Texto: Laura Mora
Cartel: Sebastián Restrepo
De repente solo un eco.
Le sigue un aturdidor silencio.
Quietud.
El celestial sonido generado por el contacto entre un objeto equis y un recipiente culinario con historia propia, en este caso, una cacerola, una paila, una chocolatera… Allí se contenía la cotidianidad que empezaba por fin a “resabiarse”, porque los esfuerzos para mantenerse digna cada vez eran más desafiantes.
Lo mejor que ahora podían hacer esos objetos, cotidianos, cansados, era convertirse en símbolos…
Como en el conteo del fin del mundo, o del año nuevo, que por alguna razón a veces son la misma cosa, 10, 9, 8, 7 ,6 ,5, 4 ,3, 2, 1… shhhh… Silencio.
La cuarentena ha comenzado.
De repente solo un eco.
Le sigue un aturdidor silencio.
Una nueva serie de palabras aparecen en nuestro léxico; palabras que sin duda marcarán la segunda década del siglo XXI: confinamiento, cuarentena, pandemia, bioseguridad. Y con ellas, las facetas más oscuras de nuestras ya muy debilitadas democracias, si es que tal cosa ha existido: vigilancia, control, decretos presidenciales.
Las calles vacías. Un miedo nuevo habitando, una nueva experiencia de la muerte extrañamente inédita para un pueblo tan acostumbrado a convivir con su radical presencia. La extranjería inherente al SARS-CoV-2, lo convertía en enemigo. Y ay del peligro que yace cuando la palabra extranjero se convierte en sinónimo de enemigo.
Esta vez la muerte se presentaba más como un fantasma con una posibilidad incuestionable de cruzar la puerta cerrada sin hacer ruido, minúscula, carente de consciencia, venía a recordarnos nuestra fragilidad, nuestra insignificante existencia.
Tiempos oscuros, extraños, en los que la pulsión de muerte va expandiéndose de una manera tan palpable y consciente que no puede más que generar un primer estadío de pánico, parálisis; e inevitablemente la más profunda melancolía.
Una especie de melancolía por un mundo que no fue, acompañado por el terror de sentir nostalgia por un futuro que ya no parecía poder ser, lo que hace unos meses, con el corazón empuñado, habíamos soñado.
Tapabocas – Taparse la boca – Callar.
Ese acto de callar, que por fin habíamos vencido.
Gritar, reunirnos, gestos necesarios de la sublevación, se presentaban ahora como gestos que atentaban contra nuestra salud.
La posibilidad de la revolución, que hasta hace poco habíamos descubierto, desaparecía como cuando la arena se escabulle entre los dedos.
Se reafirmaba la melancolía, se instalaba la incertidumbre. La única certeza, además de estar habitando este nuevo mundo reducido a nuestros universos íntimos y privados, era la de haber perdido… La de haber llegado demasiado tarde a la historia de los cambios, la de estar un poco condenados a vivir bajo las desigualdades y la injusticia en las que se cimienta el Estado colombiano.
Albert Camus, tan citado por estos días de peste, decía en El hombre rebelde que “la historia de los hombres es, en cierto modo, la historia de sus rebeliones”. Aquí parecía entonces que la historia nos había pasado por alto, porque si algo se había anulado en Colombia, era la posibilidad de rebelarse, era casi como si la palabra, el gesto, el sentido mismo de la expresión hubiesen sido violentamente desterrados de este intento de nación.
Históricamente, antes de cualquier levantamiento social, existe una especie de presión, de ahogamiento, que por estas tierras han sido décadas y décadas de ceder sumisos ante el terror impuesto. El noviembre pasado había sido una muestra de que ese golpear un objeto, generar un coro metálico y reunirnos sin conocernos había encendido algo, había expuesto esa palabra que hace que las cosas más complejas sean posibles: la pasión.
Lo que se experimenta en ese acto de reunirse, de caminar juntos medio desordenados en una dirección que nadie sabe cuál es, pero que todos intuimos, en ese movimiento guiado más por un corazón heredero de dolorosas memorias colectivas y singulares, lo que se siente, es solo comparable a un vértigo sublime.
La cara en muchos casos cubierta, y la pañoleta a modo de tapabocas representa allí otra cosa, una protección frente a los gases, un miedo al reconocimiento por parte de las fuerzas del Estado, pero, sobre todo, ese gesto, tiene que ver con la necesidad de representar en carne propia los símbolos de esas sublevaciones populares que han tenido lugar a lo largo del continente… es sentir que podemos estar a la altura de esos esfuerzos y esas luchas. Lo más potente de ese gesto es que los ojos hablan. Los ojos, que son el principio de todo retrato, se desnudan ante el otro, y es ahí cuando el reconocimiento adquiere su lugar más elevado, cuando puedo descubrirte a través de la mirada.
Regreso al presente temerosa de que ese momento simplemente viva en un lugar que evoca la esperanza en medio de mi pensamiento agobiado. Regreso al silencio, el eco distante se escucha cada vez más distorsionado. A la memoria también le pasa el tiempo, y ya van muchos meses de este mundo raro. Intento aferrarme a la posibilidad, porque como insumisa que me considero, y por la dimensión poética que encuentro en la búsqueda incesante de un cambio y de la libertad, escojo imaginar, y en esa elección, asumo, que, aunque no logremos nunca habitar el sueño, intentarlo es la única manera de vivir auténtica y dignamente.
Entonces grito.
Grito,
Y grito
Y grito.
Y el grito aparece mudo, solo aparece mi expresión, fuerte, quizás desesperada, ante la ausencia de mi voz. Me veo sola en una calle antes sobrepoblada, el camino de la disidencia nunca había parecido tan solitario.
Ya van muchas noches en las que el sueño me replica el mismo escenario. En donde mi voz no encuentra su lugar en el grito.
Me pongo el tapabocas para poder salir, miro a los ojos como tratando de encontrar esas miradas tan genuinas que me habían inspirado, lo que encuentro en cambio son ojos esquivos, desorientados, intentando habitar este mundo ajeno.
He entendido con el pasar de los meses que lo que más añoro de esos encuentros con desconocidos es que la revolución es pura pulsión de vida, es una especie de celebración, una alegría incluso ante la muerte, un desafío constante. He entendido que es contraria a este momento histórico y que por eso es relevante, porque ante la pulsión oscura, solo el grito libertario, solo la mirada auténtica, solo levantar los brazos, solo el corazón empuñado, pueden constituir la posibilidad de que esta vida frágil tenga algún sentido.
He entendido que el deseo de libertad es inherente a la vida humana, y que ese deseo en este mundo nuevo puede constituir un acto realmente incendiario.
No sé si llegaremos a la tierra prometida. Pero en este camino reconozco que el paraíso interior es posible, estando del lado de lxs insumisxs. Porque es allí donde he reconocido lo más bello del ser humano, porque la sublevación implica haber estado bajo al agua más de lo debido y para existir, la sublevación exige sacar la cabeza, tomar una bocanada de aire, de vida, como el gesto de un recién nacido. Necesita de la solidaridad y del sentido de compañerismo más puro.
Me levanto, me rebelo, me emancipo, me libero porque es la forma de hacerle el quite al destino fatal que es la existencia.
Y entonces grito.
Grito con tapabocas.
Grito con la transparencia que pueden solo enunciar los ojos.
La insumisión es un acto radical, porque como anotaba Pasolini, en su belleza, en su entusiasmo, la rebelión no quiere ser arte.