Texto: José Ardila
Cartel: Colectivo Putamente Poderosas (Melissa Toro y Tatiana Cano)
Estar limpio es un poco llevar la muerte encima. Repeler la vida. La asepsia preserva la naturaleza estéril de las cosas: de los escalpelos en los quirófanos. De los pisos en las unidades de cuidados intensivos. Nos han dicho que en nuestras manos limpísimas, estériles, no prosperará ningún virus ni bacteria: nada que parezca vivo.
La vida tiene una relación cercana con la mugre, con lo sucio, incluso con lo que pueda parecernos repulsivo. En pocos lugares hay tanta vida palpitante como en un cuerpo que se pudre. La mariposa morpho azul liba en el estiércol del lagarto y no hay asco en ese acto instintivo de comer. De vivir. Imagino que el caldo original de toda vida sobre la tierra ha de haber sido un charco hediondo, burbujeante y vaporoso.
Tiene sentido entonces que Medellín sea una ciudad muy limpia —o que aspire permanentemente a serlo. Que busque sin descanso una asepsia imperfectible—. Que sea impecable. Que la definan sus habitantes como una tacita reluciente. No hay hipérbole que no le quede a la obsesión de esta ciudad por la limpieza.
Cualquier turista que se monte al metro de Medellín dirá, y con razón: “Es el metro más limpio en el que he estado”. Si usa las escaleras eléctricas de la 13, se maravillará primero por lo impecable que mantienen. Casi no se le notan los pobres ni los muertos ni la sangre que ha corrido. Hay quien dice que lo que sucedió hace dieciocho años en la Comuna 13, la operación Orión, fue una limpieza social. Y es usual que el eufemismo revele, pese a su pretensión, una verdad incluso más terrible. Fueron. Miraron. Señalaron. Extirparon de allá los que definieron como focos de infección: los núcleos vivos. Porque la gente, con frecuencia, de tan viva que mantiene, puede ser insoportablemente sucia: indeseable.
Quiero creer que no es la casa brillante, con cada plato lavado, con cada superficie espejada de tanto restregarla, con cada cama tendida a la perfección y cada prenda olorosa en los cajones a suavizante de lavanda, el mejor testimonio de las personas que la habitan. La suciedad es un rastro de la vida que ha pasado por ahí, de su historia. Un reguero de café junto al pocillo. Las sobras de la comida en el sifón del lavaplatos. Los vidrios empañados de los baños.
La casa más limpia es la que no se ha usado nunca.
A eso aspira Medellín: a mantenerse siempre nueva. Y por eso cuesta, quizás, encontrar edificios de más de cincuenta años en sus barrios. La señalética sobre las vías de Medellín le indica al desprevenido las rutas para llegar al “Centro histórico” y suena casi como un chiste malintencionado. Porque la ciudad, en su complejo profundo de apartamento a punto de estrenar, ha devorado buena parte de su historia. La ha limpiado y demolido y, cuando lo ha juzgado necesario, la ha pasado por el fuego. La ha cauterizado. Como el separador de la avenida Oriental. Demolido y vuelto a construir y demolido nuevamente y construido otra vez y demolido de nuevo en el curso de tres administraciones municipales. Como el barrio Moravia, que fue levantado sobre una montaña de basura y ha padecido al menos seis incendios hasta ahora, o la plaza de Guayaquil, incendiada también en 1968, y que fue, en sus mejores tiempos y, aun en los peores, el corazón de un barrio vibrante y popular y sucio y hediondo y habitado por putas y vendedores y borrachos y limosneros y ladrones y compradores y puteros y obreros y jóvenes y viejos y hombres y mujeres recién llegados a la ciudad y hombres y mujeres hartos de tanto padecer esta especie de hueco inmenso y dismórfico. ¿Qué teme encontrar Medellín cuando se mira en el espejo?
Hay una imagen de hace unos meses que se ha quedado grabada en mi memoria. En la foto, una legión de mujeres lava un parque. Es el Parque Berrío. Las mujeres venden tinto a diario, viven de eso, y han sido obligadas, para que les permitan trabajar en tiempos de pandemia, a limpiar con cepillos y agua y jabón todo lo sospechoso de estar sucio. Es un acto deliberadamente público. Planeado para las cámaras, para el noticiero de la noche. ¿Pero cuál es la suciedad que les han encomendado desterrar? ¿El virus? ¿En un espacio tan abierto, tan incontrolablemente transitado? ¿Por cuánto tiempo puede un parque mantenerse estéril? Para el día de la foto, Luz Adriana Upegui, que también vendía tinto en el Parque Berrío, lleva tres días muerta. Se quitó la vida. No soportó la presión ni el maltrato de los policías ni las multas que no podía pagar de todas formas ni los decretos impuestos desde la alcaldía sin mirar mucho para abajo. No soportó más esta ciudad. En el gesto inútil de limpiar lo que no puede ser limpiado, estas mujeres, ahí, frente a la Iglesia de la Candelaria, una de las más antiguas de Medellín, expían una culpa que no es suya. La ciudad ha maquilado en ellas la penitencia de un pecado y, al menos por unos días, ha comprado con indulgencias ajenas la pureza de su alma.