Coloquio

NARRATIVAS DIFÍCILES

De lo adverso al verso

Además del componente pedagógico de Narrativas Difíciles, un proyecto de Universo Centro, Museo de Antioquia y Filarmónica de Medellín, este ofreció un coloquio de puertas abiertas, que también fue transmitido en directo, los días 7 y 8 de octubre en el auditorio de la Cámara de Comercio de Medellín. Mediante una propuesta/pregunta provocadora se suscitaron conversaciones respecto a la dificultad no solo del territorio, sino de la incertidumbre del presente.

 

Relatoría por Eliana Castro Gaviria
Fotografías de Sergio González

En las memorias de este coloquio sobre realidades y narrativas difíciles no encontrará los lamentos y las quejas comunes de este tipo de encuentros ni las diatribas en contra de las nuevas tecnologías ni las sentencias de que hubo un tiempo mejor. No. Tampoco encontrará superhéroes aunque ninguno de estos expositores y expositoras está dispuesto a dejar morir su oficio. Encontrará gente saltando la cerca, franqueando la frontera, convirtiéndose en un laboratorio. “Solo abordando la dificultad es posible que lo difícil nos deje de agobiar”, dirá alguien.

No encontrará y es una lástima: secretos, chismes, risas.

Esas no caben en las aburridas pantallas.

Esas son una invitación para que usted, estimado lector, regrese a los auditorios.

1.
Dificultades para armar una historia, el caso Medellín

Expositor: Roberto Luis Jaramillo. Historiador y cronista restaurador de muchos tiempos traídos al presente; crítico e investigador.

No hay que irse a las medias tintas con esto: la historia no existe. Lo dice Roberto Luis Jaramillo, historiador, profesor jubilado de la Universidad Nacional de Colombia. La historia es una construcción y por lo tanto un oficio y como tal obliga unos métodos. No hay tejas ni ladrillos ni caminos ni ministros históricos. Todo es barro. Todo es una invención de los historiadores, gente llena de preguntas y muy insatisfecha con lo que se sabe. El pasado, dice Jaramillo, se agarra, se lee, se duda, se estudia, se critica y se escribe. O se canta como en la Edad Media. O se traza en un mapa.

Hay historias que son más difíciles de rastrear que otras. La de Medellín, por ejemplo, es un dolor de cabeza por su origen espontáneo. Aquí no hubo acta de fundación ni reparto de solares ni guerras fundacionales. Medellín fue erigida villa en 1671, y posteriormente anulada por las élites antioqueñas de la época. En Medellín la historia pasa, sobre todo, por una desnaturalización de los indígenas que la habitaban, y por eso se habla más de prehistoria que de historia. Aun así, no han faltado los intentos por contarnos: El Carnero de José Antonio “el Cojo” Benítez es el relato más temprano que existe sobre Medellín. Benítez fue un escribano inquieto que empezó a coleccionar papeles curiosos de la vida política, religiosa y administrativa entre 1797 y 1841. Ante la incapacidad de escribir una historia, el Cojo anotaba noticias sin mucho adorno: los incendios de la Plaza Mayor, las construcciones de capillas y colegios, las decisiones del cabildo, uno que otro drama familiar. A esa miscelánea de acontecimientos la llamó “carnero” como aquellos lugares en los cementerios o carnicerías donde se pone a pudrir un cuerpo; “carnero” como la crónica de Rodríguez Freyle.

A partir de entonces la obsesión por registrar el pasado ha convocado a políticos, periodistas, planeadores, historiadores, incluso a presbíteros. En materia de hacer una historia no se sabe de dónde salta la liebre. Entonces surgen los Apuntes para la historia del teatro de Medellín y vejeces de don Eladio Gónima; las Historias de Medellín de Luis Latorre Mendoza; los desvaríos todavía útiles de Lisandro Ochoa; los relatos entrañables de Carlos J. Escobar paseándonos de la mano por el centro en Medellín hace 60 años; las memorias de Pedro Antonio Restrepo en Retrato de un patriarca antioqueño; los apuntes caóticos del padre Javier Piedrahita a quien le iba mejor convirtiendo el agua en vino que documentando sucesos. También aparecen las predicciones urbanísticas del ingeniero Jorge Restrepo Uribe en Medellín: origen, futuro y desarrollo o los estudios de Fabio Botero Gómez; las crónicas del Medellín Secreto de Ana María Cano y Héctor Rincón o Guayaquil y sus Moscas de todos los colores de Jorge Mario Betancur o los dos tomos de la Historia de Medellín coordinados por Jorge Orlando Melo y editados por Suramericana.

Todo relato histórico es, sobre todo, un punto de vista, una versión de los hechos, también una delimitación geográfica: no es lo mismo una historia de Medellín que abarca el área metropolitana que una que se concentra en el centro. Una de las mayores dificultades a la hora de armar una historia es registrar el espacio. Mucho se habla del tiempo y poco de la geografía. Medellín tiene unas condiciones geográficas que la hacen particular: estamos ubicados en la Cordillera Central de los Andes, en una depresión, vigilados por dos altiplanos, dos ancones, dos culatas. La culata de Aná y la de Iguaná, tal vez lo poco que queda de la cultura indígena. Este es un valle que estaba destinado a ser un cruce de caminos, y esos no son datos menores. Una historia de calidad es entonces una combinación rigurosa de tiempo, espacio y cambio. A los historiadores no les interesan los eventos sino los procesos. Y los procesos ocupan cambios.

Esas son cosas que hemos ido aprendiendo en los últimos años. Las carreras universitarias también han permitido ver la historia como un problema ético. El historiador debe leer con cuidado lo que los otros han recopilado y confrontar las versiones de esos hechos que investiga. Ese es el verbo y la actitud clave en todo investigador: la confrontación, la duda como método de trabajo. Cualquiera puede inventar caminos, capillas, quebradas, sacrificar un hecho por pulir un verso. Si el historiador confía su relato está condenado al olvido. No es lo mismo una noticia publicada por El Espectador que una que apareció en El Colombiano. Las fuentes importan, pero más importa lo que se hace con ellas.

Hablando de dificultades los más nostálgicos sufren en Medellín porque no hay conciencia ni criterio sobre lo que se conserva y lo que se tumba. Se lamentan por el Teatro Junín y declaran el edificio de Coltejer signo de todos los errores. Lo cierto es que el pasado no tiene reversa, dice Jaramillo. Antes de ese teatro hubo una casa de tapia con antejardín y mucho antes un rancho de paja. ¿Tendría sentido tumbar el Coltejer para construir una casa de paja? No. Eso del patrimonio es una noción que recién estamos discutiendo más en las universidades que en las oficinas de planeación. Ya veremos qué pasa.

La historia, aunque suene obvio, se ocupa del pasado, y el pasado solo puede definirse en el futuro. El presente es la materia prima de los periodistas. Los historiadores de las próximas generaciones van a tener muchas dificultades, porque el presente está atiborrado de información y de técnicas para falsear fuentes. Un historiador del futuro sino está advertido de esas técnicas, de esas posibilidades, va a fracasar en sus intentos por narrar esto que somos ahora.

El pasado tampoco se puede borrar. No hay manera de desaparecer la historia de Pablo Escobar en Medellín tumbando el edificio Mónaco. Esa es una tontería de un político, un embeleco de constructores de los que mañana nadie tendrá idea. Toda historia que se escriba hoy será cuestionada en diez años. La historia es un arma, y no cualquiera: un arma política.

2.
Mediar la historia o la historia a medias: la erupción de la gráfica política en el arte colombiano

Expositores: Equipo TransHistoria. María Sol Barón y Camilo Ordoñez, artistas plásticos, profesores del Departamento de Artes Visuales de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

Hubo una época, la del arte militante. A principios de los años setenta apareció en la escena del arte colombiano un colectivo artístico especializado en gráfica: Taller 4 Rojo. Todo comenzó cuando Nirma Zárate y Diego Arango, artistas plásticos, decidieron fundar un taller de grabado en Bogotá después de estudiar algunos años en Londres. A ellos se unieron Umberto Giagrandi, artista italiano, profesor de grabado en la Universidad de los Andes y en la Nacional; Carlos Granada, también profesor; y Jorge Mora, egresado en Diseño Gráfico de la Nacional, discípulo de Giagrandi, diagramador en el Dane. A ellos se unieron otros intelectuales, economistas, más artistas.

Podemos imaginar el taller como un espacio de creación y un hervidero de discusiones e imaginación política. Eran los sesenta y la práctica artística estaba ligada al compromiso social. Los artistas empezaron a desarrollar obras individuales y en colectivo, carteles por encargo de instituciones culturales, y lo más interesante: pancartas, afiches e imágenes para acompañar las movilizaciones de la clase obrera. Zárate y Arango habían asimilado en Londres técnicas nuevas, en particular la fotoserigrafía, un tipo de imagen cartográfica que les permitía mezclar fotografías para contrarrestar la información que circulaba a través de las entidades públicas o los medios de comunicación tradicionales. Lo que hacían era un tipo de grabados de denuncia. Jorge Mora, por ejemplo, intervino varias de sus publicaciones en el Dane. No faltando a la verdad de los datos sino diagramándolos de tal manera que generaran alguna suspicacia, alguna lectura paralela. Contrainformación.

Hubo una época en la que expusieron en bienales y salones de arte. “La trilogía de los carteles” estuvo en la Bienal de Venecia. En una obra de Diego Arango que circuló en el Salón Nacional de Artistas de 1971 un policía antidisturbios aplastaba capa tras capa a un campesino, y cuando la policía iba a la sala de exposición se sentía celebrada. Ni siquiera reparaba en el campesino. Ese año también presentaron un cartel impreso offset dedicado a María Cano. Crearon publicaciones independientes en las que señalaron la complicidad entre las fuerzas militares y los grandes terratenientes en masacres como la de Planas o criticaron la visita de Pablo VI. No era tanto el afán de interpelar una noticia sino la historia. En la portada de la visita papal muestran a Pablo VI saliendo del avión de Avianca en Bogotá y en la contraportada a Camilo Torres metido en el ELN. También se vincularon a la Revista Alternativa y participaron en el diseño de portadas, contraportadas y afiches. Se entendieron como autores a partir de la producción visual, cosa que hoy es obvia pero en aquel momento no y menos en una revista política.

En 1973, después de participar en los Encuentros de Plástica Latinoamérica en La Habana, decidieron abandonar los escenarios burgueses del arte. No más salones de arte ni espacios de circulación privados. Incluso hicieron un cartel en el que mostraban al artista como un títere y denunciaban los intereses a los que se obedece en un sistema capitalista. Esa decisión marcó otro momento del Taller: volcaron su producción a las calles y crearon una Escuela de Artes Gráficas dirigida a la formación de sindicalistas y campesinos para estimular en estas comunidades un ejercicio de autorepresentación. En esos años Zárate pintaría en Medellín el famoso “Mural sobre los movimientos sociales” en la antigua sede de Sintradepartamento.

Hubo una época, sí, pero muy pocos la conocen.

Y a los investigadores del Equipo TransHistoria les interesó no solo por los contenidos y las ideologías opuestas al establecimiento sino por la posibilidad de rastrear prácticas artísticas fronterizas. Una narrativa muy difícil porque los colectivos tienen dinámicas constantes de reconformación sobre todo si tienen algún tipo de compromiso político o militante. Para construir ese relato recurrieron a la curaduría, ese ejercicio que consiste en seleccionar, argumentar, conservar. “Nosotros en TransHistoria entendemos la curaduría como un espacio creativo que nos permite investigar y crear una producción sustentada en exposiciones y publicaciones”, dicen.

A diferencia del relato histórico que usualmente proporciona una lectura lineal, la curaduría le propone al espectador una experiencia corporal. A medida que los investigadores de Transhistoria se adentraron en la producción del Taller fueron distinguiendo momentos, inquietudes, dificultades, discusiones y ese giro que fue llevando a sus integrantes a la militancia política y posteriormente a la separación. Descubrieron que el logo de los primeros años era un número 4, muy pragmático, y el de los años siguientes y finales un puño en alto, una actitud combativa. Encontraron una descripción general en la Historia de Arte Colombiano de Salvat, pero muy poca información sobre el lado militante del Taller. Tampoco encontraron muchas estampas. Hasta hace diez años solo se conocían siete estampas que son las que están en algunos museos de arte público. Hallaron obras cercenadas no se sabe muy bien si por descuido o por un gesto deliberado. Tuvieron que buscar en archivos de manifestaciones y organizaciones sociales. Se concentraron en ampliar el repertorio de imágenes y en analizar los espacios de circulación. Conversaron con algunos de los artistas y supieron de allegados que quemaban los afiches de Alternativa por miedo.

En mayo de 2012 mostraron la exposición al público. Jugaron con cuatro salas en las que presentaron a los artistas, contaron los inicios del colectivo, la forma en la que consolidaron una propuesta política y una estética cultural. Viajaron a Medellín y a Cali. También publicaron un libro. Todo ese trabajo fue posible gracias a una beca de curaduría histórica de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, la única que existe en Colombia. En estos años han coincidido con otras investigaciones y han visto cómo muchas estampas del Taller entraron en museos y en colecciones privadas. Lo que revela una reactivación de la historiografía en Colombia, una comprensión de la historia como un campo profesional en el que también caben los artistas. También habla de una reactivación del coleccionismo y de una activación de la gráfica. No deja de ser curioso de todas maneras que esas estampas combativas vuelvan a colecciones privadas.

El fin del Taller llegó en 1975. Las mismas posturas políticas que enriquecieron sus obras no permitieron la continuidad. Parece que hubo cansancio, desilusión y también miedo. En 1978, tras el Paro Nacional del 77, Julio César Turbay Ayala fue elegido presidente. Empezaron los años del Estatuto de Seguridad, el tiempo de la represión.

Hubo una época, sí.

3.
¿Difícil? Hacer periodismo en Colombia

Expositora: Laila Abu Shihab. Reportera y cronista; editora general de vorágine.co

Va a sonar extraño, pero a la hora de abordar temas difíciles nada funciona tanto como meter la pata. Equivocarse, embarrarla. Laila Abu Shihab, politóloga y magíster en periodismo, reconoce que las experiencias más gratas de su vida fueron un error. La primera gran embarrada sucedió en 2014, cuando agarró los ahorros de años como reportera y editora en diarios como El Expresso de Ecuador, La Nación de Argentina y El Tiempo de Colombia y salió a recorrer Europa. Lo dejó todo sin escuchar las voces que la llamaban loca. Durante ese viaje de doce meses y veintitrés países, leyó un poema de los indígenas navajos que se convertiría en su consigna de vida: “Salta, ya aparecerá el piso”.

El segundo gran error de su vida tiene nombre: Vorágine. Nunca son buenos los tiempos para hacer periodismo en Colombia, pero fundar un medio de comunicación en los primeros días de una pandemia raya con la demencia. Mientras el presidente Duque firmaba el decreto que nos encerraría varios meses, cuatro periodistas —José Guarnizo, recién echado de Semana; Francisco Escobar, recién echado de W Radio; Juan Pablo Barrientos, periodista entonces de Caracol Radio y Abu Shihab— conversaban a través de las pantallas sobre la necesidad de un espacio para contar historias. “Creemos nuestro medio”, dijo alguno. O todos. ¿Será muy difícil? ¿Será un error? “Cometimos el error y saltamos”.

La página de Vorágine está al aire desde junio de 2020 y son siete los miembros fundadores: cuatro periodistas, dos ilustradoras y una directora ejecutiva. Hay una pregunta obvia: ¿qué proponen de nuevo o de distinto en un mar de empresas periodísticas que nacen y mueren diario? Lo primero es la experiencia y el rigor del buen periodismo. Lo segundo: volver a la raíz del oficio, a las historias de largo aliento, las investigaciones a profundidad. “Nosotros hemos comprobado que cuando la historia está bien contada la gente se queda leyéndola”, dice Abu Shihab. Tercero: confiar en el poder de la ilustración para acompañar historias reales y ensayar nuevos formatos. Ahí aparecen experimentos como el cómic periodístico o el poema ilustrado. “Tratamos también de exigirle a la audiencia desde la narrativa, y exigirle a la audiencia no solamente es decirle que tiene que pasar más de dos minutos leyendo una historia sino proponerle formas distintas de contarla”.

Para hacer la empresa más difícil eligieron temas espinosos, incómodos, relacionados casi siempre con la vulneración de los derechos humanos y la corrupción en distintos niveles de cualquier poder, ya sea eclesiástico, económico, político o militar. Por Vorágine nos hemos enterado de las travesías de muerte de los migrantes en el Urabá antioqueño, por ejemplo; conocimos la historia de Esteban Mosquera, el líder estudiantil y social asesinado a una cuadra de su casa en Popayán; supimos de las anomalías en la hoja de vida de alguno de los gerentes de EMP que no llegó a ser. Han investigado a fondo personajes de la vida política como la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, las familias que están detrás de los ingenios azucareros en Colombia, los nombramientos irregulares de sobrinos, amigos, hijos, tíos de políticos uribistas y conservadores en cargos consulares y diplomáticos.

Además están las investigaciones de Barrientos sobre los abusos sexuales y la pederastia en la Iglesia Católica. Barrientos es autor de dos libros: Dejad que los niños vengan a mí y Este es el cordero de Dios, y ambas publicaciones le han traído demandas, denuncias, tutelas. Hoy, dice Abu Shihab, la principal forma de silenciar a un periodista es el acoso judicial. Quién sabe si habrá una suerte de evolución como sociedad, pero ya no es la muerte. No por lo menos en las ciudades, porque la vida de los periodistas en las regiones siempre está en riesgo. En las ciudades, los poderes se encargan de poner trabajas judiciales para que los periodistas se mantengan lejos del oficio.

Para Abu Shihab la crisis de los medios de comunicación no está en los periodistas sino en las empresas. Y la crisis va en dos vías: una financiera y otra de credibilidad. La crisis de credibilidad ha provocado una explosión interesante de medios independientes en los últimos años. La crisis financiera, en cambio, es el acertijo con el que no pueden ni los medios tradicionales ni los independientes. Abu Shihab cree que no está mal que los periodistas hablen de negocio, rentabilidad, dinero. En un medio de comunicación y en cualquier empresa artística se necesita gente que sepa de marketing, de finanzas, de gestión de proyectos. ¿Qué haría un equipo de fútbol con once mediocampistas? Nada. Los periodistas deben estar enterados de lo que pasa administrativamente, acercarse a los cursos de gestión de proyectos, de emprendimiento. No basta con ser periodista ahora. Y no se deja de ser periodista por hablar de plata. “Lo más difícil hoy es conseguir los recursos que nos permitan contar las historias que queremos contar sin venderle el alma el diablo”.

En esos terrenos se aprende que un medio de comunicación no puede depender de una sola fuente de ingresos. Que en la canastica que financia estos errores tiene que haber muchos huevos, muchas fuentes de ingresos. Vorágine tiene al menos cuatro: la audiencia, que dona mensualmente; la oferta de talleres periodísticos; la financiación de entidades privadas, fundaciones, oenegés; y el apoyo de la cooperación internacional.

Finalmente, una sola golondrina no hace verano. Los miembros de Vorágine creen en el poder del periodismo colaborativo, sobre todo, entre medios independientes. Por eso hacen parte de La liga contra el silencio, una alianza de medios para tratar temas silenciados y llegar a otras audiencias. No descartan en algún momento hacer alianzas con medios tradicionales, aunque no sea su prioridad. Tampoco condenan esas voces. “Lo que necesitamos es que haya más medios, ojalá que ninguno de esos medios se muera. Ni siquiera medios como Semana que están haciendo un periodismo sucio. Incluso allí hay gente valiosa y no es bueno que se muera esa voz. Necesitamos que haya más voces y que duren. Ojalá que mejoren un poquito, pero que no mueran”, concluye Abu Shihab.

4.
¡De tratas a contratas! Hablemos de trabajo doméstico

Expositora: Andrea Londoño. Directora de Hablemos de trabajo doméstico

Hay realidades que son como puños en la cara.

En Colombia hay cerca de un millón de trabajadoras domésticas. Aunque las cifras oficiales hablan de unas 750 mil, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte de un subregistro del 25 %. Se habla en femenino porque el 96 %, en el caso colombiano, y cerca del 70 % a nivel mundial son mujeres. En nuestro país representan el 7 % de las mujeres que están trabajando o buscando empleo y el 3 % de toda la población ocupada. El 50 % son jefas de sus hogares y el 91 % de las internas trabaja entre diez y dieciocho horas al día. Apenas el 18 % está afiliada a riesgos laborales, el 16 % a cajas de compensación y el 99 % no recibe pago de horas extras.

Así como son de apabullantes las cifras lo es el silencio que las ronda. Se habla muy poco de trabajo doméstico, explica Andrea Londoño, porque es un tema de poco estatus social, académico y económico. Porque es un tema de mujeres y de casas. Porque culturalmente tenemos instalado que lo que pasa dentro de las casas pertenece al ámbito de lo privado, de los afectos, y en esa medida se diluyen los derechos, la economía. Se habla poco, porque no hay observadores. Mientras en una empresa hay cientos de empleados y cientos de conversaciones en las que se cotejan deberes y derechos la trabajadora doméstica está sola. Entonces suceden cosas que no suceden en ningún otro trabajo: se paga con comida, con ropa, con una pieza. En marzo de 2020, cuando llegó la pandemia a Colombia, miles de empleadas fueron despachadas a sus casas sin ningún tipo de pago, sin esquema de seguridad social y sin explicaciones de lo que pasaría con ellas y sus trabajos.

No se habla de trabajo doméstico fundamentalmente porque no hay quién hable. No hablan las trabajadoras domésticas, porque no conocen las normas, porque tienen miedo de perder sus trabajos, por la creencia popular de que el trabajo es una obra de caridad y hay que estar agradecidos. “Cuando yo estoy en deuda dejo de exigirle mis derechos”, dice Londoño. No hablan las empleadoras, porque no quieren un problema, porque no hay un verdadero riesgo de multa o sanción legal o económica, porque no hay vergüenza frente al incumplimiento de la norma y porque no hay quién vigile los derechos que se pactan al interior de las casas. No habla el gobierno, porque las empleadas domésticas no ponen votos ni hacen huelgas, porque no han encontrado la manera de entrar a los hogares y porque dicen que es muy difícil reeducar adultos.

No se habla o apenas se está empezando a hablar. En 2011 los países miembros de la OIT adoptaron el Convenio 189 o Convenio sobre el trabajo decente para las trabajadoras y los trabajadores domésticos y se comprometieron a velar por la promoción y protección de sus derechos y a emprender acciones en contra de cualquier forma de abuso, acoso o violencia. Actualmente, Colombia cuenta con un marco jurídico progresista: se han expedido leyes, fallos de las cortes, decretos reglamentarios a favor de las trabajadoras domésticas, y por lo menos unas seis organizaciones emprendieron la labor de visibilizar el trabajo doméstico. La prensa también incorporó el tema en su agenda. Se habla, ahora se habla más. Sin embargo, los avances son pocos. Mientras en 2011 la informalidad laboral alcanzaba el 85 %, en 2019, antes de la pandemia, rondaba el 80 %. En ocho años de trabajo, el avance fue tan solo del 5 %.

¿Por qué si hay más información y más conciencia sobre los derechos de las trabajadoras domésticas las empleadoras no cumplen con sus deberes? Según una investigación realizada en hogares estrato cuatro o cinco por el equipo de Hablemos de Trabajo Doméstico, un 77 % de las empleadoras quiere contratar formalmente y el 94 % considera justo el pago de la prima. El problema es el desconocimiento de la ley y la tramitología que significa cumplirla, así como la relación costo beneficio: cumplir la ley siempre es más costoso que incumplirla.

Pero se habla, ya se habla. Se habla de primas, de horas de trabajo, de salarios dignos. Avanzamos aunque lentamente. Ya no se habla de la muchacha ni de la guisa o de la manteca. Ahora hay empresas que facilitan los trámites de la formalización. Existen experiencias en Brasil, Uruguay y Argentina que marcan un camino para que el gobierno colombiano implemente campañas intensas y reformule los imaginarios que existen sobre el trabajo doméstico. Por encima de todas las cosas, hay un movimiento social robustecido por los sindicatos, la sociedad civil y la prensa. Y por una discusión feminista que también jalona: las mujeres no nacen con unas condiciones especiales para el trabajo doméstico, barrer y trapear son oficios que se aprenden. Si no se hablan y se desmontan ese tipo de creencias las leyes y los fallos de las cortes y las cifras seguirán siendo letra muerta. La prensa también debe dar un salto en el relato: no soltar las denuncias, pero contar también la vida de esas sindicalistas que se parten el lomo exigiendo los derechos de todas.

Uno de los cuentos ganadores de Medellín en 100 palabras el año pasado se titula “Nanita”. Y dice: “Hace treinta años sirvo a la señora Gertrudis y a don José. Me pagan con comida y la piecita pa descansar. Los niños me dicen ‘Nanita’; me quieren. Yo también los quiero, son mi única familia. Envejecí. Ya no logro limpiar como antes y de cocinar ni se diga. La señora me dijo ayer: ‘Usted ya está mayor, Rosa, es mejor que pase tiempo con su familia’. En mi reemplazo pusieron a una muchacha; le pagan por horas. Al salir, don José me dio un abrazo. Me dijo: ‘Usted sabe que la queremos mucho, Rosa, no nos vaya a perjudicar’”. (David Gonzalo Henao).

Es urgente. Tenemos que hablar de trabajo doméstico.

5.
¡De tratas a contratas! Hablemos de trabajo doméstico

Expositora: Pinina Flandes. Magíster en Filosofía y doctora en Estudios Latinoamericanos y Ciencias Sociales.

La cosa es así: un estudiante o profesor llega a una comunidad pobre, excluida, oprimida y extrae a diestra y siniestra experiencias en beneficio propio. Luego, saciado de datos, huye sin haber transformado las realidades de personas que padecen situaciones de opresión reales. La ciencia, esa madre a la que rendimos pleitesía, es una ciencia de la explotación, la exclusión y la subordinación.

Custodiada por la Santa Muerte y la Diosa Venus, Pinina Flandes —drag especializada en temas decoloniales y diversidad de género, magíster en Filosofía y doctora en Estudios Latinoamericanos y Ciencias Sociales— lanza una declaración: “No queremos una ciencia sin emociones ni sentimiento. Ausentar los sentimientos es políticamente correcto, pero poéticamente ruin. Por eso proponemos un método de investigación que produzca conocimientos desde nuestras realidades, nuestras experiencias, sin hacer eso que yo denomino ‘vicariato del drama o el dolor ajeno’”.

El método se llama autoetnografía y no tiene ninguna pretensión de universalidad. Es un método de investigación en el que, sobre todo, importa la vulnerabilidad de los cuerpos propios. En una sociedad en la que la vulnerabilidad siempre es ajena y las víctimas son los otros, acostumbrada a exaltar el éxito, la firmeza, el coraje, es importante reconocer el dolor propio y hacer de la angustia, de la desesperación una ruta de trabajo; investigar, pues, con sangre y carne propia.

Para ello Flandes cita algunos apartes del libro The Vulnerable Observer: Anthropology that breaks your heart, de Ruth Behar. En este libro Behar reconstruye la historia entre Isabel Allende, la escritora chilena, y Omaira Sánchez, la niña de trece años que murió en la avalancha de Armero. Allende vio la tragedia en televisión como cientos de miles de personas. Vio a la niña y a los fotógrafos encima de ella. Aves rapaces. Vio a un fotógrafo, Rolf Carlé, soltando la cámara y abrazando a la niña. “El observador vulnerable por excelencia, Rolf Carlé, entabló el dilema central de todos los esfuerzos por testificar en el medio de una masacre, frente a la tortura, en el ojo de un huracán, en las secuelas de un terremoto o, incluso, digamos, cuando el horror se siente aparentemente más suave en los recuerdos que nos vienen a la memoria raudales en la quietud nocturna de una cocina”, escribe Behar. Allende escribió un cuento con esa historia y asumió que el recuerdo de Omaira desaparecería de su vida. No fue así. Mientras escribía Paula, las memorias de la muerte repentina de su hija, se debatía entre soltar o no el bolígrafo.

La medialidad de nuestros tiempos nos acostumbró a ser consumidores de horrores. Anestesiados por el raudal de las narrativas visuales asistimos al espectáculo de la vulnerabilidad: no nos fijamos en la tragedia ajena porque tan pronto como nos enteramos de ella estamos embebidos en un comercial de Coca-Cola o en nuestro Instagram. “Somos un botadero de imágenes. La realidad pasa y se pierde en nosotros”, dice Flandes. “Olvidamos que nosotros también tenemos dramas y que nosotras también somos vulnerables.

La autoetnografía exhorta a los investigadores a replantear la mirada que observa y el fenómeno que es observado. Les dice: oigan, ustedes también son un objeto de estudio o comprensión y el campo de investigación está debajo de su piel. La idea es que el investigador se convierta en su propio laboratorio, genere una especie de conciencia autocrítica y reconozca cuáles son los factores de su vulnerabilidad. La otra parte del trabajo nos lleva por el camino de la performance, ese instrumento de intervención que tampoco se abstrae de la carne, de la sangre. Una vez el investigador empieza a ser afectado por el reconocimiento de su vulnerabilidad, cuando tiene un conocimiento de sí, puede diseñar un dispositivo alternativo que seduzca a través de la imagen y el cuerpo y genere transformaciones. Nada tan sensual y coqueto como conocerse a sí mismo. Nada tan éticamente interesante, estéticamente atractivo y seductor.

La performance, dice Flandes, no busca representaciones sino hechos, cuerpos, movimientos. No le importan las verdades o las mentiras sino lo que ayuda a evitar dolores. Tampoco es una estética por la estética sino una estética que contribuye a la interpelación de estéticas blancas, capitalistas, machistas, sexistas, que exotizan lo pobre o lo mestizo. A través de la performance se construyen transformaciones que aspiran a remover todas las relaciones y las circunstancias que un cuerpo habita. Esa es la aplicación a la que se espera cuando un investigador se asume como parte de la investigación. Entender esto es lo que nos permite hablar de conocimientos situados que resuelven situaciones particulares de opresión. “No somos epicentro de nada, acaso de un terremoto que aspira a mover una especie de radio energético y psicomágico hacia a otros”.

Para Flandes es momento de apropiarnos de la potencia de nuestro discurso, de la palabra, esa manera alevosa de expresarnos, y recuperar lo que nos ha sido arrebatado: la simpatía como fuerza transformadora desde las prácticas de la acogida, la bienvenida y el cariño. Solo así las ciencias sociales pueden adquirir un estatus epistémico liberador y emancipador. La vulnerabilidad es una forma de activismo: “La investigación performática requiere de empatía y de generar retículas emotivas de encuentro, y en esa medida nos convertimos en activistas y en gente que hace resistencia desde lugares de producción de conocimiento”. Lo que Flandes llama “epistemologías militantes”: hay un cuerpo que se conoce, un cuerpo que realiza, un cuerpo que hace de la performance una investigación radical y en lugar de ponerse a escribir se pone a cabaretear o a dar talleres de pintura. Cada quien tiene sus estrategias performativas.

“Lo disidente no se narra sino que se expresa a través de la acción”, recuerda Flandes. Se encarna. “Necesitamos trasladar las discursividades, las maneras de enunciación, al campo efectivo de la corporalidad”, pues las formas convencionales de la resistencia lo único que consiguen es cambiar unos grupos de poder por otros. “Aunque a mí no me gusta ese poder: mi poder es la capacidad que tengo de afectar a otros y a mí mismo”. La pregunta natural es cómo colar el discurso de la disidencia en escenarios tan cerrados como la academia y la política. Y la respuesta es confabular: armar redes, tender puentes. “Si no nos interesa el poder o la academia podemos hacer amigas a las que sí les interese y convencerlas de que este proyecto vale pena”.

6.
¡Tragando entero! Estilos de vida y hábitos alimenticios

Expositores: Colectivo Foodconciencia. Stella Álvarez, nutricionista; Karen Montoya, también nutricionista; y Alejandra Arango, estudiante de Nutrición y Dietética de la Universidad de Antioquia.

Abrimos la nevera como esperando la sanación de todas nuestras angustias: un chocolate para aliviar la tristeza, unas galletas para lidiar con la ansiedad, un helado que nos devuelva la alegría. Esto es nuevo: somos la generación que le achaca a la comida la responsabilidad de satisfacer sus emociones y resolver las complicaciones de la vida. Y en ese deseo nos devoramos la vida.

Actualmente, enfrentamos una crisis alimentaria que amenaza la supervivencia del planeta. En el libro El capitalismo en la trama de la vida Jason Moore advierte que hemos agotado todos recursos que la naturaleza nos regaló, aquellos por los que nunca pagamos y por los que el sistema capitalista funcionó: agua, alimentos, energía, materias primas y fuerza laboral. Exprimidos como planeta estamos obligados a modificar hábitos alimenticios. También tienen que haber remezones en las estructuras sociales y políticas, pero sin los cambios personales es imposible pensar en el futuro.

Para desentrañar esa relación entre la crisis alimentaria y nuestros estilos de vida las integrantes del colectivo Food Conciencia plantean cinco trampas de la alimentación contemporánea. La primera es la alimentación hedonista: esa idea de que ciertos alimentos alivian emociones, los sustitutos de la felicidad. Esa relación que tenemos con la comida no es problema individual sino social del que bien se aprovecha la industria de alimentos. Cada comercial de televisión, cada máquina expendedora en un colegio es una ilusión: ni los alimentos cargados de azúcar, ni los adictivos, ni los grasosos satisfacen emociones. Esos alimentos se convierten en adicciones y provocan enfermedades: sobrepeso, obesidad, diabetes. Y otros trastornos alimenticios: anorexia, bulimia, problemas que afectan principalmente a las mujeres y a los habitantes de los países pobres.

La segunda trampa tiene que ver con el ecosistema. Nos comemos la naturaleza. Estamos convencidos de que la naturaleza son árboles, ríos, montañas. Paisaje, una despensa inagotable. Y esa es la trampa que nos está llevando a la desaparición como especie: nosotros mismos somos naturaleza; destruir la naturaleza es destruirnos a nosotros mismos.

La crisis ecológica que vivimos actualmente tiene sus raíces en la famosa Revolución Verde, un conjunto de políticas creadas en Estados Unidos para incrementar la productividad de los cultivos incorporando fertilizantes y plaguicidas químicos. Los gringos aseguraron que la única solución posible a las hambrunas del mundo era convertir la agricultura en una actividad industrial. Pero el hambre no menguó, y, por el contrario, la Revolución Verde agravó la crisis del campo. Casi un siglo después sigue expulsando a millones campesinos que no pueden costear los avances tecnológicos de las multinacionales. Y los suelos están agotados, no funcionan sin fertilizantes. Nos enfrentamos al agotamiento del agua y a la contaminación del aire. Atrás quedaron las épocas de yucas, papas y verduras de todos los tamaños. Al imponer ciertos tipos de semillas la Revolución Verde estandarizó la comida y empobreció nuestra alimentación.

Es un círculo vicioso. Los rendimientos de la tierra cada son vez menores y esto ocasiona problemas sociales como la hambruna, los refugiados climáticos, la migración y conflictos bélicos. Estamos agotando y agotándonos como naturaleza.

La tercera trampa nos dice que donde manda capital… Al industrializar la producción de alimentos también nos vendieron la idea de que era mejor comprar que cultivarlos. Esa nueva realidad disparó el comercio entre países y generó un intercambio desigual. El mercado fue monopolizado por cuatro multinacionales que controlan todo: las tierras, la producción, el transporte, la comercialización. Al tiempo, los gobiernos locales desmontaron las normas que protegían la agricultura campesina y familiar. Hoy estamos en manos de la Bolsa de Chicago, millonarios de todo el mundo definiendo quién come y quién no. Y a falta de más depredadores aparecieron los hipermercados. ¿Y qué hay de malo en estos? Por un lado, son empresas extranjeras y el dinero que nosotros les pagamos no se queda en el país. Por el otro, nuestros campesinos no tienen capacidad de negociación frente a ellos y deben aceptar el precio que les pagan por su cosecha, cualquiera que sea.

Los hipermercados también nos instalaron la idea de que los alimentos entre más bonitos más nutritivos y esa mentira afecta no solo afecta a los campesinos que no pueden conseguir cosechas así sino a una sociedad que se acostumbra a desechar lo feo, lo magullado. El hipermercado arruina al campesino, al tendero de barrio y al consumidor. Además, nos vendieron una diversidad fantasiosa, la cuarta trampa. No hay mentira más grande que la diversidad de alimentos en un supermercado. Fantaseamos con una cantidad ilimitada de comida para escoger y consumir, pero la realidad es que el 50 % de la comida que consumimos en el mundo es arroz, trigo y maíz. Nuestra alimentación está en manos de las semillas transgénicas que las multinacionales producen. Entretanto, seguimos perdiendo diversidad con un agravante: los humanos somos la especie que más necesita nutrientes.

La quinta trampa es la nutrición atomizada. Últimamente los médicos y los nutricionistas hablan mucho de nutrientes y poco de alimentos. Y no. Las vitaminas no resuelven el problema alimentario. Muchas veces las multinacionales pagan por ciertas investigaciones de nutrición y los científicos terminan avalando información que no es cierta.

Aunque no parezca, la crisis tiene salidas. Cada vez son más los agricultores que están produciendo agroecológicamente. Hay redes de custodios de semillas; también redes de huerteros. Hay colectivos de productores y de consumidores trabajando de la mano para saltarse las reglas del hipermercado. Una de las tareas más urgentes que tiene el Estado colombiano es recuperar las plazas de mercado. Convertirlas en un proyecto ecológico y rescatarlas de las mafias. El otro asunto es apoyar a las comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas. Un campesino solo no puede zafarse de las garras de la industria. Un campesino acompañado por el Estado y por la academia, sí.

¿Se puede ser hedonista con conciencia? Hasta cierto punto. La comida es placer, inevitablemente. Pero no puede convertirse en la única forma de liberar emociones. Tenemos que empezar a cuestionar qué es lo que nos genera placer y optar por lo natural. El cuerpo no es ilimitado. No hay cuerpo que resista las ansias de ganancia de la industria de alimentos.

7.
Hacer lo real: la verdad en la performance periodística

Expositor: Cristian Alarcón. Escritor y periodista. Fundador de la Revista Anfibia. Explorador de la performance narrativa.

A veces las palabras no alcanzan. Se desbordan.

Antes de hablar de la performance periodística conviene tirar de varios hilos en la vida de Cristian Alarcón, periodista y explorador de márgenes. Unos hilos que van desde reflexiones sobre los cronistas latinoamericanos del siglo XIX, esos intelectuales que viajaban a Europa a reconocer lo propio y lo ajeno, a construir simbólicamente nuestras naciones a partir de la exploración de lo desconocido, lo exótico, de la frontera, hasta un viaje que Alarcón hizo en 2004 a Medellín acompañado de artistas y músicos argentinos y del que recuerda la emoción de los niños bailando tango en las tarimas y las lágrimas de la gente escuchando los bandoneones y celebrando el regreso del placer cultural a las calles después de una de las tantas épocas de terror.

Alarcón estudió periodismo para evitar una crisis familiar. Y salir de un pueblo. Antes, cuando tenía quince años, entró a un grupo de teatro y se formó como actor durante tres años. Entonces pasaron los años y publicó libros, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa, y alguna vez un académico le preguntó si había estudiado teatro porque sus personajes estaban más cerca de la dramaturgia que de la crónica latinoamericana. Todas esas experiencias, la sensación constante de que la palabra no le alcanza y la necesidad misma de la acción corporal, lo llevaron a desbordarse en la idea de un periodismo performático.

Hace mucho tiempo se habla en el periodismo del agotamiento de los formatos. Al parecer la palabra escrita ya no alcanza para contar lo real. Tampoco la imagen. Ni siquiera el video. La sensación de repetición es el rasgo distintivo de esta época, y la pregunta que ronda las salas de redacción es cómo crear relatos que sacudan a los lectores. El periodismo performático es una experiencia creativa, de libertad, que no se aparta del compromiso con la verdad (una verdad que no es tangible sino sensible, valga decir). Es una frontera entre el periodismo y el arte, entre el relato y la acción. Una exploración que logra juntar la búsqueda de los hechos y la contrastación de fuentes del periodismo con el cultivo de lo sensible de las artes. Todo eso en un pequeño territorio acordado para que acontezca una experiencia escénica atravesada por la música, la luz, el video.

Ya no se habla de reflejar la verdad sino de hacerla.

La performance periodística hace de la lectura una experiencia sensible, que involucra todos los sentidos, que no entrega respuestas y que no termina en el instante. La información llega, pero empieza a tener sentido con los días. Pasa como en los conciertos o en las obras de teatro: hay una sensación que queda en el cuerpo, que permanece el día siguiente o aparece una semana después viendo una imagen y nos genera la impresión de que algo hemos aprendido.

El laboratorio de periodismo perfomático de Anfibia funciona desde 2018. Actualmente, tienen cuatro obras por estrenar en Argentina y dos en Colombia. Hay una historia de un muchacho trans, que es ciego y cantante de ópera, un chico que construyó su masculinidad sin ver. “Yo elijo mi nombre” es el nombre de la performance musical y en ella participan Eric, el cantante, y una periodista cultural. Hay otra sobre un policía que a finales de los años noventa fotografió y asesinó jóvenes del conurbano bonaraense. “Pena y pachanga” cuenta la historia de cinco colombianos que viven en Buenos Aires y asisten con frecuencia a unas fiestas clandestinas de salsa. Los protagonistas de la perfomance son la organizadora de la fiesta, una boxeadora de veinte años, un hombre que vende juguetes sexuales y un músico. El público también está obligado a trabajar en el montaje de la fiesta: ya sea sirviendo aguardiente, poniendo las sillas o colgando luces. Esa es la experiencia del migrante.

En Colombia, una de las protagonistas es María Clara Guerra, una política fake de ultraderecha que encarna los modos, los gestos, los discursos construidos en los espacios de nuestra política. “Llegó la hora, limpiemos la ciudad” es también una investigación en torno a los discursos reflejados en los panfletos paramilitares en los que se comunica la muerte de líderes sociales. “No es un reportaje, pero lo que dice sería imposible de enunciar en texto periodístico”, explica Alarcón. Por otra parte, en La edad de las muñecas, un grupo de mujeres mayores de la localidad de San Cristóbal en Bogotá cuentan sus historias con vestidos construidos con las páginas de viejos periódicos. Un viaje contemporáneo por un pasado en común: los mandatos familiares, la dominación de esposos, padres y hermanos, los derechos vulnerados, la pobreza, los sueños, la vejez.

No hay que confundirse. La performance es un proceso creativo que necesita de mucho músculo, del entrenamiento de las redacciones, las noticias, los datos. La exploración es el lujo de sumergirse en una búsqueda más ambiciosa en términos de trascendencia. Y algo más: ni los reporteros de guerra ni los periodistas que cubren movilizaciones son artistas performáticos. A lo mejor tienen una comprensión y unas preguntas que pueden desatar una investigación, pero mientras están en el campo de batalla deben concentrarse en sobrevivir. La performance no es espontánea.

La gran pregunta es: ¿una performance puede transmitir un sentimiento que no se entiende? Eso es todo lo que pretende. Instalar una confusión, una contrariedad intelectual como las que genera el arte: que el espectador no sepa qué le pasó pero sienta que algo le pasó. Lo que viene después dependerá de cada quien y sus experiencias. Lo más interesante del periodismo performático es que no está dirigido a públicos especializados.

A lo mejor esta es la puerta de entrada del periodismo al mundo de las bellas artes.

8.
Disonancias en la armonía: el futuro de la Orquesta Filarmónica de Medellín

Expositores: Gonzalo Ospina, violinista concertino de la Orquesta Filarmónica de Medellín; Manuel López, violinista concertino asistente; Robin O’Neill, maestro inglés, candidato a la dirección titular.

La música es un acontecimiento, y en ese sentido se parece a los milagros: existe en el instante en que se produce. Esa es su gracia: una obra de arte o un libro serán los mismos después de terminados, dice Gonzalo Ospina, violinista concertino de la Orquesta Filarmónica de Medellín (Filarmed), la música no: la música es el acontecimiento en el que transcurre. La música, por lo menos la de las orquestas, existe mientras se toca.

La pandemia fue el silencio, el primer silencio. Los teatros cerraron y los músicos tuvieron que dedicarse a las frías grabaciones. Ya no hubo estornudos en los entreactos ni aplausos ni ojos emocionados. “Pasamos momentos muy complejos como músicos de comunidad”, dice Manuel López, violinista. “Aunque individualmente ahora somos mejores músicos, más hábiles técnicamente, dejamos de sentir las dinámicas de la música durante mucho tiempo. Grabarse y después ajustar un video al de los compañeros sin sentirlos, sin sentir sus instrumentos y sin sentir las palmas del público fue de las cosas más complejas”.

Ese cambio de lenguaje removió la eterna discusión sobre el futuro de la música clásica y la urgencia misma de sacarla de una especie de letargo que la tiene anclada a unas clases sociales. El maestro inglés Robin O’Neill, candidato a la dirección de Filarmed, es optimista con respecto al futuro: “La razón es simple: la música tiene una capacidad extraordinaria para darle sentido a la vida: valida nuestras emociones, estimula la imaginación y aumenta la capacidad de sentir. Estoy convencido de que el público volverá, llenará los teatros y recuperará la alegría que hemos perdido”.

Pero ser inglés y ser optimista no es difícil. Otra cosa es serlo en una ciudad como Medellín todavía tan lastimada, tan conservadora, en la que no abundan las libertades y los derechos y en la que la música no se considera una necesidad básica. López considera que hay razones para ser optimistas, pues la relación entre concertistas y público es más cercana ahora. Ya no estamos en los tiempos en los que un intérprete debía viajar días enteros para llegar a una presentación: hoy hay conciertos de Filarmed cada ocho días y las presentaciones virtuales tuvieron un buen número de espectadores.

La vida de Filarmed, en cualquier caso, nunca ha sido fácil. Ha sido una labor ardua por sacar la música clásica de los museos y de las bibliotecas y llevarla también a los parques, a los barrios, a las calles de Medellín. En compañía de museos y entidades como Explora, el Mamm, Comfama, la orquesta ha hecho música que no había imaginado en lugares que tampoco concebía: exploraciones del cosmos, tardes navideñas. Al fin y al cabo, como diría Chesterton, divertido no es lo contrario de lo serio. Divertido es lo contrario de aburrido, y nada más.

Esa es la pelea que, dice Ospina, la orquesta debe dar: transformar la música clásica en un asunto cotidiano y convertir lo cotidiano en bello. La calle está llena de sonidos que no reconocemos. La tierra misma vibra en do. Los bajos del metro nos revuelcan las entrañas. ¿No pasamos nueve meses en el vientre de nuestras madres escuchando el ritmo propio del cuerpo? La música no tiene por qué provocar pánico, hay que olvidarse del esmoquin y el acartonamiento. Acercarse con naturalidad, brindarle a la gente la ocasión de disfrutar de la belleza en la calle. “Óscar Wilde decía que uno no tiene que rebajar la apreciación de la cultura a las oportunidades de las clases sociales. Nosotros tenemos que llevar la música que hacemos a todas las clases sociales. No debe haber privilegios ni obstáculos para que todos disfrutemos de la belleza. Qué es la belleza sino justicia”.

La música clásica necesita dolientes en nuestra ciudad. Y tener dolientes no es invitar a los espectadores a un concierto sino contar con una familia a la que le duela una orquesta tanto como le duele el cierre de un museo o de un teatro. Y los más ortodoxos dirán que la calle no es el escenario ideal de la música clásica, pero la realidad cambió y los lenguajes deben ajustarse.

El otro reto de Filarmed es interno y tiene que ver el trabajo diario de una orquesta por encontrar y afinar un sonido que la identifique, una especie de entidad. Para O’Neill el talento no es problema en Medellín. Ve mucho trabajo técnico frente a los instrumentos. Si tuviera que dar algún consejo sería abandonar el complejo geográfico que muchas veces manifestamos. La música clásica necesita de mucho coraje y mucho arrojo a la hora de la interpretación. “Salten al vacío y disfruten”.

Una orquesta es una pequeña sociedad. Una especie de democracia, dice Ospina. Los intérpretes no deben sobresalir sino aprovechar el colectivo para crear juntos. Se acepta el disenso, pero no la imposición. Es un trabajo que exige abandonar el ego y la vanidad.

Estamos lejos de la normalidad, sí. “Pero nosotros somos músicos y hablamos con nuestros sonidos y con nuestros silencios”. En la música los silencios son oro: el infinito que existe entre una nota y otra. Son el tiempo en que la música renace. Los momentos que engrandecen una obra. “Los músicos deben aprender a disfrutar esos silencios”, insiste O’Neill. Los tiempos de angustia y de silencio son tiempos de grandes composiciones. No más hay que leer la historia de La Sinfonía n.°5 de Beethoven. Medellín misma se ha convertido en un territorio cada vez más tolerante debido a procesos culturales como el de Son Batá en la Comuna 13, y esa combinación entre el grafiti y los sonidos del rap y el hip hop. A lo mejor las formas cambien y haya que mantener activas las cuentas en Instagram y en Youtube, pero la experiencia del encuentro seguirá siendo irremplazable. “Disfrutemos de la tecnología, pero volvamos al teatro”, es la invitación de los músicos de Filarmed.

Y abran los teatros. Ya es hora.

9.
Escribir al borde de los precipicios, en medio de las borrascas

Expositor: Pablo Montoya. Escritor. Activista desde la demolición de mitos.

Ciertos libros funcionan cada tanto como oráculos.

A finales de enero de 2020, cuando los gobiernos europeos decretaron las primeras cuarentenas, las librerías francesas vendían hasta 170 mil copias de La Peste de Albert Camus en una semana. El fenómeno comercial se extendió a nuestros países y los nombres de algunos clásicos literarios resucitaron en las listas de los libros más vendidos y comentados: la peste negra es el punto de partida de los cuentos del Decamerón de Boccaccio; el Diario del año de la peste de Daniel Defoe está ambientado en la Londres del siglo XVII; en La muerte en Venecia de Thomas Mann un prestigioso escritor alemán está de vacaciones en una ciudad diezmada por el cólera; Camus se inspiró en la epidemia que sufrió Orán en 1849. Necesitábamos comprender qué estaba pasando y la literatura tenía pistas. Como nunca buscábamos un spoiler.

De pestes se sabe desde la antigüedad y si algo trajeron los conquistadores a América fueron virus, advierte el escritor Pablo Montoya. Sin embargo, con el coronavirus asistimos por primera vez al espectáculo de una peste. Antes los estragos de la enfermedad llegaban meses después a oídos de quienes aún no estaban enfermos. La circulación de hombres no era el vértigo incesante que tenemos hoy en día. Los nativos de América, cuenta Montoya, jamás supieron de las penurias que provocaron las epidemias asiáticas y europeas en la antigüedad y en el medioevo.

Para Montoya ese exceso de información es una de las consecuencias más terribles del coronavirus. Nunca habíamos estado tan atentos al número de muertos por el sida o las neumonías. Nunca antes tantas personas opinaron, interpretaron, comentaron datos sobre una enfermedad. Ese vértigo de datos y consignas aparentemente cándidas como “Quédate en casa” o “Cuídate y cuida a los demás” alentaron las medidas exageradas e irresponsables de los gobiernos: las cuarentenas eternas, la vigilancia y el miedo. “A pesar de que el virus es real es legítimo sospechar que abusaron de nuestras libertades. Si comparamos el porcentaje de muertes del coronavirus con el de otras epidemias podemos concluir que estamos ante una exageración anómala”.

En nombre de la compasión y la solidaridad se nos prohibió vernos entre amigos, darnos la mano, abrazarnos, besarnos, tener sexo. El aislamiento, la imposibilidad de atravesar cualquier frontera cuando “lo más apasionante es franquearlas”, nos orilló a un tipo de exilio interior del que habla Camus en La peste, un vacío recordatorio, una mortificación profunda porque estábamos vivos pero la memoria no nos servía para nada. No solo nos sumimos en el pasado con el gusto de la lamentación sino que también nos olvidamos de los verdaderos males que nos agobian.

La pandemia sepultó la preocupación por los derechos humanos violados, la desigualdad social, la corrupción, la contaminación, la violencia contra las mujeres, el narcotráfico. La compasión cristiana que movió al mundo en esos días desconoció que el neoliberalismo convirtió la salud en mercancía y es el responsable de los enfermos atestados en las salas de urgencia. La pregunta ahora es si seremos capaces de levantarnos del letargo. ¿Habremos sobrevivido con fuerza para levantarnos? El estallido social de este año parece un buen augurio en un país urgido de cambios profundos y no de reformas inútiles, pero cuyas élites siguen obsesionadas con interponerse a esos cambios con violencia.

Una de las cosas más interesantes de La peste son los comités solidarios que surgieron en Orán para resistir el autoritarismo político, sanitario y militar. Algunos críticos de la época dijeron que la novela de Camus era una especie de alegoría al nazismo, al terror que impuso el nazismo. Ante el avance del mal el autor decide concentrarse en la capacidad que tienen los ciudadanos de construir lazos sociales en medio de la desolación. Y a la cabeza vienen las palabras de las lideresas indígenas bolivianas al principio de la pandemia afirmando que ellas siempre han enfrentado los peores problemas de la historia —la conquista, las políticas coloniales— desde los lazos comunales.

Como escritor a Pablo Montoya le importa el pasado, las crisis de la violencia, ese proyecto nacional y regional nuestro fundado en el militarismo. En La sombra de Orión, su más reciente novela, se sumerge en uno de los episodios más terribles de la historia reciente de Medellín: la Operación Orión, esa confabulación de fuerzas militares y grupos paramilitares con la que el gobierno nacional intentó recuperar el control de la Comuna 13. Un operativo militar que celebró, en nombre de la paz y del apoyo a los afligidos, la muerte y la desaparición.

La sombra de Orión es, sobre todo, una novela que se pregunta cómo un escritor debe enfrentar la violencia urbana y cómo puede narrarla de una manera diferente. Una novela que se mueve entre lo real y la ficción. Un escritor que conversa con exparamilitares, exmilicianos, policías, investigadores sociales, madres de desaparecidos y fija la mirada en las formas de resistencia de los colectivos de mujeres, los raperos, los grafiteros, los bailarines que enfrentaron los atropellos. Un personaje que construye una especie de compartimiento dedicado a los vestigios sonoros que dejan los desaparecidos en Medellín.

“El horror se narra desde tiempos inmemoriales. El arte, sin embargo, hoy ocupa papel de entretenimiento”, reflexiona Montoya. A pesar de la mercantilización del lenguaje, incluso en medio de los horrores más grandes, el arte transgresor siempre aparece: las novelas, las pinturas, las composiciones delirantes. “El arte siempre está jugando con esas circunstancias: aparentemente se ve aplastado, dominado, sometido, pero hay manifestaciones artísticas que superan eso, artistas que van señalando nuevas formas al menos las más esperanzadoras”.

El arte es la posibilidad de enfrentar y revisar los errores del pasado. Volver a la historia de Medellín y preguntarnos por qué la sociedad festejó la Operación Orión. Desentrañar en esos discursos y llamados de paz los intereses políticos y económicos de ciertos sectores. ¿Esa era la pacificación que necesitábamos? Que nos merecíamos. Si bien un libro no puede cambiar un país sí puede aspirar a cambiar la sensibilidad y los puntos de vista de un lector. Por lo menos consolarlo.

Ahora mismo que nos sumergimos en una gran crisis, en una especie de anticipación de algo que va a transformarse radicalmente, las Meditaciones de Marco Aurelio son útiles.

Búsquelo, estimado lector.

Ciertos libros funcionan cada tanto como oráculos.

10.
Nombrar lo innombrable

Expositora: Lucía González. Comisionada de la Verdad.

Hay un miedo que nos sintetiza como país: el miedo a la verdad. Somos una sociedad en la que se dice muy poco la verdad. Es como si fuera un monstruo, un mito, un tabú. Nos criaron para decir las cosas de lado o decirlas pasito o no decirlas, porque a los que han dicho la verdad los han matado.

“Yo tampoco puedo decir la verdad. No todavía”, es lo primero que advierte Lucía González cuando llega a bares o coloquios. Ella, Comisionada de la Verdad. “Hay que decir la verdad de una manera responsable, seria. No como un acto de guerra o de acusación. Tampoco se puede decir a medias. Hay que saber decir la verdad para que sirva en la construcción de paz”.

Uno de los puntos del Acuerdo de Paz de La Habana exigía la creación de un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición para consolidar un escenario institucional suficiente y apropiado en el que las víctimas reparen sus derechos. Ese Sistema está integrado por una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, una Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas y la famosa Justicia Especial para la Paz (JEP). Las palabras importan y en cada nombre de estas entidades zumban deudas institucionales. La Comisión, en particular, tiene la misión de construir el relato de lo que nos ha pasado en estos cincuenta años de conflicto armado interno; una tarea ética y política, no judicial.

Ponerle una fecha de inicio al relato, decidir que empiece con el surgimiento de las Farc, es una postura política, un punto de partida que no niega la herencia de guerras sin resolver que somos, ese trauma que tenemos instalado, pero que se concentra en un periodo del que no hay una historia o hay una historia a medias que no pasó de la Violencia y en la que no aparecen —como en todos nuestros relatos de nación— ni los campesinos ni los indígenas ni los afrodescendientes ni las mujeres ni los jóvenes ni la comunidad LGBT. Una historia que ha sido contada desde el desprecio a los otros y que se configura en el territorio con el abandono estatal de estas poblaciones.

En estos años últimos cuatro años los integrantes de la Comisión conversaron con miles de víctimas, presidentes, paramilitares, guerrilleros, empresarios, miembros de la fuerza pública, sindicalistas, y han recolectado informes de organizaciones de todo tipo no para juzgar responsables directos sino para cruzar y entender responsabilidades. No es un ejercicio de memoria novedoso. Las comunidades en Colombia escriben, dibujan, tejen, dialogan sobre lo que les pasó y entienden la memoria como el único salto hacia adelante después del horror. Pero la memoria también es subjetiva, es eso que “yo siento que me pasó”, y cuando no se confronta se nubla de mitos. La Comisión tiene la responsabilidad de hablar de cosas que son ciertas, de circunstancias históricas irrebatibles y establecer relaciones sobre las que nunca se pone la lupa. Ese es, quizás, el trabajo más valioso que le dejará al país: la identificación de unos factores de persistencia que hicieron que el conflicto se anclara en nuestra sociedad y donde también están las transformaciones que debe hacer el país.

“Ver ese relato de conjunto nos puede ayudar a entender que la responsabilidad no solo la tienen los grupos armados. Esto no es guerrilla versus Estado; aquí no hay malos matando buenos. Es la guerrilla que se alió con los narcotraficantes y con la fuerza pública, y ni se diga del entramado de relaciones de los paramilitares. Aquí ha habido siempre fuerzas aliadas que van desde el Congreso hasta la Banda de la Terraza. Tenemos que superar los señalamientos de los actores directos y definir determinadores, los beneficiarios, los interesados, los intermediarios. Solo así podremos pasar de la dupla víctima-victimario a las responsabilidades del modelo económico, político, cultural, sobre las que no hemos podido reflexionar porque es mucho más cómodo señalar”, dice González.

El estallido social de este año puso en evidencia muchos de esos factores de persistencia. El racismo y el clasismo de las élites y de las clases medias: basta recordar las imágenes de los ricos en Cali disparándoles a los indígenas. El desprecio institucional por los campesinos, indígenas, afrodescendientes y el abandono: este país sigue expulsando a los campesinos de sus tierras porque no los considera sujetos de derecho. La criminalización de la protesta social y esa noción del enemigo interno que en Colombia persiste: una dirigencia que analiza los motivos de las manifestaciones a partir de disparates como el castrochavismo, el comunismo o Petro. “La premodernidad de nuestra sociedad es impresionante”, dice González. “Las categorías coloniales como el patriarcado, el clasismo y el modelo de hacienda siguen imperando porque son funcionales a las élites. Es increíble que en otros países se hayan levantado contra las élites y se haya configurado otro estado de cosas y nosotros sigamos votando por los mismos caudillos”.

La parte más difícil en esta búsqueda de la verdad es sacar el taco que no nos deja decirla. La verdad es un ejercicio de contrastación, pero hay dolores personales que no dejan nombrar. Y hay miedo, mucho miedo en las personas que conocen ciertos vínculos y ciertas responsabilidades. También hay un sector muy poderoso al que no le interesa hablar: la fuerza pública, los políticos y los empresarios todavía no entienden que la verdad es, sobre todo, una oportunidad para pedir perdón.

Las deudas como país son muchas y vienen de muchos lados. La educación hace poco no solo por la construcción de la verdad sino por la valoración y el respeto de la diferencia. La historia que se repite en los colegios es una historia pirata, mentirosa, de héroes y conquistadores. La cultura está fracturada por la persistencia del conflicto y nos hemos acostumbrado a la violencia, ya no nos importan las muertes ni las desapariciones ni los dolores. El arte intenta levantar la voz, ocupar un lugar en el conocimiento, movilizar, construir una sensibilidad, una ética que no tenemos. Las películas de Víctor Gaviria o las de Laura Mora o las fotografías de Jesús Abad o los libros de Evelio Rosero o los de Pablo Montoya nos ayudan a comprendernos como país.

La verdad es una herida, y a veces es preciso echar limón a la herida para que sane. Para González la única manera de transitar hacia la paz es encarando los horrores de la guerra y del sistema que está instalado. Es la única manera de tratar ese trauma que banaliza el mal. ¿Qué podemos hacer para dejar de repetir y transformar tanto daño? Asumir un compromiso personal de rigor y revisión ética en nuestras relaciones, una postura más crítica y activa, salir de la burbuja de las redes sociales; la construcción de ciudadanía y del común es una tarea que nos atraviesa a todos.

 


Otras lecturas recomendadas:

Sobre trabajo doméstico: Como de la familia, Paolo Giordano.

Sobre música: El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Alessandro Baricco.

Sobre la performance y la investigación: Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, Judith Butler.

Relacionados

Una revolución de la alegría

Nacido en 1955, Luis Fernando García es un referente para la cultura y el trabajo comunitario de la ciudad. A través de Barrio Comparsa, el grupo que fundó con algunos amigos hace treinta años, ha demostrado que se puede hacer resistencia desde el arte y el frenesí.

Leer Más »

Medio siglo después de la empelotada

A veces, ingenuos, pensamos que toda la actividad cultural de Antioquia pasaba o se desarrollaba en Medellín, y olvidamos que en los pueblos era mucho lo que se hacía. En este texto memorioso y nostálgico, un recorrido por lo que fue la década del setenta para una parte del departamento.

Leer Más »

Comparte este texto:

© Copyright 2020 – Universo Centro y sus aliados, todos los derechos reservados.