El discreto vuelo de las aves negras

Durante la pandemia, el Ballet Metropolitano de Medellín trasladó sus ensayos a los márgenes de las computadoras. De esos ejercicios a distancia nació Flex-AID, una pieza elaborada por cuatro coreógrafos de distintos países y llevada a escena por doce intérpretes. Los bailarines de la compañía pudieron verse cara a cara, tras siete meses de encierro, durante el tramo final del montaje en la bodega de Comfama, en el Perpetuo Socorro de Medellín. Aquí, unos apuntes sobre el acto de extender el cuerpo y moverse cuando el escenario se reduce al recuadro de una videollamada.


Por Daniela Jiménez
Fotografías de Sergio González

Antes de alzar a Mariana en sus brazos, y antes también de que el calor del mediodía convirtiera al piso de linóleo en un sopor de pecera, Eddye Dee saltó sobre el centro de la tarima con sus casi dos metros, sus muslos de garza negra y cada músculo en la tensión justa, dio tres giros sobre su eje, acarició el aire con sus manos abiertas, voló sobre el resto de los bailarines y cayó, de pie, como una escultura de museo.

“Qué hermoso, ¿no les parece?”, dijo Nora, o Norita, la maestra, en cuanto vio ese prodigio de gracia. Detuvo la música de Tchaikovsky con un toquecito sobre la pantalla de su tableta, se levantó y atravesó la escena en chassé, que es lo mismo que decir que cruzó frente a todos en una gravedad ligera. Un paso persigue al otro, lo caza.

Los estudiantes seguían sus piernas como buscando el truco de la belleza. “Mañana volvemos a ensayar”, insistió, “quiero que lo estudien, quiero que sueñen con eso”. Antes de estar ahí, vestida de negro desde los tenis hasta la camisa, con esa serenidad recia, Norita ya había recorrido un cuarto del mundo como bailarina. Empezó a bailar a los ocho años, terminó el colegio y aplicó a una beca en Estados Unidos que recibió a pesar de que los imberbes de los fondos estatales no sabían bien qué era el ballet, ni cómo podía vivirse de eso, y le dieron su buen estipendio solo por el entusiasmo de ser la única postulante.

De ahí pisó las tablas mexicanas y volvió a Colombia a la compañía regentada por Gloria Zea en el Teatro Colón de Bogotá. Contempló a sus amigos entrar en la quiebra y pasó su luto viendo cómo los vestidos y mallas se pudrieron en el clóset por el desuso. Viajó a Inglaterra y puso su propia academia, en la que durante dieciocho años criaría a sus hijos y adiestraría a tantos jóvenes de uno que otro pueblito londinense en los avatares de la danza clásica.

Regresó hace siete años a Medellín y, desde hace unos meses, al Ballet Metropolitano. Ahora sube la voz en francés, en esa bodega del barrio Perpetuo Socorro, en pleno Centro, pero que parece una patria extranjera. Hay un microclima de trusa o malla sudada. “Baja los hombros, estira las piernas, gran allegro, arabesque”. Está obsesionada con que cada milímetro de piel, cada tendón, esté en su espacio preciso.

El cuento de ensayar en la bodega, sin embargo, es nuevo. Los últimos siete meses, antes del reencuentro, tuvo que coordinar una obra sin verles los cuerpos a sus alumnos. Con la pandemia, los bailarines tuvieron que compactar sus figuras a los márgenes de la pantalla de la computadora. Los movimientos se hicieron pequeños, medidos, justos para no arruinar lámparas ni espantar al gato, ni causarle un infarto a la abuela mientras almorzaba en el mismo comedor en el que hacían sus demi pliés. Cuando la bodega de Comfama les permitió bailar juntos otra vez, tuvieron que alargar de nuevo esos cuerpos que llevaban casi un año como metidos en una caja de zapatos.

Por esos días, Norita almorzaba frente a las pantallas. Los observó desde los rectángulos diminutos del Zoom, notó cómo tantas veces se pegaron contra la cama, se chocaron con los armarios o tropezaron con las baldosas levantadas; vio cómo, intempestivamente, se quedaban sin luz. Vio las sillas de oficina convertirse en barras de ballet, y supo entonces que esos cuerpos estaban tratando de habitar un espacio que ya tenían otros objetos. Vio los torsos coger vicios indecorosos para el ballet: encovarse, agacharse, disminuirse. Trató de adivinar tantas veces si lo que estaba viendo era un torso cortado por la limitada panorámica de un celular, o si era una pierna, o si era un cuello y una cara difuminados a una distancia ridícula. “¿Está flexionada esa pierna o no?”, se repetía en su confusión, “pues será confiar”. A veces pensó que sus bailarines un día tomarían el teléfono para decirle que estaban hartos, que no volvían, pero siempre estuvieron ahí.

Así, más o menos, fue que se les ocurrió crear Flex-IAD, uno de los montajes más ambiciosos del Ballet Metropolitano de Medellín. Flex es el hambre de resurrección y movimiento, pero también una consciencia de esos cuerpos en reposo, un tanto en hibernación. Nora tuvo que poner a punto las coreografías de tres artistas en tres latitudes distintas —Richard Daniel Peláez Franco en Medellín, David Rodríguez Muñoz en Hamburgo y Ariel Tagle Rose en Miami—, más la suya propia, con doce bailarines, en tres estilos de danza —neoclásico, clásico y contemporáneo—. Era como un reloj universal. No sabía si bautizar su parte de la obra como “El cisne” o “El vuelo”, quería hablar de cómo sus estudiantes pronto podrían volar, abrir las alas.

Estirar un cuerpo puede ser un privilegio. Cada metro cuadrado de la sala de las visitas, en la que usted reposa sus pies sobre el televisor y abre una cerveza, cuesta unos buenos pesos. A veces no hay plata para alargar tu brazo por completo sin arrojar la cómoda al piso.

Edison Arango —o Eddye Dee, de 32 años, quien desde los ocho años ha estado tallando su figura a las férreas exigencias de la danza— recuerda que su casa no es pequeña, ni estrecha, pero aun así se golpeaba con el techo, debía bailar con las rodillas y los codos doblados.

En la mitad de una clase virtual, una tarde, apoyado en pose de grand battement y lanzando su pierna hacia las esquinas, el bailarín golpeó el módem del internet, se colgó la videollamada, se bloqueó el computador y hasta el celular. Entró la familia preguntando si alguien se había muerto, vino el perro, los ladridos, y encontraron a Eddye tratando de atajar en el aire el módem destruido.

***

Antes de la cuarentena, los bailarines del Ballet Metropolitano pasaban sus semanas en jornadas de entrenamiento de hasta cuatro horas diarias en una sede ubicada en los bajos del cerro Nutibara. Luego vino una promesa de ampliación del espacio, que se fue al traste por el encierro, las casas pequeñas y las videollamadas entrecortadas en el pico de un battement tendu. Hasta que se hartaron de eso, armaron sus papeles, los tales protocolos, subieron las barras metálicas a un camión y las llevaron hasta la bodega de Comfama, ese espacio que la caja de compensación dispuso para artistas independientes y emprendedores del ecosistema cultural. Mandaron a hacer una tarima con cámara de aire para poder saltar, que se ubicó en una esquina del lugar, como un cofre de relicarios.

Allí, hace dos meses, fue el primer ensayo en persona de Flex-IAD y la primera vez que se veían las caras tras el encierro. Eddye sabía, por ejemplo, que en la coreografía de los cisnes él ocupaba el centro, mientras los demás se movían a los extremos. Resultó siendo una cosa rarísima: estaban perdidos, andaban chiquitico, acurrucados, cada uno en su baldosa. Nora les decía: “No es arabesque de cuarentena, es arabesque de bodega”. O sea, amplio, extenso sobre sí mismo a la manera de un papel de origami desdoblado.

Eddye y sus compañeros se movían con el tapabocas, a la distancia prudente, engullendo el mismo aire caliente y pesado. Eso sí, alargando por dos horas más una sesión que normalmente duraría hora y media. Querían desgastar la bodega.

“Es como utilizar todo ese control que aprendimos en la casa para no romper la lámpara, para no dañar el cuadro; el cuerpo quiere mostrar hasta el último pelo”, recordaría después el bailarín Esteban Arboleda, sudado y agotado, tras un ensayo. “Si yo no sacaba arte de eso, me iba a volver loco de estar encerrado”.

Cuando estuvieron superados los defectos del encierro, la grabación de Flex-IAD se hizo con toda la maña en el Teatro Pablo Tobón Uribe y se transmitió en una función internacional (que puede verse aquí). Están todos vestidos con leotardos negros; contarían los bailarines que es porque no había plata para más vestuario, pero no tardarían en agregar, como nota al margen, que el traje negro les dio una solemnidad de toma cinematográfica en vez de cisnes frágiles y vulnerables.

A Eddye la cámara lo sigue como un voyeur. Extiende sus brazos sin plumas, cubiertos de la trusa negra, tratando de despegar del piso. Cada dedo planea los principios básicos del vuelo. En el centro, Eddye está en un solo pie como un flamenco, pero su presencia es la de un azor en vuelo. Los demás lo rodean. La luz es morada, cae similar a una sábana sobre esas aves que, hasta hace unos pocos minutos, eran bestias de jaula o de barrotes. Es un espectáculo discreto, sin público. Días más tarde de esa proyección, en la bodega, Norita les diría a sus estudiantes que el bailarín “siempre quiere como empujar el piso”.

Ahora, en Navidad, el Ballet Metropolitano está montando El Cascanueces. Eddye es el caballero y su pareja de baile es Mariana Restrepo, el hada de azúcar, con su tutú blanco, malla azul y sonrisita de porcelana. Todos ven cómo sus brazos la levantan por encima de sus hombros. Se trata, en el fondo, de domar los engranajes de una maquina precisa: qué músculo usar para traer la fuerza desde las piernas hasta el bíceps con el impulso orgánico y eléctrico de una garza negra. Cómo evitar que el cuádriceps se sobrecargue, cómo saber cuándo el peso está de más.

Nora los observa salir en parejas a la tarima; abren sus cuerpos, antes acompasados a las cocinas, o al cuarto de cualquier tía, o arrumados en un garaje junto al chasis de una moto abandonada. “La espalda es arriba”, les dice, “el ombligo lo subes hacia arriba”, “Arabesque, arriba”. En el ballet, el torso se elonga hacia el cielo. Una postura doblada no se ve. “Demi plié y crezcan”, les repite la maestra. “Crezco”. Y los cuerpos crecen, se alargan como cisnes que abren vuelo, por encima de la tierra, sin dejar marcas.

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