En sus últimos años, la Orquesta Filarmónica de Medellín ha hecho un esfuerzo extraordinario por sacar los violonchelos y clarinetes del esmokinado gueto de la música clásica. Eso incluye experiencias musicales y audiovisuales de todo tipo. En una de ellas, la directora de cine Laura Mora, la compositora Natalia Valencia y el Coro Reconciliación se unieron para rendirles un homenaje a las víctimas de la guerra, un trabajo que busca darles nombre a tantos silenciados.
Por Simón Murillo Melo
Fotografías cortesía Orquesta Filarmónica de Medellín
Hace algunos años, alguien empezó a hacer música. No había escritura y no se vivía mucho, pero algunas canciones probablemente sobrevivieron varias generaciones y así se fue formando una primera historia del mundo, a través de cuentos que fueron canciones o de canciones que fueron cuentos. Otro alguien se dio cuenta de que con un poco de dirección, dos o tres o cuatro o veinte pueden provocar algo que no lo hace uno solo.
Con el tiempo el mundo se transformó a nuestra medida. La escritura permitió el avance de los imperios y el legado de la música. Hubo reyes, administradores, soldados, patronos, universidades, músicos profesionales. Las orquestas de Haydn y de Beethoven probaron ser exitosas para cientos de oídos y se convirtieron en un producto de exportación. En Manaos hicieron una sala de ópera después de tumbar mucha selva y de matar a muchos. En la película, Fitzcarraldo sube un barco por una montaña porque quiere escuchar la voz de Caruso en Iquitos; en Auschwitz hubo una orquesta de mujeres para amenizar las labores del campo.
En Medellín hay muchas orquestas y la mayor de ellas es la Filarmónica de Medellín, Filarmed. Empezó hace 37 años en el garaje de Alberto Correa, un médico que pasó por el seminario y descubrió que amaba los cantos gregorianos. Hoy son 65 músicos, más los directores de orquesta y un amplio equipo administrativo. Semejante andamiaje requiere, por supuesto, de un montón de dinero. Pero como alguien se dio cuenta hace tiempo, la música solo existe si hay quien pueda escucharla. Más aún, las filarmónicas se construyen a base de un ritual que es tan social como artístico. El toque de la Filarmónica reúne a aficionados, políticos, empresarios que pagan por estar juntos y escuchar algo. O por lo menos, eso era antes de que la pandemia los escondiera.
El año pasado, la Filarmónica esperaba continuar su esfuerzo de varios años por salir de los grandes teatros y expandirse por la ciudad. Y a pesar de que conseguir plata fue dificilísimo, hicieron muchas cosas, algunas placenteramente improbables. En El Sinaí, el barrio que le dio la excusa a la alcaldía para usar la policía montada y el ejército, hicieron conciertos para oyentes enclaustrados a la fuerza y después montaron una serie de talleres; también hicieron conciertos de cámara afuera de los hospitales y hasta cursos vía Whatsapp con estudiantes en Urabá; transmitieron conciertos para el mercado global, una estrategia copiada en el planeta entero. Los músicos acostumbrados a sus audiencias locales se encontraron compitiendo con el todopoderoso establecimiento alemán, gringo e inglés. Los ya pobres ingresos que dejaba la boletería fueron reemplazados por nada en el streaming. Desamparada, la Filarmónica siguió.
Sus músicos montaron charlas virtuales con el público en la intimidad del hogar. El concertino Gonzalo Ospina entrevistó a una experta en musicoterapia, preparó una feijoada mientras hablaba de música brasileña e hizo un misterioso molde de pollo fosforito. Habló de música con Brigitte Baptiste y Andrea Echeverri y dictó un curso de música alrededor del boom latinoamericano.
Se hicieron virales por tocar afuera de hospitales y por un desafortunado solo de trompeta dentro de un avión de pasajeros. Se presentaron virtualmente en parques naturales, en una sucesión de inquietantes vídeos que solapan músicos virtuales sobre paisajes estáticos. En ellos parece como si el terror de la pandemia y sus distancias impuestas se hubieran tomado los ecosistemas que quedan.
También exploraron lo inmediato: una serie de conciertos en las Unidades de Vida Articuladas (UVA) buscó arrastrar la vía láctea a Manrique, Itagüí, Castilla; una pantalla de fondo que exhibía planetas, cometas, llamas solares y la expansión inexorable del universo acompañaba la presentación de una orquesta de cámara en vivo. En un año en que salir de la casa se convirtió en una aventura, escuchar a Haendel junto a una audiencia de vecinos entapabocados es un tipo de comunión que parece ya muy lejana. Tocaron virtualmente con Pala y Pedro Guerra, hicieron sesiones de música para planchar –Amanda Miguel, José José y Roberto Carlos en los instrumentos de Beethoven–, animaron cuentos infantiles y musicalizaron en vivo un documental de Juan Fernando Ospina sobre la pandemia en Medellín.
Voces de la memoria
A pesar de lo anterior, quizás el proyecto más interesante de Filarmed es el Coro Reconciliación, un esfuerzo conjunto entre la orquesta, una profesora de canto y quince coristas, que cuenta con la participación de algunos firmantes del Acuerdo de Paz y víctimas de la guerra. Aunque el año pasado fue difícil –varios de sus integrantes abandonaron la ciudad en búsqueda de trabajo recogiendo café y otros más en una mina en el Chocó– se siguen encontrando virtualmente cada semana para cantar. No se habla del pasado, sino de las posibilidades del futuro. Marcela Correa, la directora, me dijo que el canto no es una facultad de la voz; es una de todo el cuerpo. Un grupo que ha afrontado la guerra cantando juntos a través de una pantalla, no pensando en las cuerdas vocales, sino en la esencia primaria de querer y poder decir algo. La pandemia ha separado orquestas, pero en un coro que canta a solas sobrevive todavía la extrañeza de ser escuchado.
Justamente, esta experiencia reunió a la directora de cine Laura Mora, la compositora Natalia Valencia y el Coro Reconciliación para un poderoso video titulado con timidez Homenaje a las víctimas, en blanco y negro, de apenas diecisiete minutos, repleto de cuerdas escalofriantes, una sucesión de rostros mudos y una única voz al final.
El Homenaje a las víctimas se ve a los miembros del coro sosteniendo pizarras. Los planos cambian ligeramente pero la imagen es casi idéntica: un rostro con un cartel, una y otra vez. La cámara se aleja, se acerca, las puertas, pasillos y ventanas del fondo se convierten en otras puertas, pasillos y ventanas; a veces la cámara persigue a una mujer de trenza gris, a veces cada corista parece un fantasma parado en la larguísima recepción de otra vida. El espectador se acostumbra a los rostros —una mujer de largo pelo negro, otra de labios alargados y cejas pintadas, dos hombres con un bastón, un niño— y, a la vez, porque la letra blanca de cada pizarra siempre está cambiando, nunca sabemos quién es quién.
Las pizarras solo contienen un nombre y una fecha: “Jorge Ortiz 16-06-2020 Barranco de Loba”; así aparecen también Pedro Yunda de Belén de los Andaquíes y Emilio Dauqui de Buenos Aires, uno con el 12-02 y otro con el 15-02, Eliécer y Felipe Gañán, ambos de Supía, ambos en el 04-02, Deiro Alexánder Pérez de Barbacoas en el 06-05, Gildardo Achicué de Toribío en el 19-04, Amparo Guejia el 10-01 en Caloto. Y así hasta que por la cámara pasan 236 nombres, algunos separados por unos pocos días, otros en un mismo día y con el mismo apellido, en Toribío, en Barbacoas, en Bogotá y en Santa Marta. Pueblos, ciudades, nombres y apellidos, una y otra vez.
Las cuerdas tiemblan como gritos imposibles, y los momentos de reposo, el tintineo ocasional de una campana, solo sirven para anunciar otro ataque. Varias notas son tocadas a la vez en la misma altura y el efecto resultante es una especie de brutalismo musical: sonidos comprimidos como el concreto; los pequeños espacios para respirar solo excusan el aumento de una tensión que parece que jamás fuese a liberarse. Después de doce minutos, el silencio lo suspende todo y llega una voz blanca, la voz de un niño. Luego vuelve el silencio, que es roto por un piano. El concreto se transforma en una marcha funeral hasta que los pasillos quedan solos, y en vez de letras solo queda una silla vacía.
El cine es de fantasmas, me dijo Mora. Las 236 bocanadas de silencio son sostenidas por muchos que no son ellos, ni se parecen. El video prefigura otro en el que los 260 mil nombres que ha dejado la guerra en Colombia se acumulan uno sobre otro, letras que sustituyen nombres, nombres que reemplazan cuerpos.
Sea Mozart componiendo para los nobles en el apogeo de la dinastía de los Habsburgo, o Beethoven componiendo para Napoleón y la prometida liberación de dinastías como los Habsburgo, o Penderecki y Pärt intentando musicalizar el terror del siglo XX, la “música clásica” carga con una nutrida tradición explícitamente política. Una obra de Natalia Valencia, 1987, parte de una anterior composición también suya, Réquiem, con la que se graduó de Eafit —Valencia fue la primera mujer en Antioquia en graduarse de composición— y que la Filarmónica tocó por primera vez en el 2007 —Valencia fue la primera compositora en Antioquia interpretada por una gran orquesta—, en el marco de la conmemoración de los veinte años del oscuro 1987. Filarmed le propuso que adaptara la pieza y ella aceptó.
Componer para vivir
Natalia Valencia es una mujer cuidadosa, pálida, de ojos extraños y hermosos y voz clara. Aunque su trabajo es dolorosamente político, durante mucho tiempo le rehuyó a la literalidad. “La contemplación vive en mí; a veces me pierdo en observar cosas que me evocan asombro y belleza: que un pájaro vuele, que una hormiga pueda cargar con su propio peso. Para mí es más importante escuchar que hablar: ¡por eso tenemos dos orejas y una sola boca!”. Ese respeto por el mundo se conjuga con una reticencia de hablar en primera persona. “Poner un título me daba mucha dificultad, porque ahí estaba siendo literal. Después de muchos años me he dado cuenta de que he tenido o que tengo una grave dificultad en mostrarme, en ser el centro de atención, en expresarme. Creo que he cargado mucho miedo en mi vida. Y la forma que he tenido para decir sin decir ha sido la música”. Y si Réquiem remite a un duelo anónimo, los cuatro dígitos de 1987 centran el horror en la intimidad de Valencia.
Ese año, un escuadrón, al parecer liderado por el propio Carlos Castaño, arremetió en un campero contra el garaje de la casa de Valencia, aproximadamente a las seis de la mañana. Le dieron cerca de cuarenta disparos a su papá, el senador de la Unión Patriótica Pedro Luis Valencia. Natalia tenía diez años, su hermano ocho. Ella vio a su papá aguantar los tiros antes de caer muerto en el suelo de la casa.
Pedro Luis era médico y daba clases en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Había militado en el Partido Comunista durante muchos años hasta que se lanzó como suplente en la lista de la Unión Patriótica. Como la mayoría de izquierda de su generación, estaba acostumbrado al acoso de las autoridades, a las amenazas. En 1980, los militares lo encarcelaron gracias al Estatuto de Seguridad y cuando salió libre —Jesús María Valle fue su abogado— la cabeza de la Cuarta Brigada y posterior comandante de las fuerzas armadas, Harold Bedoya, le dijo: “Usted sale en este momento, pero usted se muere”. Valle, que denunció públicamente a Álvaro Uribe por vínculos con el paramilitarismo, sería asesinado años después. La justicia involucraría a Bedoya en el asesinato de Jaime Garzón, entre otros crímenes, y moriría en libertad.
El asesinato de Pedro Luis Valencia estuvo antecedido de meses de acosos y amenazas que no se suspendieron después de su muerte. Un hombre desconocido fue hasta la casa donde Natalia, junto a su mamá y hermano, se escondían, a preguntar por la familia, luego se montó en un carro policial a la vuelta de la cuadra. Como Pedro Luis Valencia, se estima que otros 4152 militantes de la Unión Patriótica fueron asesinados, desaparecidos o secuestrados por paramilitares y agentes del Estado en el genocidio político más cruento del hemisferio occidental. La extensión de la catástrofe de la familia Valencia, al igual que la de los otros más de cuatro mil militantes de la UP víctimas de crímenes, no es fácil de comprender, como tampoco lo es la de los cientos de hoy. A Natalia le partió la vida en dos: “Aún hoy me da muchísima dificultad hablar del asesinato de mi papá. Pero sobre todo me da muchísima dificultad hablar del asesinato de mi papá en singular. Pensarlo como lo que me pasó solo a mí o lo que le pasó a mi familia. Eso nos pasó a muchos, a muchos”.
Valencia había empezado a estudiar clarinete algunos años antes de la muerte de su padre. “Siempre me contaron que cuando estaba muy chiquita, yo le dije a mi papá: ‘Cuando sea grande quiero ser médico como tú’… y él inmediatamente me puso a estudiar música”. Después de su asesinato, la familia buscó asilo en Cuba, donde ella y su hermano entraron en el riguroso sistema de formación musical de la isla. El gobierno les dio una casa a dos cuadras de la playa y por la noche casi se alcanzaba a escuchar el rumor de las olas. En Cuba, Valencia estudió obsesivamente el clarinete y el piano; descubrió que podía ser feliz y que la sombra del asesinato la abandonaba por momentos; descubrió que no le tenía miedo a la oscuridad.
Intentó dejar el clarinete durante muchos años, aunque solo lo logró cuando ya llegaba a sus treinta. Pero siguió y siguió: “Estudiar música era tan normal como irse a dormir”. Cuando cumplió dieciocho se fue de la isla a estudiar composición a Brasil. Volvió a Medellín tres años después por su hermano menor, que estaba cada día más y más deprimido. “No podía vivir sin mi papá”. Y en un momento en que se quedó solo, dejó de hacerlo.
“Mi mejor amiga me dice: ‘Vos nunca hablás de lo que pasó’. Y me he dado cuenta de que es cierto. Ahora lo hago; no sé si con frecuencia”. Cuando volvió a Colombia era una extraña que había crecido en dos países diferentes y su lengua se movía en la intersección de ambas. Existía en medio de Sao Paulo, de La Habana, de Medellín. La sombra que devoró a su familia se extendía por el país, en Urabá, en los Montes de María, en Medellín. Castaño apareció dando explicaciones en noticieros, publicó un libro, sus sucesores controlaron el Congreso y quién sabe cuánto más. “Cada vez soy más consciente de lo atroz que fue la muerte de mi padre. Pero durante muchos años no hablaba de él. Me incomodaba que mi historia provocara un asombro que impidiese hablar”.
Escribió música para orquestas y a pesar de que dudaba de su talento, muchos reconocieron algo en ella. Publicó un estudio sobre un sonido: el aleteo de las aves al volar. Vuelo de pájaros, e hizo una obra orquestal con su investigación. Teresita Gómez tocó una pieza suya en París y Andrés Orozco dirigió una composición suya: Fanfarria a la vida y el silencio. En 2014 se convirtió en la teclista de Estados Alterados y fue profesora en la universidad de su papá. Durante un tiempo trabajó con un papel al lado del computador: “Poner todo el amor del mundo en cada nota”, e intentó esconder la rabia que la acechaba. Intentó permitirse la alegría, a pesar de que las noticias le recordaban, casi diariamente, la muerte de su papá.
Valencia no escribe sus composiciones pensando en el horror. Pero cuando las escucha después, descubre que ahí está su papá, ahí está su hermano, ahí está ella.
Laura Mora, quien es hija de un abogado asesinado por sicarios aparentemente ligados al paramilitarismo, me dijo que en Colombia todavía no se ha pensado lo que se fue, todavía menos lo que se es. Solo en 2020 se cometieron 83 masacres y el primer departamento de la lista es Antioquia. ¿Qué significa la música en un país que ha destruido tanto? ¿Es una oportunidad de sanación, el paso a una vida mejor? ¿O es la posibilidad de invocar una llamarada de dignidad entre la catástrofe? En el Homenaje a las víctimas de Valencia y Mora, no hay un intento claro de responder a ninguna pregunta; simplemente de enunciar, con la paciencia de la vida, todo lo que se ha perdido. Cuando la explosión de las cuerdas se detiene y el silencio lo rodea todo, cuando entra el niño a cantar, surge una suerte de obviedad convertida en oración. No una respuesta, no un lamento, sino algo más:
Soy hijo,
Soy todos los hijos que somos todos.
Soy tú, soy todos,
Soy hijo,
Todos somos hijos.
Mira que estoy vivo,
Mira que estoy vivo,
Mira que estoy vivo.
Soy hijo,
Soy todos los hijos,
Soy todos los hijos que somos todos.
Relacionados
La última tripulante de La Barca
“Allí donde huele a mierda, huele a ser”, escribió, durante una de sus muchas muertes, el eterno moribundo que al fin no murió, Antonin Artaud, oráculo y faro de otro moribundo que, tras fallecer en 2018, todavía se resiste a cruzar el umbral del olvido, Bernardo Ángel Saldarriaga.
Una historia de resistencia
Por ocuparse de nuestro centro, territorio de mil pandemias, presentamos Putamente Poderosas: una historia de resistencia (video).
Las pandemias de Carlos Álvarez
A pesar de la continua zozobra, la pandemia fue un período prolífico para el cuentero, teatrero, titiritero, empresario de circo, profesor y, sobre todo, mimo, Carlos Álvarez.