró llevar agua potable a cientos de familias del pueblo.
“Soy resultado de mis abuelos en ese quehacer comunitario. Eran personas muy entregadas a la gente. Ayudaban a las comunidades indígenas, a los desplazados, a todos”, cuenta la joven, formada en los programas de Música para la Vida de Nuestra Gente.
Su abuelo era tesorero de la Junta de Acción Comunal del pueblo y su abuela era conocida como la Enfermera, porque conocía tanto las plantas que era capaz de inventarse remedios para curar montones de enfermedades.
Debido a los trajines de su madre, Érica tuvo que vivir desde los siete hasta los trece años con sus abuelos. Bebió a cada instante de la sabiduría de ambos. Los acompañaba en sus luchas y escuchaba todas sus historias con la severidad de un amanuense.
“Nací en Puerto Nare, pero debido a un incendio en el archivo del hospital, aparezco como nacida en Puerto Berrío. Viví parte de la infancia en Medellín, luego me fui para donde los abuelos. A mi mamá siempre la vi como una tía, porque la figura materna fue mi abuela. A ella le encanta el baile y el vino. Yo heredé eso. A los trece volví a la ciudad, donde mi mamá, quien también heredó la sabiduría de las plantas. Se llama Rubiela”, narra Érica.
Rubiela llegó muy joven a Medellín. A los quince años se independizó de su familia y se fue para la gran ciudad a construirse un futuro. Visitaba con frecuencia Puerto Berrío, pero todo su proyecto de vida tenía como escenario a Medellín.
Rubiela era franca, directa, dura de carácter, pero también amorosa y se preocupaba por los demás. Alguna vez, el abuelo Jesús debió ser hospitalizado en Envigado, y fue Rubiela la única que levantó la voz y reclamó por sus derechos. A Érica, esa imagen de su madre manoteando y pidiendo un mejor servicio para el abuelo se le fijó en la memoria para siempre.
Cuando volvió a Medellín a vivir con su madre, Érica no tardó en vincularse a Nuestra Gente. Comenzó en los talleres de música y teatro y participó en varias de las primeras obras que se presentaron en la corporación. Desde el comienzo dejó ver su vena de liderazgo y, poco a poco, comenzó a subir escalones en la jerarquía del colectivo.
Era una niña en un parque de diversiones. Le gustaban los colores, cada espacio de la vieja casa, cada rostro feliz en las clases de canto o de teatro, cada sonrisa, cada correría por ese barrio de angostas callejuelas.
Nuestra Gente surgió de un grupo juvenil formado en la parroquia Nuestra Señora de la Asunción, en Santa Cruz, sector La Rosa. Eran 36 jóvenes deseosos de vida, de aire libre, y quienes contaban con el acompañamiento de sacerdotes formados en la teología de la liberación, una corriente ideológica relativamente nueva en los agitados años ochenta, pues sus precursores, los presbíteros Rubem Alves y Gustavo Gutiérrez Merino, la habían definido en los años finales de la década de los sesenta.
Ayudar a los pobres utilizando las ciencias sociales como herramienta y basándose en el evangelio de Cristo y el Nuevo Testamento: esa era la esencia de aquella pequeña revolución. Por eso, sin temor a excomuniones ni a señalamientos de paganismo, los jóvenes de la parroquia iniciaron un peregrinaje por todo el barrio, llevando alegría a través de la música y el teatro; también hicieron bazares, jornadas de trueque y vacas, todo con el fin de ayudarles a las familias más pobres de ese sector de la comuna nororiental.
En 1987 decidieron fundar una biblioteca pública. Todos los integrantes del grupo llevaron libros de sus propias casas y alcanzaron a recolectar cincuenta. Luego buscaron una sede y encontraron la vieja casa de la calle 99 con carrera 50C, y allí se ubicaron. Para pagarla hicieron obras de teatro, con entradas de cinco y diez pesos.
Lo interesante de la historia es que aquella casa, tan grande y vetusta, antes había sido un granero y además un burdel. Le pertenecía a un señor Jorge, del que Érica no recuerda el apellido. El hombre había sido dueño de uno de los burdeles más famosos de la comuna nororiental, Copinol, que en tiempos de casafincas y nómadas con plata, se convirtió en un sitio de referencia para Medellín.
Cuentan que una de las complacientes trabajadoras del lugar, a quien apodaban la Pantera por el color de su piel, la fuerza de sus ojos y la belleza de su rostro, fue asesinada allí por un soldado, tragedia que obligó al cierre definitivo del prostíbulo. Entonces pasó a ser un granero, hasta que llegaron los apóstoles de Nuestra Señora de la Asunción con sus cantos, sus bailes y sus libros, y entonces todo su lascivo pasado quedó exorcizado para siempre.
Le dieron un nuevo significado a la casa y, de paso, al barrio. Comenzaron a reclutar a nuevos jóvenes, quienes luego atraerían a sus amigos, a sus hermanos, a sus padres, incluso a sus abuelos.
Siguieron haciendo obras de teatro y jornadas de trueque para sostenerse, y así el barrio aprendió a vivir y a trabajar en comunidad. De algún modo, en la casa de Nuestra Gente se le bajó el volumen a la guerra y, aunque fuese por pequeños lapsos de tiempo, la gente encontró felicidad, tranquilidad.
Las nuevas generaciones, de las cuales hace parte Érica, fueron más lejos. Construyeron una cocina, pintaron la casa e hicieron un maravilloso mural con colores luminosos y en el que se integran varias imágenes de la idiosincrasia medellinense y de la comuna nororiental.
La casa, ahora, está rodeada de flores, de luz, de color. Hasta tiene un guayacán propio al que bautizaron Shakespeare.
“Se pintó la casa de amarillo por la alegría. Fue idea de una niña que fue al Teatro Metropolitano y se enamoró de las jardineras y de las flores. Y es que pienso que los jóvenes de hoy, como los de antes, son rebeldes y quieren hacer revoluciones desde el amor, desde el arte. Tienen referentes, el liderazgo se hereda”, explica Érica.
Proyectos como Casa Lesmes, de Alejandro Lesmes, o el Colectivo Playoneando, han surgido a partir de las actividades de Nuestra Gente, una corporación que ha sido reconocida y premiada tanto en Colombia como en otros países.
Allí todos son artistas para la vida, y ahora, desde el amor y desde el arte, quieren compartir esa vida con los habitantes de El Sinaí, ese pequeño sector que se balancea a borde de río y carretera; hogar de Mery y de muchas otras personas deseosas de una ciudadanía más digna y menos estigmatizada.
“El solo hecho de creer en los niños y en los jóvenes, el solo hecho de dejarlos pertenecer y tomar decisiones, es un avance inmenso”, dice Érica, quien también pasó por esos procesos de la mano de líderes como Marta Gisela Echavarría y Jorge Iván Blandón.
Cada año, en los procesos de música y teatro, pasan alrededor de 150 niños, niñas y jóvenes por la Corporación. Son miles si se cuentan los 34 años de vida que tiene el colectivo. Algunos de esos jóvenes, incluso, han llegado a ser muy reconocidos, como por ejemplo los integrantes de Crew Peligrosos y algunos de los muchachos de Alcolirykoz.
Ahora, toda esa experiencia, toda esa historia amarrada a la cultura y a la convivencia, está volcada hacia El Sinaí, el único sector que fue encarcelado durante la pandemia y que todavía no recibe reparación.
“Es una apuesta por abrazar a El Sinaí, abrazarlo desde la música, la danza, la literatura. Llevamos mucho tiempo en ese proceso. En ese territorio hay mucho dolor”, cuenta Érica.
El proceso con El Sinaí se inició en 2020 con acciones artísticas tras el criticado cerco epidemiológico. Se vincularon Comfama, Crew Peligrosos, Nuestra Gente y Filarmed; abrazaron el Sinaí con talleres y conciertos bajo el nombre de Sonata para El Sinaí en clave de vida digna. Este año, las acciones continúan, articulando el teatro, la música y la danza urbana. Nuestra Gente se encargó de recopilar historias del barrio, Filarmed compuso la música y Crew Peligrosos las coreografías de danza urbana para crear una gran obra de teatro comunitario.
Decenas de habitantes de El Sinaí hacen parte de ella, cantando, actuando o danzando. Son treinta personas en escena, todas representando un sector de la ciudad que clama por atención, por ser reconocido.
“Es una forma de reparar lo del cerco. Mostrarle a la ciudad que somos personas con saberes, que no somos personas para encerrar”, dice Mery, quien también es poeta.
La casa de Nuestra Gente es amarilla y así se llama, la Casa Amarilla, color que eligieron porque representa la vida y el amor. Érica es una enamorada de la casa y de Nuestra Gente, y quisiera no irse nunca de allí, aunque seguramente lo hará en algún momento. “Puedo irme, pero jamás podré desligarme de esta familia amarilla”, expresa con tono nostálgico la joven administradora pública, quien todavía recuerda esos primeros años de aprendizaje, de vida intensa a través del arte, de la amistad.
Mery también recuerda sus años de infancia y juventud. Ella también es una voz que resuena con fuerza desde El Sinaí. Tampoco quiere irse, porque está segura de que, en estos barrios tan aporreados por la violencia, la pobreza y las inundaciones, también se puede ser feliz, también se puede vivir con dignidad.
“Somos gente, somos vida, somos El Sinaí”, canta la poeta desde lo más profundo de su corazón.
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