En secreto

Texto: Manuela Gómez
Cartel: Colectiva Pirañas Crew (Daniela Arbeláez Suárez)

“El proceso de transformación consiste sobre todo en descomposición”

Será difícil seguir deseando en un mundo que no se puede tocar. 

Pensaré que la vida ha dejado de ser múltiple, para ser solamente precisa. Ignoraré entonces la presencia de billones de ecosistemas microscópicos, que flotan en el espacio vacío, irreales como los fosfenos, pero tan persistentes como las cenizas volcánicas que sobreviven en la atmosfera. Tampoco sabré que el linaje de tales organismos acelulares es más antiguo que mis células con sus núcleos bien definidos. Menos, que la belleza de lo vivo reside en su carácter impredecible, en su temple, en su independencia. Me lamentaré torpemente y culparé a los murciélagos que sí pueden ver cuando oscurece.

Como sabemos, el sol permanecerá en un punto alto vertical sobre nosotros. Va a calentarnos las mejillas, la nariz, el mentón. Las cosas emitirán un brillo intermitente bajo su fuego distante. Estaremos, entonces, pegados a las ventanas abiertas recibiendo las corrientes de la tarde. Mis dos hijos asomarán sus dedos y los moverán en el vacío propio de las alturas. La habitación conservará la tibieza de la hora y tendremos revistas repartidas en el suelo, recortes de palabras que empiezan por la O y por la E, cuadernos de doble línea en los que antes hicimos planas. Se elevarán, como siempre, pájaros en el horizonte. El bebé pensará que son aviones. El niño mayor levantará recortes del suelo y se acercará otra vez a las ventanas. Me pedirá permiso antes de lanzarlos y los entregará así al viento, que toca también su cara, esas pequitas diminutas bajo sus ojos. 

Volarán las vocales sobre las calles semivacías. 

Cartel por Colectiva Pirañas Crew (Daniela Arbeláez Suárez)

La luz va a tocarlas, las convertirá en un brillo que se disolverá luego entre las partículas indivisibles del aire, los techos de las casas o el destello gris del pavimento. El bebé imitará a su hermano y traerá palabras que se desprenderán también de sus dedos y serán como insectos ágiles bajo el cielo de las cuatro. Se demorarán en caer, flotarán delante de nosotros. Se acumularán luego, en los senderos que bordean el edificio y en los balcones de los vecinos. ¿Mamá, esto es ilegal? Preguntará el niño. Pensaré que probablemente lo sea, pero será mejor hacer polillas, mariposas blancas, alas que el viento guíe. Yo misma entregaré a la corriente algunos recortes. Me reiré seguro, tendré calor, me olvidaré quizá de lo que ese día va a preocuparme. Seré la misma que antes tuvo miedo de los virus, de las caries en los dientes de sus hijos, de los salpullidos que se riegan en los brazos y en la barriga, de las fiebres repentinas que les ponen muy rojos los labios y les quitan las ganas de comer. Solo que ahí, el cuerpo de frente al poniente, me parecerá que el miedo es elástico y se apura, que vino para convertirse también en otra cosa. Está hecho de lo mismo que este resplandor, que estos vapores en nuestras mejillas. Es igual a la fuerza que cuida, a la fuerza que ama, se ajusta, se desintegra en un ir y venir continuo, tal vez para siempre. 

Y cuando empiece a llover, los niños se quejen aburridos, el bebé me pida que lo levante en mis brazos, me sienta ya agotada y no quiera en verdad jugar más con ellos, los subiré a la silla de atrás del carro y manejaré por las avenidas desiertas, aunque sea toque de queda y esté prohibido salir. Bajaré las ventanillas para que inhalemos ese aire exhalado por otros humanos, por árboles, por flores, por los perros que sacan con correa. La lluvia va humedecernos la frente. El virus será como un espíritu en el fondo, ignorado, olvidado por completo, al menos un rato.

A la noche, después de apagar la luz, cuando estén por dormirse y se filtre ya entre las cortinas el brillo de los edificios vecinos y esas luces difusas sean para nosotros como estrellas familiares, escucharé a mis hijos respirar despacio y estarán tibios al tacto sus cuerpos chiquitos. Sudarán un poco, relajarán ya las piernas, abrazarán sus cobijas de lana blanca. Y en esa oscuridad de la habitación, mientras el bebé me pellizca por reflejo las yemas de mis dedos, pediré en secreto que alguien más fuerte que yo los proteja, más sobrenatural, más duradero. 

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