No es fácil ni prudente enmarcar el límite de las artes. La música se vale de palabras, las palabras son como ilustraciones. Lejos de anularla, la promiscuidad artística enriquece la creación. Bajo un principio así, las corporaciones Común y Corriente y Otraparte crearon Triálogos al campo, un ejercicio mediante el cual artistas jóvenes del departamento tomaron diferentes artes para crear un lenguaje nuevo.
Por Juan Manuel Flórez
Fotografías de Sergio González
Esta es una historia sobre cómo surge una canción o un cuadro. Sobre los cauces de una idea en el proceso de ser creada. Las intuiciones, los reveses, las renuncias, las obsesiones. Sobre palabras anotadas al azar en un papel y el intento por descifrar aquello en lo que se convertirán, como se adivina en el rostro de un niño el adulto que llegará a ser.
Es 6 de noviembre y estoy en La Pascasia, en el Centro de Medellín. Aquí están creando un libro. Pero no uno común. No es un monólogo de un autor que avanza una palabra a la vez desde los agradecimientos hasta el punto final. No es un libro solo de palabras. Tiene sonidos y tiene imágenes. Es una exploración que sucede en este momento en dos habitaciones contiguas.
En un salón hay músicos. La imagen es la de una clase común: cinco personas alineadas frente a un tablero, que en este caso es la proyección de un pentagrama, y un profesor con un teclado al lado y un computador desde el que controla la partitura. En el otro salón hay artistas plásticos. Unos de pie, otros sentados en una mesa grande, otros garabateando en el suelo. Cortan papel, mezclan pinturas, trazan líneas sobre hojas en blanco.
El sonido del teclado se filtra en la clase de artes plásticas, y las voces de los artistas visuales llegan hasta la clase de música. De todo eso está hecho el libro. Textos, ilustraciones y canciones impresas sobre el papel en códigos. El proyecto se llama Triálogos al campo y fue pensado por dos corporaciones: Común y Corriente y Otraparte. Su propuesta, apoyada por Comfama, fue crear un libro que sea en sí mismo una conversación.
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Sofía Bocci está sentada con las piernas cruzadas. Inclina la cabeza con la mirada fija en una tableta en la que anota palabras. Un mechón de su pelo morado le cae sobre la frente. En el cuello tiene una gargantilla de estrellas brillantes de colores, que contrasta con un collar largo, negro, que tiene como dije un colmillo.
Escucha a la profesora del taller de artes plásticas, Viviana Serna. El ejercicio consiste en crear las ilustraciones a partir de los textos que escribieron días atrás los estudiantes del taller de literatura.
Viviana lee en voz alta uno de los poemas, Orientaciones, escrito por María Antonia Orrego. Habla de una persona de pie que recorre las partes de su cuerpo como puntos en un mapa. “A mi codo derecho, un camino de piedras. A mi espalda, el rugido de la selva entera (…) En mi nuca, el sol ardiente. A mi tobillo derecho descansa un pequeño insecto. A mis dos ojos, al frente, sólo para mí: el mar”.
El texto leído en voz alta por la profesora es un río que desemboca en los cinco estudiantes que escuchan. Cinco cauces distintos, cinco textos nuevos, comienzan a existir en las notas que se acumulan en sus libretas. La de Sofía dice: espalda, meñique, hormiga, monarca, rodillas, jardín, hojas, nuca, sol, tobillo, al frente, el mar. El mar envuelto en un círculo.
No se puede saber en este momento cuáles de esas palabras van a terminar convirtiéndose en imágenes. Por momentos olvidamos que las letras también son dibujos. Abstracciones, símbolos que reemplazan un sonido. Las palabras leídas por la profesora se traducen en imágenes sobre el papel, que luego se convertirán en otras imágenes sobre los lienzos, y volverán al libro como ilustraciones al lado de los textos que las inspiraron. Una desembocadura en otra. Eso es crear. Verter el agua en un recipiente, y luego traerla de vuelta para verla cambiada.
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Los ojos del profesor del taller de música, Juan Fernando Giraldo, casi nunca dejan el pentagrama. Permanece sentado frente a sus cinco estudiantes, con las piernas cruzadas, mientras manipula las notas en la pantalla del computador portátil. Su gesto apenas cambia, oculto tras una barba simétrica.
La clase de música tiene esta dinámica: los estudiantes trajeron unos bocetos de composición. El profesor los reproduce en un programa musical proyectado en la pantalla y los modifica en vivo.
A veces, Juan Fernando aleja la vista de la pantalla e interroga a un estudiante. Les pregunta por el salto entre dos notas para componer una armonía, por la transición de un compás a otro, por el momento justo en el que debe entrar o salir un instrumento.
La música es una pregunta por el paso del tiempo. Por cuántos sonidos ocurren entre un instante y otro.
Y la respuesta a esa pregunta no es aleatoria. “Hay una parte de azar en lo que tocamos, pero luego esas decisiones deben sustentarse técnicamente”, dice Juan Fernando. “La música tiene unas leyes aritméticas. Ese lenguaje interno es el que logra que las personas sientan que algo suena triste, feliz o tenebroso”.
Mientras habla, Juan Fernando modifica las notas en el pentagrama como tratando de componer el mecanismo de un reloj.
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Cada estudiante del taller de artes plásticas escoge un texto para hacer su ilustración. Sofía elige el poema Orientaciones. Toma un lápiz y se encorva sobre la hoja para crear una imagen a partir de él.
Viviana, la profesora, dice que la ilustración se parece a plantear una conversación con un texto, pero justo por eso el artista tiene menos control sobre lo que crea. Los diseñadores editoriales pueden tomar solo un fragmento de la ilustración y descartar el resto.
Sofía dice que es como si la ilustración quedara desmembrada. Es un riesgo que comparte con la conversación. Las palabras elegidas para otro también pueden ser recortadas, reubicadas, malentendidas. Más que un riesgo es una certeza. Lo que se dice al hablar, igual que lo que se pone en un lienzo, llega a su destino convertido en algo más.
Por ahora, sin embargo, Sofía dibuja líneas sucesivas con un lápiz sobre un papel. Es la más joven del grupo. Tiene 19 años, todos los demás son graduados de artes. Ella comenzó a estudiar en la Universidad Eafit, pero lo dejó en la pandemia porque no aguantaba las clases virtuales. Ahora está aprendiendo a tatuar, con una técnica llamada handbook, que consiste en dibujar formas sobre la piel grabando punto por punto.
Dice que dibujar la angustia. Para evitarlo aplica la misma técnica de los tatuajes. Compone las sombras y las formas a partir de repeticiones de rayas y puntos. No mueve el lápiz para crear una gran obra, sino para poner un punto más. Un repetido punto que cualquiera podría poner.
Pero la constancia en la rutina crea formas. Es una manera de autoengaño, pero también de honestidad. Volver a la forma esencial del trazo: los puntos y las líneas, la materia de la que están compuestas todas las obras. La misma que se usa para marcar las notas y el tiempo sobre el pentagrama.
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Toda creación parte de la voz. De la lectura de la profesora de artes plásticas que inspira las ilustraciones o de los cambios en las canciones que discuten el profesor de música y sus estudiantes, y que luego se reflejan en la partitura.
La voz estuvo primero en el Génesis. Para que comenzara a existir la luz, primero Dios tuvo que nombrarla. La creación de una obra es ese momento en el que nos parecemos a Dios y con nuestra voz hacemos que las cosas pasen.
Eso hace Daniela López, una de las estudiantes del taller de música. Compone un bajo para armonizar su canción con ayuda del profesor. Basta con una palabra suya, y un comando ejecutado por Juan Fernando en el computador, para que el bajo comience a existir en los parlantes.
Ella llevó una melodía base y ahora buscan los sonidos para rodearla. Tratan de crear el mapa, el paisaje por el que camina el sonido inicial. Deben tener cuidado de que esa armonía no opaque la melodía, no se ponga por encima.
“Este es un trabajo de orfebrería”, dice Juan Fernando. Modifica las notas en la pantalla. Reproduce, escucha y vuelve a cambiar la partitura. “Este acorde podría tener más consistencia”, dice. Más que escuchar, parece que palpara.
Busca la armonía como quien busca una casa que acoja sin encerrar, sin aplastar, sin anular lo de adentro. La creación es también la pregunta por la hospitalidad. Por un lugar que guarde y contenga. Un marco, una armonía, una frase.
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En la primera versión de la ilustración de Sofía no hay mar. El poema que tomó como base, Orientaciones, está construido para llegar a una imagen: unos ojos deslumbrados por la inmensidad del océano. Pero el boceto de Sofía no tiene color. Es un dibujo a blanco y negro, a lápiz.
En él se ve a un niño rodeado de hojas e insectos —a su oreja derecha, una monarca; en su hombro izquierdo, un mosquito— que mira de frente al espectador. Tiene rasgos similares a los de Sofía. Su rostro está cruzado por rayos de sol que, hechos a lápiz, son como haces de luz negra. Caen sobre el rostro del niño/autorretrato, rodeado de sombras que Sofía fue retiñendo con las horas para olvidar que estaba pintando. Con las horas, también, fueron desapareciendo algunos detalles que quedaron inconclusos. Los insectos son trazos grises ocultos bajo otras líneas más gruesas. De esos abandonos también están hechas las creaciones.
Quien mira el cuadro queda en el lugar en el que estaría el mar en el poema. Y es a su vez expuesto a la mirada del personaje, que lo ve de frente, con los ojos que se le dirigen al infinito.
En un momento Sofía nos muestra un autorretrato que hizo antes del taller. Alguien le dice que se dibujó como si tuviera treinta años más. Como si buscara en ella las pistas de la adulta que llegará a ser.
Ella se sorprende. No lo pensó así. Sofía casi siempre se pinta a sí misma, pero no lo sabe. Tampoco sabe que se parece al niño/autorretrato de su boceto y que, recostada frente al lienzo mientras sigue retiñendo sombras, ella es el mar que se niega a pintar.
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Un estruendo interrumpe la clase de música. Suena el pito de un bus en la calle y uno de los estudiantes intenta adivinar la nota: “Fue un la”, especula. Todos ríen, incluido el profesor, pero luego responde: “Casi, el bus estaba desafinado”.
Están terminando de componer la armonía de la canción de Daniela. “Voy sintiendo que es un tejido delicado”, dice Juan Fernando. Los puntos en la partitura son como los de una aguja sobre la piel, que con cada pinchazo van componiendo una forma.
A veces, sin embargo, es necesario volver al azar. Ahora escuchan el borrador de Esteban Otálvaro, otro de los estudiantes. Es una canción latina, pero el profesor no está convencido con la percusión. Se levanta y va al fondo del salón, donde hay varios instrumentos. Vuelve con un tambor. Reproduce de nuevo la canción y comienza a tocar el tambor encima. Se entrega a la aleatoriedad de los golpes.
Pero luego vuelve al rigor. Regresa a la pantalla y traduce sus pulsos sobre el cuero en líneas y puntos en la partitura. Es una desembocadura que se parece a mi propio ir y venir entre salones.
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Sofía abandona la primera versión de su ilustración y ensaya una nueva. Es otro autorretrato, pero esta vez mira de perfil, hacia un mar que sigue fuera de cámara. Lo único en el cuadro aparte de ella es una sombra de líneas sucesivas a su derecha, hacia donde se dirigen sus ojos.
Pronto descarta ese boceto. Toma una hoja de papel traslúcido y comienza a recrear de nuevo su cara de perfil. Pero esta vez a color, con un lápiz azul.
Entonces en un rectángulo de papel para acuarela dibuja, en el lado derecho, las hojas y los insectos de la primera versión. Luego recorta su silueta traslúcida y la pega con cinta sobre el rectángulo. Su rostro, dibujado en un papel que deja ver a través de sí, contiene la selva. La lleva dentro de ella.
El lado izquierdo del cuadro sigue vacío. Sofía toma un tarro de pintura azul y, sin pincel, deja caer una gota sobre el espacio en blanco. La gota deja una mancha y baja por la hoja en un hilo de color hasta que desemboca en el borde del rectángulo.
Ese es el mar. Una gota azul que cayó sin avisar. Una gota azul que Sofía mira, como en el poema, pero que no está bajo el papel traslúcido. El mar está para ser observado, no contenido.
“Uno sugiere sus intimidades cuando dibuja. Cada uno tiene una forma particular de hacer una flor”, dice Viviana, cuando todos comienzan a recoger sus cosas al final del taller.
Pero agrega que siempre hay préstamos. Ideas que llegaron de otros cauces. Aguas ajenas que se integran a un río propio. “Nadie es una isla, ni siquiera las islas, porque están llenas de mar y les llegan todas las cosas”, dice Viviana. Es la definición de un triálogo. El cruce de las aguas. La conversación entre tres islas a las que llegan todas las cosas.
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