Por Daniela Jiménez
Para no detener las conversaciones entre artistas —y, de alguna manera, tampoco las exposiciones—el Museo de Arte Moderno de Medellín creó unos encuentros por YouTube que llamó Conferencias performáticas. Se trata de presentaciones artísticas que combinan el discurso, el sonido y la fotografía. Memorias de cómo se habita el espacio virtual, un lugar que cada vez se parece más a una casa de muchas habitaciones.
En julio, cuando el virus ya había viajado en avión, había vaciado calles con su gusto por el desastre y había hecho cerrar restaurantes, bares, colegios, estadios, librerías y, cómo no, desafortunadas galerías de arte, a Emiliano Valdés, curador del Museo de Arte Moderno de Medellín —entiéndase como curador, del latín curatoris: el que cuida— se le ocurrió crear un espacio de charlas moderadas por él mismo en las que los artistas colombianos hablaran de cómo era eso de crear en la soledad del encierro, y qué era entonces eso de ocupar lo virtual, ese lugar en el que venimos contenidos desde hace mucho, pero que ahora habitamos un poco más a la fuerza, a la manera de mariposas pinchadas por el abdomen tras un vidrio de cristal.
No quería una lectura de atril ni un discurso aplacado, o, mejor dicho, no pensaba solo en eso. Quería sonidos, imágenes, grabaciones, bocetos, instalaciones. Quería un edificio caleidoscópico, una visión más atenta de esas otras vidas. Quería, con cierta discreción, meter los binoculares en los cuartos de los artistas y que cada uno se presentara como pudiera y quisiera. Lo performático, diría después, es un juego: poner otros elementos a existir juntos, apenas para nombrar esas cosas que sería absurdo decir desde las páginas impresas de un academicista universitario.
La primera reunión de este tipo fue con la artista Bárbara Santos, el 15 de julio, y se llamó Especulación sobre el tiempo circular. Ella quiso hablar de lo vulnerables que son las ciudades, con sus flujos de tiempo por debajo del concreto y el acero. Mientras que en el Amazonas, donde vive, el tiempo es otro: no se agarra, ni se persigue, no es una cosa que se pueda perder o gastar ni algo que vaya en contra. El reloj, en la selva, no es un repositorio de horas, sino una corriente de agua.
Si hubiera un afán de precisión, quizás el registro mencionaría que la idea de Emiliano, esa que supieron bautizar como Conferencias performáticas, nació en algún bar, con unas polas encima, pero ni la pandemia ni el buen comportamiento permitirían admitir eso. Así que los artistas hablan de conversaciones previas, casuales, preguntas telefónicas entre curiosos y extraviados que no sabían bien qué hacer. Alguien que un día dijo “he filmado un videoclip” o “he montado un micrositio con fotografías” o “quiero abrir muchas ventanas en vivo”, y así, sin mucha alharaca, llegaba la lista de propuestas hasta Emiliano y él iba convirtiendo todo eso en conferencias.
Porque los artistas hacen eso: piensan y miran. Ven para crear. O, como dice Bárbara, los artistas son seres que atienden. Quizás, como el imperativo de alguna plegaria: mira bien y crearás.
Entre julio y diciembre, en su canal de YouTube, el Museo de Arte Moderno de Medellín completó diez conferencias. Estuvo Sobre un mar de nubes, de Camila Botero, con una presentación de sus paisajes invertidos, luego su lectura tranquila sobre cómo hemos cambiado, y cómo esto —la pandemia, la crisis climática— nos ha cambiado; más tarde, la lava del volcán tragándose los márgenes, los personajes de cabeza, Midsommar y Avengers. Camila gira los objetos —un avión que planea hacia abajo, en el que el piloto cuelga del respaldo como una marioneta— para verlos desde otras esquinas.
Cuenta que todo empezó similar a un pequeño archivador de imágenes en movimiento. En lugar de estampillas, o de folios, Camila guardaba pedazos de películas. Le gustaba la rotación de la cámara, que en el cine se usa para mostrar el caos. Quería hacer una metáfora de este momento y de todas esas contenciones, había hecho unos cursos con una bióloga, había leído los mitos indígenas colombianos. Quería hablar de volver al principio.
Semanas más tarde, en su conferencia performática Ciberespacio, la artista Sofía Reyes Guevara abrió, junto a otros colegas, un bucle de ventanas sobre ventanas, como cuando los oficinistas y los estudiantes acumulan pestañas dispersas en el navegador de la computadora: un juego de ajedrez, galaxias, tutoriales de Instagram, el modelado 3D de una sala, gatos, más gatos cachorros que llenan una habitación con sus orejas y su pelo. Y sigue: las pirámides de Egipto, un acantilado que cae sobre sí mismo, se fragmenta sobre su propio peso y baja hacia las olas. Miley Cyrus en corsé morado, un músico en la estación del tren, un amanecer, quién sabe, en Viena o Italia o en una llanura colombiana. Un anochecer sobre el mar Adriático o sobre cualquier otro golfo estrecho y alargado. Las pestañas son infinitas. Algo tendría para decir Emiliano de todo eso: somos unos seres biológicos que existimos en el espacio virtual, en el tiempo de lo holográfico. Nunca habíamos tenido una necesidad tan grande de entender cómo es ese lugar.
A él también le gusta creer que cada artista intentó habitar eso que llamamos como lo digital de una manera distinta. Han sido un tanto cartógrafos y geógrafos, el arte les ha servido como lentes de visión generosa.
“Uno no sabe qué están viendo los espectadores”, dice Camila. “Cuando uno pone algo en un museo o una galería, uno sabe lo que está presentando. Pero cuando es en este formato lo puedes estar viendo desde un teléfono celular y las pantallas son diminutas, y tu obra se despliega junto a otras pantallas”.
En octubre, el artista Alberto Lezaca presentó Pekín en una de estas conferencias. En una recámara blanca, con un teclado, deja ver que su gusto son los prototipos. Toca el bajo, pero el sonido es confuso, un tanto sucio, como un transistor dañado. Luego se detiene y lee: “Manual de funcionamiento. El programa está provisto de una serie de órdenes”. Hace rato que venía sintiéndose en un relato de ciencia ficción, el mundo parecía que se fuera a acabar. En parte sí, se acabó. En Pekín no buscaba hablar ni de virus ni de especies que se extinguen o vidas que trascienden a otros planos, quería ir más en contravía. El arte, dijo, es un acto inútil que comienza derrotado.
Nos recuerda, días después de su conferencia, que lo performático nace con la radio. En el siglo XX ya había transmisiones radiales artísticas. “Llevo muchos años con procesos digitales, tanto de video, fotografía y música”, relata, “tengo cada vez más dudas sobre eso que llamamos tecnología, sobre esa sociedad cada vez menos basada en el contacto”.
En 1955, en un ciclo de conferencias llamado “Cómo hacer cosas con palabras”, el filósofo John L. Austin se refirió por primera vez sobre lo performático. Le diría Austin al público en ese entonces: “Tienen ustedes todo el derecho a no saber lo que significa lo performativo. Es una palabra nueva, fea, y que acaso no significa demasiado”, y agregó, con chispa: “En cualquier caso hay algo a su favor: no es una palabra profunda”. Aludir a su simpleza le permitía asir esa naturalidad. Es sencillo: “To perfom, es decir, ‘se realizan acciones’”.
En la conferencia, Alberto le decía a Emiliano que “estamos viviendo un quiebre”. Es muy probable, insiste, tras una breve meditación, que a los museos lleguen pronto las holografías, y que a las galerías las vayan llenando enormes pantallas. Estarán, afuera, los semáforos holográficos, el sermón holográfico de un cura también holográfico en la iglesia del barrio. Calles copadas de esos espectros cotidianos de luz.
El MAMM quería eso: recordar que, en un mundo que se sigue rompiendo, el arte (y sus trazos en el panóptico digital) puede ser como una libreta de apuntes. El artista que llega deja un mensaje, su propia maniobra para entendernos y sobrevivir mejor —al menos, con más gracia— a este otro universo físico y corpóreo de cifras en rojo, distancias que se alargan, temor aséptico.
Emiliano piensa que, así, en las conferencias, los artistas pudieron mostrar sus anotaciones sobre muchos temas. Lo que pensaban sobre el deseo, o sobre el lugar donde quisiéramos estar, o sobre los límites que empezamos a trazar en esos nuevos pabellones virtuales. La lista sigue: dónde estamos y quiénes somos, qué tan pequeños nos hemos sentido. De qué se trata eso de jugar a predecir cómo será nuestra vida en este planeta aún insalvable. Las distancias que nos separan. Las ansias del cuidado, la pregunta por lo que nos mantiene vivos. Cómo nos contamos, qué bitácoras usamos. Nuestras herramientas de defensa. El tiempo. La posibilidad de conectarnos. Los orígenes.
De niño, Alberto, hoy obsesionado con los dispositivos, vivió en una casa en la que no había más de dos aparatos: un televisor, a lo sumo un radio. Cada tanto, cada década, la vida se fue llenando de más teclas o pantallas. Y los artistas, también los espectadores, van intentando hacerse un nido, o un sillón abollado, en esa virtualidad depredadora, por momentos serena, en la que cada quien decide cómo enciende las luces y cuándo apagar la computadora. Existe, ahí, una nueva forma del tiempo: permitirnos saber que somos muchas ventanas abiertas.
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