¿Ha pensado cómo sería si su casa fuera un museo? ¿Qué fotos expondría, qué otros objetos? En su intensa relación con el barrio, la Casa Museo Pedro Nel Gómez creó un programa para el reconocimiento de esos patrimonios íntimos y fomentar exposiciones desde los mismos hogares. Róbinson Correa, el metalero, fue el primero en abrir sus puertas al proyecto.
Por Eliana Castro Gaviria
“I’d sit alone and watch your light
My only friend through teenage nights
And everything I had to know
I heard it on my radio”.
Radio Ga Ga, Queen.
La casa no es una casa cualquiera. La casa es la única que se sostiene en este pedazo de carretera. La casa está ubicada en una frontera, entre lo que se conoce como Moravia, sector Fidel Castro, y Bermejal, los Álamos, en Aranjuez. La casa fue una taberna en la época de Las Camelias, esa zona de cabarets y prostíbulos adonde iban los hombres más prestigiosos de Medellín en los cincuenta. La casa era de tapia y bareque, y siempre había música. Una casa así, con tanto pasado, es intrigante; un botín tanto para pillos como para empleados públicos. La casa lleva quince años a punto de desaparecer, y a veces de tanto estar no está. Una madrugada, después de que trataran de asaltarla por el techo, los dueños de la casa escribieron sobre la fachada verde: “Casa habitada, por favor respete”. Cuando se quedaron sin rejas, escribieron otra vez: “Muerte a las ratas”. A los días leyeron una respuesta: “Compruebe que las mata”. Los dueños de la casa dibujaron una triqueta celta para que la energía fluyera y al menos los puñales a las paredes cesaron. “Qué dirían: huy, no, en esa casa son satánicos. Mejor los dejamos quietos”. La casa será pronto una carretera.
Adentro, en un cuarto que llaman cueva, Róbinson Correa Sánchez —Robin, para los amigos; crespo, ojos claros, barba y algo de panza— avanza emocionado por las memorias de sus 35 años de vida. No hay una cronología. Ni un punto de partida ni uno de llegada. Sobre la cama hay cedés, trofeos, catálogos, escarapelas, libros y fotos de las últimas décadas. Pegados en las paredes hay decenas de afiches de bandas legendarias como Motörhead, Kreator, Destruction. Encima de un chifonier hay un tocadiscos, más casetes y más cedés, bafles, cuarzos, unas figuras precolombinas y tarros de gel desinfectante. Antes, en este cuarto, había hasta una batería. Róbinson quiere contarlo todo, sin orden alguno. Elige el dvd de los veinte años de Masacre, la banda de death metal de Medellín, y habla del concierto en el que Alex Oquendo se lo firmó; desentierra el recorte de periódico en el que su madre aparece pintando un mural del antiguo Guayaquil en una pared al frente del edificio Carré; desempolva la última foto que le tomaron a su abuela materna.
Róbinson es baterista de una banda de metal, pintor de paisajes medievales y oficial de construcción. Es hijo de Emilce Sánchez, pintora autodidacta, y Fernando Correa, comerciante, bohemio. Creció en los inquilinatos que su papá administraba cerca del cementerio San Lorenzo, a finales de los ochenta, espiando a los pintores locos y ebrios que pasaban tardes enteras encerrados frente a los bastidores y en las noches desaparecían con sus cuadros y sus botellas. A uno de esos pintores, un francés de nombre Marcos, su mamá le aprendió a pintar. Primero payasos, y después caballos y mulas. Y tan pronto como ella se hizo esclava de la pintura, su papá abandonó los inquilinatos y salió a vender los cuadros; resultó tan buen comerciante como bebedor. Róbinson ya era un niño de seis años, y a veces lo acompañaba. Con su papá aprendió a explorar los puestos callejeros que vendían artesanías y compró los primeros casetes de Queen, Guns N’ Roses, Kiss y Black Sabbath. En la casa su mamá ya era máquina de pintar bodegones. No necesitaba ni muestras: pintaba hasta cinco cuadros a mano alzada. Cuando Róbinson la acompañaba, ella le pedía que le armara un bastidor. La primera obra del muchacho fue también un payaso. Vivieron un tiempo en Boston, y un par de años en San Javier. Un día sus papás encontraron en el periódico la oferta de una casa grande y a buen precio por los lados de la antigua carretera hacia Zamora, y la compraron.
En la cama, hay una foto de esos años. Es 1997, y Róbinson, flaquísimo, tiene puesta una camisa de Marilyn Manson. En esta casa descubrió el metal; solo, en su cuarto, escuchando emisoras como Radioactiva y La X, que tenía un programa llamado Galería del metal. Empezó a ir a los conciertos mensuales del teatro Carlos Vieco, y en esas caminatas eternas conoció a otros como él. Se vestían de negro, llevaban taches, tenían el pelo largo. Hizo a sus primeros amigos metaleros en Aranjuez. Le presentaron bandas más underground, de Noruega, de Alemania, incluso colombianas, y aprendió de death metal, heavy metal, trash. Quemaban cedés, pintaban las carátulas, intercambiaban discos y afiches oficiales con los metaleros más veteranos de Manrique. Cuando no estaban en La Bastilla estaban en la Iglesia San José o en la Cámara de Comercio o en el Teatro Pablo Tobón. De regreso, cuando pasaban por el puente de la Terminal del Norte, les tiraban piedras, les gritaban “matagatos”, les sacaban fierros.
Esa vida de descubrimientos adolescentes se le complicó cuando sus papás se separaron. Él, hermano mayor de tres, se puso a pintar paisajes y a venderlos en compañía de los bodegones de su madre. Había épocas muy buenas como los diciembres en el parque de Envigado, y otras muy malas en las que terminaba tranzando sus cuadros por cincuenta mil pesos y un cuartico de ron. En las rachas malas repartía periódicos, vendía casetes, hacía mandados, cargaba materiales en construcciones. “El don mío son las manualidades; reparar o construir con las manos. Si me faltan las manos me enloquezco”, dice. Ya después vinieron los talleres de pintura, las primeras bandas propias de metal, las baterías hechizas, los micrófonos con las bocinas de los teléfonos, los primeros discos, los conciertos y las exposiciones de arte. Avanzamos, ya se sabe, sin un orden lógico. Róbinson saca una película, Pesadilla sin fin, y habla de su afición por el cine de terror, luego muestra la mención de honor que le dieron en el Primer Salón de Artes Visuales de la Comuna 4, y remata con el trofeo que le dieron a Savage Agression, su banda, por ser la más agresiva de Del Putas Fest en 2012.
Un par de horas más tarde, cuando en la cama no cabe ni un catálogo más ni una foto ni un cedé, Susana Mejía, periodista, responsable de proyectos del Museo Pedro Nel Gómez, lanza la pregunta definitiva: “Y si mañana salieras de gira con tu banda, una gira de meses, y solo pudieras cargar diez objetos en la maleta, ¿cuáles escogerías?”.
***
Vamos ahora a otra casa, una casa que bien pudo no existir. No ser una casa sino un lote, muchos lotes, muchas casas, una torre de apartamentos. Esta casa pudo desaparecer como cientos de herencias desaparecen después de existir. Esta casa y su extenso jardín, sin embargo, tuvieron la suerte de albergar por años a uno de los artistas más brillantes y críticos del siglo XX, y de que sus herederos decidieran conservarla como museo. Hay casas que nacen con suerte; casas que son excepciones.
En vida, Pedro Nel Gómez hizo lo que quiso como artista. A contracorriente diseñó escuelas, cementerios, barrios, fundó la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, esculpió obras en las que destacaba los valores de lo propio, lo americano, pintó murales y denunció en ellos la brutalidad de la minería. Fue alabado y fue aborrecido. Y allá en Aranjuez, desde que llegó en los años treinta hasta que murió en los ochenta, fue un vecino. Y no cualquiera: Pedro Nel Gómez era el vecino que pintaba a su esposa desnuda, y que apenas descubría a los niños que lo espiaban por entre los árboles les entregaba papel y lápiz y ponía a pintar.
Desde entonces esta casa no solo fue epicentro de distinguidas exposiciones sino de novenas decembrinas, sancochadas y fiestas de barrio. “El museo nunca fue un sitio ajeno, ni acartonado, donde había que entrar con ropa distinta y hacer silencio”, dice Luis Rendón, bibliotecario. Entre los años 2000 y 2006, la casa fue restaurada y la familia aceptó que la dirección quedara en manos de alguien ajeno a ellos. Se ajustaron algunos estatutos y el museo se convirtió en esto que es hoy: hogar de niños y niñas que sueñan con ser pintores o que se divierten dibujando en los talleres, adultos que pintan sus primeras obras o que hacen carrera, muchachos y muchachas que ensayan coreografías o aprenden a sembrar.
“Toda la vida hemos estado pendientes de nuestros vecinos. No podemos hacer nada si un vecino debe la cuenta de servicios públicos, pero sí podemos ofrecerle a un tipo como Robin, que es muy talentoso, un taller de pintura o ir hasta su casa y montarle una exposición. Es un lazo natural con la comunidad. Nosotros contamos con ellos y ellos con nosotros. Alguna vez yo visité el Museo de Nueva York con un primo galerista. Él estaba maravillado con las obras, y yo buscaba lo sensible en otro lado. ¿Dónde están los programas pedagógicos?, le preguntaba. Él tiene la sensibilidad artista, y yo tengo la sensibilidad de habitar un barrio”, dice Paola Cardona, conservadora y coordinadora de colecciones del Museo Pedro Nel Gómez.
La vida de un museo en un barrio como Aranjuez no es ni mucho menos discreta. En los últimos años, cuenta Susana, las salas de los vecinos albergan por días las obras de Pedro Nel Gómez. El programa se llama Como Pedro por su casa, y provoca conversaciones que van más allá de la figura del artista y que indagan por la historia misma de las familias en Aranjuez. En la vida de este museo de barrio, los talleristas saben que aquella señora pinta para deshacerse del marido que la maltrata y que la pintura es lo único que libra a aquel otro señor de regresar a la calle. Por coordinar el componente educativo de un museo de barrio, Carlos Tobón, artista plástico, participó de las discusiones interminables del difunto presupuesto participativo y con esos dineros organizaron los festivales audiovisuales de la Comuna 4 en los que Róbinson y su mamá expusieron sus obras. En la vida de un museo de barrio eso de mantener las puertas abiertas adquiere otras dimensiones.
A mediados de 2020, el equipo de comunicaciones del museo empezó a recoger videos a través de las redes sociales en los que las familias mostraban sus tesoros familiares: los amuletos, las cartas de amor, los diplomas; ese cúmulo de objetos que guardamos y que significan un triunfo sobre la vida. La idea generó tantas emociones que salió de Instagram y desembarcó en la casa de Róbinson. “Tan importante es un museo para una ciudad como lo son estos pequeños tesoros para un individuo”, dice Susana. Por eso este miércoles, encerrada en la pinacoteca, Paola prepara la primera exposición de Si mi casa fuera un museo. Por eso lija suavemente las páginas de un par de libros, limpia el polvo y brilla placas y trofeos, aplica taparrasguños en las maderas y crema dental en los cedés. No quiere desaparecer los rayones, apenas mimetizarlos para que sigan contando su historia.
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Esta casa, la de Róbinson, va a desaparecer, pero antes conviene dejar un último retrato. Eso incluye atravesar la fachada verde con sus advertencias y detenerse en los cuadros de caballos de Emilce y en las panorámicas de la Comuna 4 o en los paisajes fríos de Róbinson. Acariciar a Darkness, la gata, a Scrapy, la perra; observar a los canarios en las jaulas y a los patos del solar. Divisar desde el balcón la Terminal de transporte, la cancha de Moravia, el morro y sus heridas, el centro y sus edificios. “Esto es lo que más vamos a extrañar: la vista”.
Al lado de la cocina, en un rinconcito atiborrado de pinturas y tarros de alcohol, está la urna que contiene los objetos que Róbinson escogió para su exposición. Ahí están las fotos familiares, las de los cumpleaños y los días de madres; están las boletas de los primeros conciertos como asistente y las escarapelas de los primeros conciertos como músico, el primer elepé de su banda, las baquetas del último concierto que dieron en marzo y el libro sobre Ancón con el que el propio Carolo le compró un cuadro; están los pinceles, los lápices y las palestras, las menciones y los reconocimientos en los festivales de arte; un par de cuarzos que encontró mientras trabajaba en el mantenimiento locativo del Hotel Intercontinental y un recorte sobre las locuras de Epifanio Mejía.
También hay un par de fotos enmarcadas. Las tomó en un recorrido por el morro de Moravia durante un taller de fotografía. Era 2009 y en las casas retratadas se pueden leer mensajes como “La vivienda digna se hace con las manos y sin permiso” o “La Alcaldía nos engañó”. Esas fotografías le merecieron una mención de honor en el Primer Salón de Artes Visuales de la Comuna 4, y desde entonces algunas de sus obras capturan la transformación por la que pasa la zona norte de Medellín. Róbinson ha visto desaparecer panaderías, chatarrerías, fábricas de reciclaje y decenas de casas. Ha visto aparecer también el Parque Explora, el Centro Cultural de Moravia, el corredor verde de Moravia. Lleva años peleando con la Alcaldía. Sabe que su casa es la única que falta por tumbar para que empiecen los trabajos de la doble calzada Parques del Norte, pero la familia no se quiere ir hasta que el trato sea justo y alguien les garantice que seguirán viviendo en una casa y no en un estrecho apartamento. Es lo mínimo. Esta fue la casa en la que su madre le dijo: “Aprenda a pintar, usted no sabe si el día de mañana tiene trabajo. Si tiene un cuadrito lo puede vender, y si no lo vende se dio el gusto de pintar”.
De todas maneras, esta tarde de diciembre Róbinson sonríe. En la sala suena Radio Ga Ga, la canción que lo transporta con exactitud a los años de casetes y grabadoras. Va y viene entre unos pocos —y ahora bioseguros— amigos. Abraza a Laura. Alza una copa de vino y brinda: “Por mi familia, mi esposa y los amigos de estos años de música y pintura”. Dice otras cosas, que necesita sacar: “Al inicio fue duro. La familia me apoyaba, pero ellos no me querían ver con el pelo largo. Mi papá me quería ver soldado, mi mamá con un buen empleo. Pero me mantuve firme y me capacité en lo que me gustaba”. Y otras cosas: “Había mucha violencia en el barrio. Nos acusaban porque muchos pelados no querían estar en combos sino meterse a los pogos. El arte le da a uno otras prioridades. Antes de nosotros había otros roqueros, pero no eran tan empeliculados como nosotros. Nosotros sí teníamos el valor de salir de negro, con taches, y parcharnos en la calle. Nosotros no teníamos límites. Y tuvimos muchos problemas, amenazas”. Algo sucede, un timbre, un estruendo, y el discurso se interrumpe. Las copas se chocan y Róbinson concluye: “Todo fue pasión, sudor y lágrimas. Salud”.
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