Las rebuscadoras

Texto: Isabel Botero
Artista: Donchi

Artista: Donchi

El cuadro retrata a tres espigadoras al final de una tarde de verano. Dos de ellas están agachadas con la espalda torcida y recogen espigas con una mano, con la otra sostienen lo poco que han encontrado. La tercera, a la derecha, ya se está levantando y sostiene un ramillete de trigo en su mano enrojecida. Las mujeres se encuentran envueltas por una luz dorada que comienza a oscurecerse y visten faldas, blusas sucias y desteñidas, tienen el pelo recogido con pañoletas de colores. No se les ve el rostro. Son el retrato de una colectividad de espaldas torcidas y manos agrietadas. Ellas tres han llegado al final de la tarde para recoger el trigo olvidado en el campo y ejercer uno de los pocos derechos que se han ganado. En la tierra no queda casi nada: solo algunas espigas que machacarán al llegar a casa para hacer harina y preparar el pan, el maná. Al fondo, desenfocados y lechosos, se ven los almiares, esas montañas del grano de la gran recolecta; los campesinos, agachados y dignos; una carreta arrastrada por bestias; los techos de las casas; y un terrateniente diminuto montado sobre un caballo inmóvil.

Las espigadoras (Des glaneuses) es el título de este óleo realista pintado por Jean-François Millet, artista francés proveniente de una familia campesina de Normandía. Se exhibió por primera vez en el Salón de París en 1857 y el público de la época se escandalizó y lo calificó de peligroso por mostrar en esta escena la cotidianidad de la vida rural de la época. El peligro no era el hambre; el peligro era retratarla.

Casi un siglo y medio después, la cineasta Agnés Varda estrenó Los espigadores y la espigadora (2000), una película documental en la que viaja por Francia, cámara en mano, recolectando imágenes de las nuevas formas del espigueo en el naciente siglo XXI. El drama está vigente: las nuevas espigadoras son una multitud que busca y rebusca la comida como puede, deambula por ciudades y campos para matar el hambre, y se alimenta de lo que otros han tirado.

En ese año, el 2000, Medellín apenas comenzaba a levantarse de sus cenizas. Por esos días, el maestro Fernando Botero le donó a la ciudad veintitrés esculturas en un gesto que pretendía devolvernos la fe y el Museo de Antioquia se animó a trasladarse al antiguo Palacio Municipal. Dos años después, se inauguró la Plaza Botero, el museo a cielo abierto más grande del mundo. Ahora, hasta el cielo ha quedado encerrado porque en Medellín, ciudad de fronteras invisibles, han instalado unas vallas visibles. Los visitantes deben rebuscarse la forma para entrar a la plaza o ingresar a través de un control policial donde el uniformado de turno revisa el documento de identidad, luego la vestimenta, y con estos datos tan reveladores toma la decisión de dejar pasar o dejar por fuera. Botero acaba de morir y no le dio la vida para ver las esculturas libres, en el espacio público, que se llama público porque les pertenece a los ciudadanos.

Rebuscar significa recoger el fruto que queda en los campos después de alzadas las cosechas. Aplica para escudriñar, hurgar o volver a intentar encontrar algo. También: ingeniarse para enfrentar y sortear dificultades cotidianas. Es en este último rebusque que esta multitud se desliza esquivando esos vallados que son una imagen grotesca de la exclusión. La Administración Distrital ha encontrado un eufemismo para estos cerramientos, los llama Abrazos. Abrazo a la Plaza Botero y Abrazo al Parque Lleras. Un abrazo es un achuchón cariñoso, consentido y arropador. Este abrazo es violento, impuesto y asfixiante. El peligro no es la exclusión; el peligro es llamarla por su nombre.

Por fuera de los barrotes metálicos hay una muchedumbre agachada, recogiendo, recolectando, reciclando y rebuscando para llevarse algo a la boca, para agarrar lo que sea. Espigar es buscar y buscar es rebuscar. Mientras que en el cuadro de Millet las espigadoras trabajan juntas, las rebuscadoras de esta ciudad van solas. Han quedado en los márgenes, han sido expulsadas, se han quedado por fuera de las vallas. En este mundo del rebusque todo tiene un precio. Es un ecosistema donde, como en la pirámide alimenticia, unos se van devorando a otros. Cualquier cosa se puede vender, cualquier cosa se puede comprar. Nada se desecha. Nada es basura. Todo se recicla, todo tiene una segunda, tercera, cuarta oportunidad. Todo, menos la vida.

Hay vendedores hasta de humo sentados en butacos que algún día fueron baldes de pintura. Hay mujeres que venden cigarros y chicles; otras, las tinteras, café tibio en termos de plástico. Hay vendedores de ropa nueva y usada, de papayas, de hormigas culonas, de salchichones fritos con salsa rosada, de panzerottis y de aguacates. Una minutera vende tiempo y un paletero, helados derretidos. Sobre bolsas de plástico extendidas en el asfalto hay un rulo de pelo, un control remoto, un portavasos, un espejo, una correa con hebilla, unos relojes sin manecillas. Un señor sentado en una banca expone unos tenis blancos y sucios. A su lado hay otro, recién motilado y de ojos tristes, que tiene en su regazo un carro plateado con luces que se prenden y se apagan; uno más allá, ofrece una pesa a sus pies y a su lado, un tinterillo teclea demandas, poderes y cartas de amor. Hay radios, cámaras de fotos, celulares viejos, llaveros, zapatos, viseras, gafas, medias, calzoncillos, incienso, joyas de oro y plata, baratijas, cuadernos, rompecabezas, crispetas, bananos, micheladas, palitos de queso y sombreros vueltiaos. Hay manos que rebuscan en las basureras, manos que piden limosna y manos que piden socorro.

En esta ciudad vitrina, los problemas profundos se esconden debajo de la alfombra para recibir a los ciudadanos de bien y a los extranjeros, solo si llegan con dólares. Los otros, que son muchos, quedan por fuera, junto con desempleados, jubilados, prostitutas, habitantes de calle, mendigos, disidentes, rebeldes, antisistema, vendedores ambulantes, insumisos, aporreados, callejeros, desgraciadas, necesitados, adictos, ciudadanos del común y almas en pena. Y el cuadro es el mismo, pero con otra luz: una multitud de espaldas torcidas y manos agrietadas.

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