Asco
Texto: Lina Alonso
Artista: David Escobar Parra
El cascajo húmedo de los meos, la flema cuaja o la flema seca, el fosforazo de la mierda arrasada por la lluvia o la costra de su paso en los recodos de los edificios, olor a fritos, a coctel de chochal: orín + cloro + incienso, el polvo, esa grasa tan siempre grasa de las ciudades, de los prados de las capitales. Cada postal geográfica es una argamasa de narices, oídos, ojos y manos dispuestas al asalto de las sensaciones, se es ciudadano también cuando estamos en disposición de este asalto y en eso el asco tiene protagonismo, sin asco no hay ciudad, sin asco no conoceríamos la repugnancia o la seducción, la dimensión física de lo orgánico en el asfalto. A ese cuerpo exudante lo cercan sus invisibles, es decir, a la ciudad la hacen sus partículas: los peatones, el frenesí del paso que sale de Carabobo a San Antonio, los parlantes reventando Peso Pluma, Aicardi o Latina Stereo, hay ritmo en este tránsito, lo que camina en ella hace su circulación. Los ciudadanos construyen los pasajes, abren los laberintos de las calles y es por eso que también nos recuerda que la ciudad es criatura nunca terminada, derramada sobre sus habitantes, desparramada con sus orificios siempre abiertos, chispeantes en borboteos continuos de flujos y vahos, la conexión subjetiva de lo que nos repele o nos atrae nos recuerda que somos residuo, somos biodegradables, hacemos parte de la cadena de carroña o de compost —depende el optimismo—, lo que de vivo nos da la ciudad y su rastro lo devolvemos, también nosotros mismos, como obreros fieles de esa descomposición.
Sin asco no hay cuerpo, sin él —pero no gracias a él— recordamos que una sensación deviene en emoción, la emoción se vuelca en juicio, los juicios en estereotipos y jerarquías de valor, y en la mediación de la cultura que nos señaló “esto te repulsa” surgieron las primeras arcadas, después entre mapas y fronteras se trazaron los límites de las ciudades y lo que no estaba permitido en ellas se juzgó menor y reprochable, pero el organismo se mantiene, el cuerpo-ciudad gruñe, suda, grita y elimina, en su estructura esquizo, y a la vez contenida, todo palpita, en ella cada célula, persona, grafiti o luz toma lugar para manifestar esa correlación de vida que le corresponde dentro de la ciudad, sin embargo cuando esta emoción o estas arcadas se imponen desde el gobierno, como sucedió con las vallas, se instala un orden de lo sensible que expulsa al ciudadano de su propio espacio público, aquí es la institución la que ordena y determina en un gesto su asepsia autoritaria.
Y el cerco a la Plaza Botero es un gesto de asco institucionalizado de la Alcaldía con la propia ciudad, con la ciudadanía, asco hecho imposición, asco que impone jerarquías, valores y exclusiones.
Como medida cosmética es funcional al ojo del turista, si se quiere una ciudad despojada de sus ciudadanos ahí está, blanqueada toda para la blanquitud que busca el turista cómodo que evita la mácula de la ciudad real ahora transformada en artificio, idea falsa. No, míster, así no es la ciudad, el escenario de desolador pasa a ser un set mal montado: la Montañita sola, un par de ancianos bigotones tomando tinto no más, los meseros recostados en las puertas pescando a sus posibles comensales, las tiendas de recuerdos abarrotadas de merca nueva, de merca de plástico reluciente, el carriel, Boteros diminutos, reproducciones de la cara de Escobar en llaveros, se le tiene, se le consigue, se le rehace o deshace, no importa, welcome, sigan no más, del otro lado repunta la fuente seca frente a la iglesia de La Veracruz, la fuente convertida ahora un parchadero de palomas como desbandada de apóstoles cuya mierda es la única que se sienta en los bordes de la roca circular, y esa misma plazuela, en una suerte de teatro de espectros, saluda a los pocos peatones con la mano levantada de los maniquíes, maniquíes cojos, ladeados, de camisa rosa, de estampado moderno, de tela chirle de esas que se rompe en la segunda lavada, o simplemente maniquíes espichados por algún golpazo del viento que se anda a sus anchas en las calles, por las mismas que antes loteros, voceadores, culebreros, jíbaros, chicas y demás transeúntes hacían paso a paso su jornada.
Como medida de seguridad es mera payasada. El crimen no se acaba, alcalde, el crimen se desplaza. En la fabulita del gobierno local el pillo ve las vallas y se transforma, deja el ladronismo y pasa al catolicismo, la basura se convierte en un yarumo, el grito del vendedor ambulante desintegra sus entonaciones en armonías eclesiásticas dignas del templo de La Veracruz, en esta fabulita las trabajadoras sexuales dejan la mirella, le bajan el ruedo a la falda y trabajan en una oficina —con logos de la Alcaldía— para no asustar a las mujeres de bien que transitan entre el Parque Berrío y el Botero; si la excusa era la anhelada reducción de la criminalidad que todas las instituciones buscan para pararse bien en sus cifras, el cerramiento no soluciona el asunto ni por las curvas sino que lo maquilla, lo hace a un ladito, desplaza las fronteras entre las partículas de las ciudad cuerpo y lo disipa, lo mueve pa debajo del puente o para la Candelaria, si el cerco dice Quítate tú pa ponerme yo, es un yo solitario al que peatones y vendedores miran por encima de los metales con risa y miedo, el miedo del otro factor de este cerramiento y es el factor policía porque no basta con cerrar el espacio también hay que ponerle tomba, no hay ejercicio de control sin vigilancia, no hay supresión completa del asco que genera —desde la superioridad moral de las instituciones— ver a las calles sumidas en la delincuencia, hay que tanquearle autoridad sí o sí, una limpiadita a la solapa de la camisa para decir, “listo, la tarea está hecha”, la policía de las buenas maneras no deja de ser policía, y al estómago revuelto del subsecretario de Seguridad y Convivencia, Omar Gustavo Rodríguez, quien afirmó a Caracol Radio: “Primero lo que debo decir es que las decisiones del señor alcalde están encaminadas a tres factores pensando en el bien general que en el común. El primero de ellos es la seguridad, el segundo de ellos es orden, aseo y ornato, y el tercero sobre la protección de este patrimonio cultural”.
Como si fuera una parte gangrenada de Medellín, el cerco propone aislar este órgano infecto, sumido en la putrefacción del vicio que las buenas maneras condenan, pero la sangre sigue bombeando, la gente se sigue moviendo y es entonces que el problema no se soluciona sino que toma otros rumbos, la sangre se arrastra a otras desembocaduras, rodea la parte enferma —entendiendo enfermedad desde la visión de la actual administración—, y sigue su rumbo, así, con este desprecio, es que la medida lastra otro perdigón para el bolsillo de los ciudadanos. Toda calle o plaza en la ciudad es unidad sensible que completa la armazón de su crecimiento, y a la muerte o taponamiento de una calle corresponde el desvío, la táctica habitual de quebrar el paso para evitar la briega de que el tombo lo pare a uno, lo esculque y le dé el permiso de seguir. La vida económica entonces languidece y ese desvío tiene efectos colaterales en quienes viven en el sector y de ese sector, Bozo’e Leche lo reconoce: “Claro que las ventas se ven afectadas, la gente deja de pasar por aquí para evitar ese vueltononón”, el rebusque sabe de bien esto: paso solo, mala venta, levantar la carreta, estacionarla en otro lado.
Sin embargo, esperemos que no se pierda la fe en el crimen, en la espontaneidad de la ciudad-cuerpo que se explaya donde menos se le piensa, que no se deje de insistir en el desenmascaramiento del ridículo: una alcaldía que se cerca a sí misma ante la incapacidad de ofrecer alternativas reales, un alcalde que agacha la cabeza al extranjero, que doblega su cuello mientras ofrenda rincones instagrameables a cambio de una supuesta disminución de la intranquilidad, es una alcaldía sin respaldo de su misma ciudadanía, si quieren amurallar a punta de latazos el asco con el que estigmatizan el ritmo de la Plaza Botero y el Parque Lleras, la respuesta será otra y a la sensación de desagrado, del amargor metálico de las vallas que cobijan el paso fantasmal de los cuatro gringos con cara de tolondros le responde el resoplido tranquilo del jíbaro desocupando —sin mucho afán— la papeleta de basuco, eso sí sentado con la espalda recta que se apoya en la lata metálica con el logo de la Policía Nacional, otra postal de Medellín, la ciudad donde todo florece, siempre y cuando las flores sean pal turista.
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