De la identidad cultural y otros demonios

¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad? Un término invocado por políticos y religiosos antioqueños, cuando no por poetas trasnochados, resulta tan resbaloso y cuestionable como pocos.


Por Luis Fernando González Escobar

El diablo en Medellín

La reacción fue inmediata. No se había terminado de instalar el alumbrado navideño en Medellín cuando la polémica dio inicio. Para la navidad y año nuevo 2020-2021, los diseñadores a cargo del alumbrado definieron como tema las “celebraciones, tradiciones, fauna, flora y patrimonio arquitectónico nacional”. Un homenaje a la diversidad cultural del país, por lo que se incluían, dentro del conjunto representado, figuras alusivas a las fiestas tradicionales de Colombia, entre ellas los carnavales de Barranquilla, Pasto y Riosucio. Una de esas figuras elaboradas con mangueras luminosas de neón y bombillas LED representaba un diablo, personaje central de los carnavales de Riosucio, fiesta tradicional vigente desde mediados del siglo XIX.

Elaborar un diablo y entronizarlo en los alumbrados navideños fue motivo de discordia y polémicas, al punto de que, como lo señaló en su página web un grupo ultracatólico, “Frente a la colocación de imágenes del Demonio en los alumbrados de Medellín, el Centro Cultural Cruzada realizó el pasado 27 de noviembre un histórico Rosario Público por Colombia, pidiendo a Nuestra Señora que preserve la navidad tradicional. La voz de los numerosos católicos fue clara: ¡Fuera Satanás de Medellín, nuestra navidad se respeta!”. Frente a una gran imagen de un monicongo barranquillero, que se soportaba en un acordeón e instrumentos vallenatos, las mujeres y hombres, jóvenes y mayores, desplegaron imágenes de Nuestra Señora de Fátima, el Corazón de Jesús y San Miguel Arcángel, junto a pancartas que decían, entre otras cosas, que Colombia era católica y navidad = antioqueñidad. ¡El apocalipsis! Nos llevó el diablo con sus pezuñas, cola, cachos y tridente.

Como diría el escritor italiano Alessandro Baricco, pareciera que hubiéramos sido invadidos por los bárbaros, quienes con su ateísmo acabaron con las más bellas y puras tradiciones antioqueñas, al decir de quienes atacaron la temática de los alumbrados. Un alumbrado de brujos que acaba con lo religioso autóctono… Entonces, claman al cielo para que el diablo sea sacado no solo de los alumbrados sino de la ciudad. No puede estar en el paraíso católico que con tanto esfuerzo se fue construyendo en estas tierras. Siempre remarcando antioqueñidad, tradiciones y autenticidad. Y ¿qué supone, entonces, esta triada?

Monseñor Manuel José Cayzedo. Fotografía de Jorge Obando. 1932. Archivo Bibloteca Pública Piloto.

La expulsión del diablo

En primer lugar, haber expulsado el diablo del paraíso antioqueño. “El enemigo malo” como lo llamaba Tomás Carrasquilla en La marquesa de Yolombó. Las ciudades decimonónicas aún mantenían las heredades coloniales, esas mismas de las cuales da cuenta de manera literaria Carrasquilla en las fiestas de la virgen de Arma en la ciudad de Santiago de Rionegro, que se celebraban con “mucha pólvora, muchos cánticos religiosos y profanos, reuniones, farsas, pantomimas en la plaza y la mejor coyuntura para conocer y frecuentar este otro centro, rico y nobiliario, de la Provincia”; mientras que en la muy castiza Ciudad de Antioquia, como lo describe también Carrasquilla en su obra, en el mes de diciembre se celebraban Los Diablitos: “Este carnaval, derivación de las mojigangas con que en España se celebraban los Santos Inocentes, es privativo de la ciudad blasonada y clásico en el país. Antioquia exhibe, en esa fiesta, su travesura, su regocijo y una faz muy simpática de su casticismo. Los españoles que levantaron en esa ciudad medio oriental tantos caserones de piedra, disponían sus salas de grandor exorbitante, para que cupiesen hartos diablitos”. Un mundo de hibridez y mestizaje, en el que lo religioso y lo profano iban de la mano, pero estableciendo particularidades locales de acuerdo con los énfasis festivos de los pobladores y los controles que impusieron, o no, las autoridades políticas y religiosas ante las mismas demandas de sus habitantes. Así, en distintas regiones de Antioquia, especialmente en las zonas mineras con una población mayoritariamente negra, se creó y en parte se mantuvo ese sincretismo que narra Carrasquilla entre finales del siglo XVII y principios del XIX, donde la “negrería, entreverada con esos españoles de entonces, más supersticiosos y fantásticos que cristianos genuinos, más de milagros que de ética, coincidía y empataba con africanos y aborígenes en el dogma común del diablo y sus legiones de espíritus medrosos. De este empate vino una mezcolanza y un matalotaje, que nadie sabía qué era lo católico y romano ni qué lo bárbaro y hotentote, ni qué lo raizal”.

Mientras se iba conformando la nueva sociedad antioqueña, lo católico fue ganando más espacio, sobre todo en las poblaciones, villas y ciudades altoandinas, y el maligno quedaba confinado al “monte endemoniado”, habitando en los pueblos calientes y bajos de los negros. Las ciudades se civilizaban, progresaban y blanqueaban, especialmente la villa de Medellín en su tránsito a ciudad entre finales del siglo XIX y principios del XX.

Medellín a principios del siglo XIX era un lugar, al decir de Eladio Gónima en Apuntes para la historia del teatro de Medellín y vejeces, donde se bebía poco y se bailaba mucho, aunque otra cosa eran los nueves días de las fiestas patronales que se celebraban en febrero, las que “tenían algo de lo que nos cuentan de las bacanales en la antigua Roma. ¡Qué algazara el día y la noche!”. Lejos de la quietud de otros tiempos y de la supuesta piedad, la villa era festiva y en aquella celebración en especial había toros, riñas de gallos, juegos de azar, música —especialmente chirimías—, bailes nocturnos, danzas y, aunque no lo menciona, también disfraces. Las derivas de las mojigangas también se expresaron en Medellín y aunque a principios del siglo XIX fueron prohibidos “los carnavales bulliciosos y asonadas de gentes, y mucho más los disfraces de máscaras que se pretenden introducir con el pretexto de la fiesta de los inocentes” (como se lee en una causa seguida en 1809 a un grupo de jóvenes), al final se volvieron a realizar. Todavía a principios del siglo XX se realizaban carnavales con sus respectivas comparsas disfrazadas hasta que fueron prohibidos nuevamente. Tenían otra lógica, eran eventuales pues no tenían una fecha precisa y en unos casos, eran programados y promovidos por diferentes motivos por los integrantes de los clubes sociales de la elite y en otros, eran más generales, tenían pretensiones económicas y los promovían particulares, por lo mismo entraban en los presupuestos de renta dentro del gravamen de “regocijos y el carnaval”, como lo demostraba la exigencia oficial de los cobros para los carnavales de 1905 y 1910.

Si bien no eran propiamente unas carnestolendas, las mascaradas medellinenses con sus disfraces, la toma de la calle y la subversión del orden cumplían con sus propósitos burlescos y festivos, por lo cual no fueron soportados y terminaron por ser eliminados de todo lo normado y moralmente definido. El disfraz y con él el diablo festivo pertenecían a lo bárbaro, incivilizado y propio del mundo de los negros, por lo cual no cabían dentro del orden establecido y el relato mítico de una cultura basada predominantemente en familias blancas. Tulio Ospina Vásquez en Antecedentes y consecuencias de la Independencia en Antioquia acudía a pensadores eugenésicos franceses, caso Jean Louis Arnaud de Quatrafages, a quien cita, para señalar que “nuestra población indígena antioqueña, al cruzarse con los colonos vascos que tenían a su vez mucho de alófilos, no produjo tipos anormales y desequilibrados, sino que aquello fue el injerto de una planta cultivada que se hace en otra rústica de la misma especie para obtener productos armónicos y fecundos”; esto es, blanco sobre blanco, “raza blanca” sobre “raza blanca” o, en términos de Quatrafages, alófilos con alófilos.

A esa imaginada base social y cultural llegó monseñor Manuel José Cayzedo en 1906 a dirigir el arzobispado de Medellín, con la premisa de no callar cuando tuviera que hablar, como lo expresó en su discurso de posesión desde los balcones que daban a la plazuela de la Veracruz. A punta de baculazos y pastorales trató de mantener la arcadia antioqueña dentro de un mundo campesino y pastoril, frente al asedio del “modernismo” en la ciudad y sus perniciosas influencias, con sus fábricas y alarmante relajamiento de costumbres, los pasatiempos y un mundo enloquecido corriendo tras los placeres y el lucro, como quedó consignado en Historia de la Arquidiócesis de Medellín, de Humbero Bronx y Javier Piedrahíta. Cayzedo hizo expulsar profesores de la Universidad de Antioquia y castigó sacerdotes, condenó tesis, censuró artículos y prohibió periódicos por herejes y por atacar la ortodoxia católica; y, coherente con su forma de ver el mundo, enfrentó con vehemencia la sensualidad febril que surgieron en los espacios del modernismo urbano, como los salones, clubes, teatros y cinematógrafos, lugares donde se encendían las pasiones e incentivaban las diversiones pecaminosas. En la feliz arcadia, blanco-católica, no podía existir lugar para la música y la fiesta.

Junín en navidad. Fotografía de Gabriel Carvajal, s.f. Archivo Biblioteca Pública Piloto.
Alumbrado navideño en Junín. Fotografía de Gabriel Carvajal, s.f. Archivo Biblioteca Pública Piloto.
Alumbrado navideño. Fotografía de Gabriel Carvajal, 1989. Archivo Biblioteca Pública Piloto.

La reinvención de las tradiciones

En esa “modernidad tradicional” de principios del siglo XX se heredaron tradiciones festivas de origen católico, entre ellas dos fundamentales: la navidad propiamente dicha, entre el 16 y el 24 de diciembre, con pesebres y novenas, villancicos y bailes en algunas casas, pólvora y globos, que terminaba con la “misa de gallo” a media noche del 24, con su respectiva cena; la segunda era la “novena de Reyes”, que empezaba el 28 de diciembre, día de los inocentes, y terminaba el 6 de enero; una fiesta que se celebraba, según cuenta Alberto Bernal Nicholls en Miscelánea sobre la historia los usos y las costumbres de Medellín, “con fuegos pirotécnicos, para los cuales hubo en la villa verdaderos maestros; bailes y jolgorio que copaba las noches enteras, hasta la llegada del 6, cuando se sacaban las imágenes en procesión, se celebraban autos sacramentales, sainetes y mil cosas más que los indígenas le agregaron a las tradicionales festividades que trajeron los españoles”. A estas dos fiestas se sumaban las fiestas patronales a la virgen de La Candelaria, cuyo día central era el 2 de febrero, con el cual se establecía ese marco festivo urbano.

Los marcos temporales, las características y contenidos de esas fiestas fueron cambiando con el tiempo, dejando de lado sainetes, chirimías y otras “cosas” indígenas, si bien permanecieron algunos aspectos determinantes; por ejemplo, se juntaron navidad y reyes para establecer una sola fiesta navideña entre el 16 de diciembre y el 6 de enero, reduciendo cada vez más el aspecto religioso y aumentado lo secular, alrededor de la pólvora, los globos, la fiesta y la música, manteniendo el tema de pesebres y villancicos como esencia navideña. Fiesta que se amplió incluso hasta el 7 de diciembre, día en que se encendían las que llamaban “las candelas de la fe” y luego simplemente Día de las Velitas, como se le conoce hoy en día.

Mientras tanto, la fiesta de La Candelaria se fue reduciendo cada vez más, centrada solo en un día y circunscrita a los alrededores del atrio y el Parque de Berrío, cada vez menos festiva, aunque manteniendo hasta muy entrado el siglo XX el desfile después de la ceremonia religiosa, encabezado por la tradicional chirimía de Girardota, últimos reductos negro-mestizos del norte del valle del Aburrá.

El mundo de la fábrica y la producción impactaron las fiestas, pues le dieron otro sentido, cada vez menos sacro y más vacacional, un respiro a la actividad productiva y al sometimiento a las máquinas de la ciudad industrial, y la posibilidad de dejar los horarios por ocio: “Porque ha llegado diciembre la ciudad se siente invadida por un sonoro ambiente de alegría, y es como si regocijada feria de colores se hubiera apoderado de sus calles y de sus plazas, y como de súbito se tornara sensible su adusta presencia ensombrecida por el humo de sus fábricas…”, dice un artículo de El Correo del 21 de diciembre de 1952.

El incremento significativo de la capacidad de producción eléctrica entre los años 1952 y 1957 no solo respondió a la expansión de la ya conocida y promovida “ciudad industrial de Colombia”, sino que implicó, en esa década, cambios en la cultura y el paisaje urbano debido a las posibilidades brindadas por los mismos excedentes energéticos. Es la década de los avisos luminosos, las vitrinas y los alumbrados navideños. Con la nueva arquitectura de grandes superficies vidriadas en el zócalo de los edificios y los primeros pisos, más las nuevas iluminaciones, los almacenes e industrias convirtieron su decoración en referentes y campo de disputa temático y estético, estableciendo el concepto de la “interpretación artística de las vitrinas navideñas”, con el concurso instaurado en 1954 para premiar las mejores. La triada de cambios paisajísticos la completaron los alumbrados navideños que se implementaron por primera vez en 1952 por una iniciativa privada de la señora Eugenia Ángel de Vélez, presidenta del cuadro de honor de la Sociedad de Mejoras Públicas, quien importó para ese propósito treinta mil bombillas de los Estados Unidos e incorporó en las calles de la ciudad pinos plateados, con lo cual simbolizaba esa navidad que había visto y vivido en el Park Avenue de Nueva York y en Canadá, ideas que copió y trasladó al trópico así hubiera que pintar los pinos. Para 1954 el alumbrado navideño pasó a ser oficial en tanto la administración municipal dispuso el “embellecimiento de Medellín” y la importación de veinte mil bombillas más, involucrando a los responsables de las oficinas municipales desde el plano regulador de la ciudad hasta las empresas de energía a cargo de la iluminación desde entonces. Estos alumbrados incluían aguinaldo navideño para los pobres y pesebres públicos donde se rezaba la novena para una multitud. Ya para finales de la misma década eran presentados como alumbrados tradicionales, que enorgullecían a la ciudad y despertaban, según El Correo, en 1957, “la admiración de propios y extraños”.

En la década de 1930, luego de la construcción de la central hidroeléctrica de Guadalupe, se creó “la cultura de la electricidad” y se emprendieron fuertes campañas para dejar atrás el uso de la leña, el carbón y el petróleo e incorporar muebles y equipos al interior de la casa. Así las cosas, ya para la segunda mitad del siglo XX, los habitantes, en especial de los barrios populares, comenzaron a lucir los alumbrados navideños en las fachadas de sus viviendas, en un derroche de luz, con alardes estéticos entre el barroquismo y el kitsch.

La transformación cultural urbana de Medellín a mediados del siglo XX fue profunda, tanto por los efectos positivos como negativos de la industrialización. La población se multiplicó, al igual que la pobreza y la informalidad urbana en los por entonces denominados barrios piratas. Se trató de controlar mediante el plano regulador de la ciudad y se acudió al asistencialismo, a la vez que se procuraron alternativas para mostrar una mejor cara urbana con los alumbrados; incluso, se inventaron eventos que convocaran a la población que se desbordaba en los límites, a la vez que se proyectaba la ciudad en el escenario nacional como parte de una nueva actividad económica, esto es, el turismo. De ahí que no fuera una mera casualidad que el denominado Concurso Popular de Silleteros, dentro del Festival de las Flores de Medellín, iniciado el 27 de abril de 1957, marcara también una inflexión en los aspectos festivos de la vida urbana. Todo esto se da en el contexto de unos festivales de jardinería que se organizaron primero en recintos cerrados, promovidos por los clubes sociales de las elites, a los que se les sumaron actos públicos en la concha acústica del Bosque de la Independencia, un reinado de la Señorita Orquídea en el Teatro Junín, y al que se le insertó ese año de 1957 un desfile callejero en el que el campesino que cargaba flores, esto es el silletero, es elevado al rango de “símbolo de una raza” y es a quien desde ese momento comenzó a construírsele una narrativa épica, tal y como se refleja en un pie de foto de El Correo en la edición del 14 de abril de 1957: “Más que un hombre, este campesino es la concreción de un precioso ancestro, de un pueblo laburante siempre a la espera de nuevos caminos. Todo en él respira nobleza y virilidad, desde el rústico cayado hasta las profundas y bien ganadas arrugas de la frente. Sólo dos cosas son pequeñas en este hombre de Antioquia: el ojo pequeño y bravío, dominador, y el mundo, que es apenas la medida de su sandalia errante”.

A partir los cincuenta la ciudad no fue la misma. En la navidad, el Medellín de las fábricas se había convertido en una ciudad muerta. Ya desde las últimas décadas del siglo XIX sus habitantes más ricos la abandonaban y se trasladaban a las afueras de la ciudad, a las casas de campo y a otros pueblos, lo que con el ferrocarril y posteriormente las carreteras fue parte de las nuevas costumbres de los grupos sociales en ascenso, pues salir al campo estaba tan arraigado, como afirma Bernal Nicholls, “que durante los meses de diciembre y enero… Medellín se quedaba desierta y los forasteros no venían a pasear a Medellín en estas temporadas de vacaciones porque sabían que no encontraban a nadie en la Villa”. Obviamente no encontraban a los burócratas y los políticos, los empresarios y los comerciantes, los empleados e incluso los obreros con trabajo en las fábricas, pero sí miles de desocupados y pobres de solemnidad que se arracimaban en los tugurios y no encontraban oportunidades en la ciudad industrial de Colombia. A ese pueblo sin distracciones les iluminaron el pesebre y la ciudad, les procuraron paseos ilusorios e hicieron soñar en bienaventuranzas, les crearon unos eventos masivos a los que fueron convocados con la pretensión de dar ejemplo de moralidad y buenas costumbres, y en los que la misma sociedad y la dirigencia local practicara la caridad cristiana mediante el aguinaldo del niño pobre que se repartió por miles. Al fin, a mediados del siglo XX, el pueblo que no abandonaba a Medellín tenía con qué entretenerse de manera disciplinada y controlada.

La autoctonía de las tradiciones modernas

Quienes reclaman el autoctonismo como algo cerrado, lejano y profundo, al punto de confundirse con un pasado mítico e inamovible, olvidan los grandes y pequeños procesos sociales y culturales, y con ellos los cambios, apropiaciones y adaptaciones que se van incorporando en la medida que las sociedades se transforman o mutan, como le gusta decir a Baricco. Nada más evidente que esa mutación sufrida por el continuo festivo navideño que de dos temporadas claramente marcadas a principios del siglo XX, al final del mismo siglo XX pasó a ser una sola fiesta desde las velitas del 7 de diciembre hasta el paseo de olla de Reyes Magos; pero para inicios del siglo XXI el continuo se adelantó para iniciar el 30 de noviembre a la medianoche con la polémica alborada que tiene improntas polvoreras de vieja data y nuevas prácticas de El cielo a tiros, como titulara una de sus novelas el escritor Jorge Franco, en referencia a prácticas delincuenciales y mafiosas que algunos atribuyen a esta noche de apertura navideña. Aunque las navidades son tan deseadas que su tiempo se ha dilatado de tal manera que no ha sido posible constreñirlo al calendario festivo religioso. Ya desde finales del siglo XX la radio anunciaba su famosa frase: “Desde noviembre la música de diciembre”, para luego ampliar y colonizar el mes de octubre e incluso septiembre… De la radio saltó a los almacenes y a la calle con el mercado formal e informal que invade el Centro. Son los meses de El Hueco y las mercaderías chinescas, reflejos del contrabando y la apertura comercial.

De tal manera que en Medellín se materializa en el espacio urbano aquello que el antropólogo brasileño Renato Ortiz denomina para su país “tradiciones modernas”, tanto en lo festivo navideño con los alumbrados como en los nuevos simbolismos de la Feria de las Flores, todos instaurados a partir de mediados del siglo XX; pero, también, lo que el historiador Eric Hobsbawm llamó en su libro La invención de la tradición la “tradición inventada”, que “implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica y ritual, que busca inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado”, como se observa en los dos principales eventos festivos que se han instalado sobre una tradición y un pasado mitificado, al que cada vez le fueron dotando de más elementos que lo soportaran, y en los que simbolismo y ritualidad buscan ese control y disciplinamiento social tan deseado por nuestra clase dirigente temerosa ante el desborde propio del carnaval.

Ya no son los tiempos de los baculazos cayzedianos que tanto anhelan las cruzadas católicas aterradas por ese mundo irritante que se les sale de las manos y el entendimiento. El sensualismo del modernismo se desbordó por una ciudad que ya no habitan descendientes de vascos e indígenas alófilos, sino una compleja trama multicultural con sus músicas nuevas o ancestrales. Una multitud variopinta entreverada de negro, que se ha apropiado y configurado nuevas tradiciones. De ahí que el temor no sea en vano pues de pronto se reinstala el diablo en la ciudad.

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