El mural que cabalgó por los aires de La Veracruz

Desde el 2019, el Museo de Antioquia y Comfama asumieron el reto de trasladar el único mural de Botero para sumarlo a la colección patrimonial que hoy resguarda el Museo. Un viaje que se concretó un domingo por las calles del Centro y para el que se requirió de grúa, arneses, poleas y manos expertas, trastocando la extraña cotidianidad del barrio.

 

Por Mauricio López Rueda
Fotografías de Sergio González

Era el día de la Asunción de la Virgen, según el calendario mariano, y en esas calles de La Veracruz, donde las vírgenes son tan escasas como los ángeles y los espíritus santos, las muchachas asomaban sus greñas por las ventanas de esos edificios mohosos para ver qué era lo que interrumpía sus teatrales excitaciones.

También en las aceras se aglomeraban gamines y putas desparchadas, con la esperanza de que todo aquel bullicio atrajera clientes; junto a ellos y ellas se paraba uno que otro transeúnte sin destino y algún vendedor ambulante trasnochado o recién levantado, todos con la mirada lívida de quien espera un milagro o una tragedia.

“Cuál es el agite pues ombe”, pregunta Nene sonándose la moquera mañanera y mirando de reojo a los policías. Había unos diez agentes acompañando la operación de traslado de Paisaje con jinete, el onírico mural que Fernando Botero pintó para el Banco Central Hipotecario en los años sesenta, y en el que una niña parece volar hacia un abismo.

“¿Una obra de arte? ¿Un cuadro? ¿Y de quién?”, cuestiona Mariana, joven venezolana cuya expresión da a entender que quiere decir una grosería, pero se aguanta.

Emilio, en cambio, aparca su carreta de aguacates al pie de las residencias Manzanares y, sin que nadie le pregunte, pero sí esperando ser escuchado, dice: “Eso es lo de Botero, el mural de Botero. Lo van a llevar al Museo, por fin”.

Como todo un erudito, el flaco con pelo de alambre logra llamar la atención de algunos curiosos; dirigiéndose a ellos, prosigue en su discurso.

“Sí, es una obra de Botero, un mural lleno de gordos (se ríe). Lo van a llevar para el Museo porque en una calle tan fea como esta no puede haber una obra de arte (se ríe otra vez)”.

Mariana le contesta: “¿Y quién es Botero? ¿Está vivo?”.

“Claro, pero ese señor vive en Europa. Es muy caché”, responde Emilio, a quien parece darle pena ofrecer sus aguacates después de semejante demostración de sabiduría.

Nene, que ha estado escuchando todo en silencio y con los brazos cruzados, tira para no quedarse atrás: “Aaaah, qué va, ¿sabe qué es lo más chimba, reina?, que en esta calle se grabó la película de Tom Cruise, la del piloto que vendió a Pablo”. Luego, tirando un manotazo al aire, en señal de victoria, Nene dobla en la esquina de Boyacá y se pierde con rumbo a la carrera Cundinamarca.

“Oiga, señor, ¿cuál película?”, pregunta ansiosa Mariana.

“Sí, mi niña, en el garaje que está ahí se grabó la película Barry Seal”, contesta el sabio Emilio.

“Jajajajaja, qué calle más internacional. Una película y una obra de arte, con razón duermen tantos gamines por acá”, suelta Mariana mientras se acomoda las tetas, y sin atender, quizás por el sueño acumulado, el resonante eco de veracidad que su frase encuentra en el nombre del centro comercial de donde están arrancando la obra: New York.

Es día de la Asunción de la Virgen, y en la lúgubre carrera Cúcuta, entre Colombia y Boyacá, una niña es alzada por los aires por obra y gracia del Espíritu Santo. Es la niña del mural de Botero, un temprano homenaje a su hija, o quizás una evocación lejana y alucinada de su propia infancia. Tan solo esa niña, libre y celestial, parece estar perdonada en medio de tanto espanto.

Jairo Mora, el experto restaurador, hijo de un eximio ebanista y alumno del finado Rodolfo Vallín, una leyenda de la restauración en Latinoamérica, funge de Espíritu Santo, encargado general de que la niña vuele.

Ayudado por andamios, grúas, arneses y buena voluntad, el bogotano, de 55 años de edad y dedicado a la restauración de murales desde hace 35, comanda una patrulla de unos diez hombres, la mayoría de ellos sin ningún saber artístico pero tan obedientes y esforzados como aquellos trabajadores de la Ford que aparecen en la famosa obra de Diego Rivera, Industria de Detroit, creada en los lejanos años treinta del siglo pasado.

Sería descubrir el agua tibia conectar las vidas de Rivera y Botero en la extensa telaraña del arte latinoamericano. E igualmente resultaría una obviedad decir que Botero fue cobijado por la luz de la fama de la misma forma que el maestro de Guanajuato.

El grandioso naturalista, quien se apodaba a sí mismo Sapo-rana, vio emerger su talento a la luz de José Vasconcelos y la Generación del Ateneo, a principios del siglo XX. Vasconcelos, hijo de la Revolución, invitó a Rivera y a otros maestros para hacer parte de un proyecto de educación a través del arte, especialmente del muralismo, permitiéndole al mundo asomarse a la maravillosa obra del genio guanajuatense.

Comenzando los años sesenta, el presidente colombiano Alfonso López Michelsen se inspiró en las consignas de Vasconcelos para proyectar el arte nacional a través de la educación. Ordenó que, en toda entidad pública, debía exhibirse una muestra pictórica, para lo cual encargó a artistas que crearan obras para iluminar los salones y oficinas de bancos, escuelas, colegios, universidades y demás edificios oficiales.

Fue así como Botero, todavía atado a su terruño antioqueño, se puso a crear Paisaje con jinete, encargo que le habían hecho, precisamente, desde el Banco Central Hipotecario que, en esas épocas, tenía su principal oficina en la calle Colombia con carrera Cúcuta.

Paisaje con jinete fue previa a la fama de Botero. De hecho, es su único fresco. Muy pronto, el artista se desilusionaría del muralismo y se dedicaría a otras corrientes del arte, impresionado por Piero della Francesca, Paolo Uccello, Alejandro Obregón y Rufino Tamayo.

Su mural, en todo caso, resistió durante sesenta años los cambios arquitectónicos y de dueños que sufrió el edificio, hasta que, en 2019, el Museo de Antioquia inició las conversaciones para salvarlo del olvido.

No es cosa sencilla recuperar una obra, ni restaurarla. Cuando se encarga un mural para un edificio, no se piensa si la estructura colapsará, si la entidad que lo encargó desaparecerá o simplemente se instalará en otro lado, dejando la obra olvidada, como un escaparate viejo e inútil que nadie quiere sumar al trasteo.

Paisaje con jinete no es un escaparate, pero pesa como veinte de estos y por su valor (fue avaluada en quinientos mil dólares), desempotrarla de su ubicación original implicaba un tacto de cirujano.

Tras la desaparición del Banco Central Hipotecario en los años ochenta, el edificio fue ocupado por Comfenalco y la obra se quedó allí, como único testigo del irremediable paso del tiempo. Luego, la caja de compensación encontró otra sede y el edificio volvió a cambiar de dueño y de sentido comercial. Se convirtió en un parqueadero al que diariamente ingresaban y salían cientos de motos que hacían temblar los muros con sus estridencias y envolvían el mural en una horrible nube de humo.

Se estaban pudriendo sus pájaros gigantes y sus niños inmaculados rebosantes de mansedumbre; y la niña flotante, impertérrita y omnipresente, volando dormida y de espaldas a ese mundo de pintoresca alegoría, como ensimismada en sus propios recuerdos o fantasías, mientras el jinete, altivo y desafiante, alza su espada y su caballo se para en las patas traseras, en auténtica pose de victoria.

Se estaba pudriendo todo aquello en medio de la oscuridad, la humedad y el recubrimiento filamentoso de los hongos.

Para poder salvarlo, Jairo Mora tuvo que amputar el mural por la mitad. Nueve metros de largo por dos y medio de ancho, setecientos kilos de cemento húmedo, y a pesar de todo, una obra de arte invaluable, removida con pudor en el día de la Asunción de la Virgen, por un hombre impasible y devoto nacido en el día de san Esteban.

“Siempre tuve la fe de que todo iba a salir bien, y constantemente les decía a mis colaboradores y a los periodistas: hoy no puede pasar nada malo porque hoy es un día de la Virgen”, expresa Jairo Mora con fervorosa confianza, cuando todavía le queda por trasladar la otra mitad de ese mundo en suspendida efervescencia.

Él, como el jinete, se paró en la mitad del agitado escenario y repartió órdenes y consejos como un obispo viejo elevado sobre su púlpito clerical.

“Tranquilos, si lo hacemos así, nada va a salir mal”.

“Es mejor esperar, no hay afán. Vamos a quitar primero el ventanal”.

“Hoy es día de la Asunción de la Virgen, ella nos va a ayudar”.

Sosegado, el bogotano desmontó las dos piezas del maltratado edificio diseñado por Nel Rodríguez y, como un cirujano que trasplanta un corazón, llevó el mural hasta el Museo de Antioquia, elevándolo por la adormilada ciudad dominical hasta depositarlo en la sala Luis Caballero. La niña fue trasladada en grúa por las calles Cúcuta, Boyacá y Cundinamarca, amortajada como un muerto reciente o como una momia recién descubierta por un avezado arqueólogo.

No era la primera vez que Jairo Mora desmontaba y trasladaba una obra de semejante tamaño. Ya le había tocado, en Barranquilla, remover el mural Cosas del aire, con sus dieciséis metros y más de novecientos kilos, para embodegarlo y volverlo a poner. También se hizo cargo de la restauración de un mural de Alejandro Obregón llamado Simbología de Barranquilla, en el edificio de la aduana.

“Durante el periodo de Belisario Betancur se inició un proceso de restauración de muchas obras de arte en Colombia. Por ese motivo trajeron desde México al maestro Rodolfo Vallín, y fue él quien me pidió que trabajara a su lado. Le aprendí mucho a Vallín, quien murió el año pasado, pero también aprendí de Agustín Espinosa y de Cecilia Álvarez White”, asegura Jairo Mora después de haber trasladado Paisaje con jinete y cuando ya la tarde ha caído sobre Medellín.

A esas horas, las putas de La Veracruz no salían de su asombro, o no querían salir, pues pocas cosas de este tipo suelen pasarles en sus monótonas vidas de entrar y salir de los hediondos moteles de Cundinamarca y Cúcuta.

“No me había emocionado tanto desde que la Maruchis se puso a llorar en medio de la calle, cuando la dejó el marido, hace como diez años. El hombre no sabía que ella trabajaba de puta, y él era un poquito putero. Se vino para el Centro a comprar un servicio, y cuando entró al motel encontró a la Maruchis saliendo de la pieza. Ese hombre no sabía qué hacer y se puso furioso. Le dio una cachetada a la Maruchis y salió corriendo del motel. La Maruchis corrió detrás de él y se dejó caer en la calle, llorando”, cuenta Gabriela, una morena hermosa, oriunda de Puerto Berrío y obligada a ser puta desde los diecisiete años de edad.

No será la última vez que Gabriela, Mariana, Nene y don Emilio presencien un espectáculo similar al del Paisaje con jinete. Hay, al menos, una decena de murales dispersos en diferentes edificios del centro de la ciudad, y algunos de ellos necesitarán ser restaurados y reubicados para que permanezcan en el tiempo.

El próximo en volar sobre los techos de La Veracruz podría ser esa bella evocación de las marchas sociales que Nirma Zárate creó en 1980, y que está instalado en el auditorio de la Escuela Sindical, edificio próximo a ser vendido.

Pero hay más, hay mucho arte tirado en los rincones del Centro, en la oscuridad de esos viejos edificios venidos a menos, opacados por una ciudad en la que se multiplican los centros comerciales y los gritos de mercaderes.

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