Desde 1993 el Teatro Matacandelas acogió a Andrés Caicedo como uno de los genios que debía llevar a escena. Fieles a la creencia de que el teatro se compone de presencias que convocan ausencias, continúan presentando sus obras y recordando la complejidad de su legado.
Por Ana Sofía Vera
Fotografías Archivo Matacandelas
No quiero ser la duodécima persona que menciona la fidelidad de Andrés Caicedo a sí mismo porque se suicidó a los veinticinco años y había dicho que vivir más era insensatez; sin embargo, sí quiero alabar su juventud congelada y lo adolescente mezclado con crudeza en sus relatos, porque allí radica el encanto. Quiero sentir cerca una Cali que nunca visité y vive en la obra que dejó como escritor, crítico de cine y dramaturgo. Quiero recordar a un hombre que no habita el mundo desde 1977 pero aún resuena en mil lugares, y hablar de cómo un teatro en Medellín lo acogió y le dio un hogar, aunque ya no esté vivo.
Un par de tiquetes digitales, los títulos de dos libros que marcaron un pedazo de mi vida —y la de otros cuantos—, un taxi al Centro de Medellín y el teatro Matacandelas como destino para encontrarse con Andrés, una vez más.
El atravesado
Me espera una casa antigua con puertas y ventanas rojas que hace las veces de teatro. Afuera hay una fila de gente que en realidad se dedica a la tertulia, mientras adentro unos cuantos espectadores toman cerveza en el cabaret. Me les uno y observo el espacio casi sagrado: las fotografías de Fernando Pessoa, Jaime Jaramillo Escobar, Fernando González, Sylvia Plath; los afiches y pinturas llenando las altas paredes, el Callejón de las Ramírez que conduce a los baños más bonitos de la ciudad, los suvenires en una esquina, un gran espejo y la música de fondo, de la cual me quedan recuerdos vagos de Sugar man interrumpido por una que otra salsa de Richie Ray y Bobby Cruz.
Andrés resalta porque está en todas partes. Si tuviera la certeza de que los muertos caminan entre los vivos, juraría que nos acompañaba.
Mi apreciación es interrumpida por alguien que toca la puerta y esa salsa deliciosa que va y viene en sus textos, “Siento una voz que me dice: ¡Agúzate, que te están velando!”, y la presencia del Atravesado que entra al cabaret con un cigarrillo y una cerveza póker, con su pinta negra en la que resaltan la boina, la correa de cuero y las botas. Comienza el monólogo mientras camina entre la gente, interactúa un poco y se lanza al escenario para contar su historia. Se detiene a ratos para dar sorbos a la cerveza; habla con propiedad, simula uno que otro golpe y sus expresiones potentes predominan; las luces y la música que lo acompañan en escena terminan de darle vida.
Andrés creó este relato en 1971, año en que la policía de Cali reprimió una manifestación estudiantil de la Universidad del Valle y se recuerda como la masacre del 26 de febrero. Mientras lo escucho pienso que pudo ser escrito este año, entonces me remuerde hasta las lágrimas, aunque Edwin García, el Molo, lo interprete con humor. “Que di piedra y me contestaron con metralla. Que cuando hubo que correr corrí como nadie en Cali. Que no hay caso, mi conciencia es la tranquilidad en pasta, por eso soy yo el que siempre tira la primera piedra”. ¿Será cliché decir que Colombia es anacrónica? No lo sé, pero lo afirmo mientras escucho al Atravesado contando cómo los ciudadanos decentes del norte de Cali, armados y en jeeps, exterminaron a su tropa.
La llegada de Andrés
Un par de días después de ver El atravesado conozco a Cristóbal Peláez, el director de Angelitos empantanados y uno de los fundadores del Teatro Matacandelas. Nos sentamos a conversar de Andrés y la obra, que se presenta desde mayo del 95 y al día de hoy carga con más de seiscientas funciones. En medio de la conversación, Cristóbal cita frases de los autores que admira y habla con la propiedad amable que solo la experiencia otorga.
Mientras tomamos una cerveza en una mesa del cabaret, donde tengo al frente un cartel de Andrés sentado e iluminado por un candelero, comienza por contarme que el camino para llegar a él no les fue difícil y se encuentra entre sus lecturas desde 1984; lo que sí fue complejo fue poder crear las obras: en los noventa se tejían tantas leyendas urbanas alrededor de Andrés, en muchas ocasiones negativas, que sus padres no querían autorizar la producción. Leyendas que Cristóbal nunca entendió porque veía mucho más que oscuridad en esas letras. Solo después de la intervención de Luis Ospina y Sandro Romero con Carlos Alberto Caicedo, el padre de Andrés, se dio luz verde a llevar al autor de ¡Que viva la música! al teatro, con la condición de conocer a todo el equipo del Matacandelas antes.
El comienzo sería con Angelitos empantanados. Vendrían viajes a Cali para conocer a toda la familia y desentrañar cada detalle de la obra, elementos que no serían posibles de no ser por la simpatía entre Cristóbal y el padre de Andrés. Entrevistar a sus cercanos —la única entrevista que ha dado Nellie Estella, madre de Andrés, ha sido a Cristóbal—, revisar la geografía, conocer el entorno que tanto narraba y hacer el recorrido que hicieron los Angelitos, hasta que solo faltara volver a Medellín y escribir el guion.
Más tarde crearían dos obras más: Los diplomas, que compilaba varios relatos de Destinitos fatales, y Viajes compartidos, que tomaba el cuento “Besacalles” y lo ponía en diálogo con otro autor colombiano, Marco Tulio Aguilera Garramuño. La huella de Andrés en Matacandelas es enorme y convoca tanto a su presencia, que las mismas Patricia Restrepo y Rosario Caicedo —pareja y hermana— expresaron sentirlo en todas partes en cuanto entraron al teatro por primera vez.
Hablé con Cristóbal de que los actos fúnebres, la intención redentora o el concepto de rescate no tienen cabida aquí: el proceso es alegre y una cuestión de afectos y aprendizajes. El Matacandelas cree en un teatro que se hace desde el amor, el compartir la genialidad y sobre todo desde el placer. Ubicar a Andrés Caicedo en el olimpo de los grandes escritores colombianos les permite generar un camino de experimentación, práctica y teoría que logra cautivar a su público. Un público normalmente joven que continúa agotando la boletería de Angelitos empantanados después de 26 años.
Angelitos empantanados
La última parte de este viaje nos lleva a esta obra, que Andrés escribió entre 1971 y 1972 y reúne tres relatos: “El pretendiente”, “Angelita y Miguel Ángel” y “El tiempo de la ciénaga”. Vengo a ver una historia que leí cuando estaba en el colegio y me llevó a acompañar a dos jovencitos burgueses en una Cali con atmósferas que contrastan, mientras se disputaban con los amores, las amistades, su inmadurez y los deseos de probar un poquito más del mundo.
Esta vez no me encuentro en el cabaret sino en la Sala Matacandelas, un espacio amplio y con varias filas de sillas ascendentes. Cristóbal me recomendó sentarme en los asientos de la mitad y le obedecí. Se apagaron las luces, quedamos en total oscuridad y de nuevo sonó “Siento una voz que me dice: ¡Agúzate, que te están velando!” como la epifanía de los comienzos. Después la bella Angelita apareció, seguida por Miguel Ángel que, acá entre nosotros, usa ropa que era de Andrés, y que Rosario, su hermana, regaló al teatro.
También vinieron los demás personajes: los padres de Angelita, Carevaca, El pretendiente, Ackerman, Berenice… Algunos en voz en off y otros sobre el escenario, iban y venían entre las ingenuidades de los protagonistas y sus decisiones, detalles que a veces ponen en cuestión por qué la obra cautiva tanto. Siempre sentí que estas historias, muy probablemente, llegan en la etapa en la que las necesitamos y disfrutamos, casi siempre en la adolescencia o en la juventud. Empatizar con la inmadurez que todos cargamos no es tarea difícil, pero lograr ese grado de afinidad es, sin duda, un talento en la escritura de Andrés.
Varios actores han pasado por los personajes de Angelitos y han dejado sus huellas, incluido Diego Sánchez, actor pionero del Matacandelas que falleció en el 2018 e interpretó al pretendiente por diez años, ese personaje delirante que Andrés tomó de un pretendiente, valga la redundancia, de su hermana Victoria. Entre los vaivenes de las personas detrás de los personajes la obra se mantiene, recibe espectadores que la repiten una, dos o más veces.
En los 26 años de esta obra es apenas obvio encontrar un cúmulo de anécdotas que se convierten en tesoros, como la primera vez que el padre de Andrés la vio y decidió quedarse en Medellín a repetirla un par de veces, trasnochando en tertulias con Cristóbal; como el primer actor que interpretó al pretendiente y era guapísimo, pero luego se fue y el público abucheó un poco a Diego, que lo reemplazó; como las presentaciones en diversos colegios de la ciudad, donde siempre los jovencitos de colegios de estratos más altos se emocionan más con la historia; como el día en que Ackerman, un personaje judío de la obra, resultó ser real y visitó el teatro; como la primera función en Cali a la cual asistieron Carlos Mayolo, Luis Ospina, Sandro Romero, Óscar Campo, entre otros. Todo esto sin contar los premios, reconocimientos, boleterías agotadas y países que el Matacandelas ha visitado de cuenta de los Angelitos.
El padre de Andrés, Carlos Alberto, le dijo a Cristóbal que hace mucho rato su muchacho estuvo buscando un buen grupo de teatro y el Matacandelas por su parte necesitaba un gran escritor, se juntaron y este fue el resultado.
No hay egoísmo con el guion de esta historia, ni con El atravesado. Otros grupos y actores los han tomado y recreado a su manera, nunca equívoca para Cristóbal, porque Andrés se resignifica y se admira desde distintas miradas y rendir homenaje a su histrionismo tiene que ser algo parecido a desear que todos lo conozcan.
Andrés era un muchacho hermoso en un país de gente atroz, me dijo Cristóbal. El teatro es un acto de fe contra la fealdad del mundo. El Matacandelas es tranquilo, incluso en los instantes frenéticos de las obras, y se disfruta con todo el amor que el arte puede generar. Salgo de allí pensando en regresar y con Agúzate en mi cabeza. Entonces recuerdo un relato más, ¡Que viva la música!, y con él a un Andrés que escribía “el libro miente, el cine agota, quémenlos a ambos y no dejen sino a la música” y ese cartel que inventa en esa historia y que se imprimiría después en Cali: «Porque no se trata de “sufrir me tocó a mí en esta vida” sino de “agúzate que te están velando”».
Ana Sofía Vera Muñoz, 19 años. Soy estudiante de Periodismo en la Universidad de Antioquia, apasionada por el periodismo narrativo y cualquier proyecto que me permita contar historias y acercarme a personas valiosas, como en este caso.
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