Aquellos viajes extraordinarios

No hubo más sábados de orquestas sinfónicas de Pueblo Rico o de El Peñol. Ni tardes de mapalés y bullerengues del Urabá. La Franja Antioquia se suspendió como se suspendieron las temporadas del Águila Descalza y los festivales de música. El Teatro Pablo Tobón Uribe debió cerrar sus puertas y guardar ese espíritu de aguja que procura tejer un encuentro entre los grupos artísticos del departamento en el Centro de Medellín. Sin embargo, a finales de 2020, cuando la pandemia les dio una pequeña luz verde, recuperaron esas sonoridades en sus tablas y también viajaron por ellas.

 

Por Eliana Castro Gaviria
Fotografías cortesía Teatro Pablo Tobón Uribe

Lado a: los artistas van al teatro

La hora exacta era incierta. Los bailarines, agotados y desparramados en las tablas del teatro, formaban un círculo. Estaban por ajustar ocho horas de ensayo; los más juiciosos esperaban indicaciones de la siguiente escena, los debutantes temían alguna reprimenda y otros ansiosos deseaban que fuera la hora de la comida. Luz Dary Gutiérrez, maestra de danza y bailarina, llamó a los músicos, a los periodistas, a los encargados de la escenografía y les pidió silencio. Acto seguido le dio la palabra a una mujer de unos treinta años, fina y ágil como un colibrí.

—Yo soy una más aquí —dijo la muchacha y pasó la mirada, lenta y serena, por cada uno de ellos—. Pero vengo de una comunidad indígena, y nuestras danzas más que coreografías son historias que nos acompañan durante muchas vidas. Desgraciadamente, vivimos en medio de dos pueblos de blancos y ellos nos están arrebatando esas historias. Las están desapareciendo. Por eso hay momentos en que nos toca salir y mostrarles a ustedes que todavía estamos, existimos. No somos sus enemigos, pero no nos van a derrotar.

Los bailarines no le despegaban los ojos de encima. Llevaban dos meses adivinando los movimientos distorsionados cuando no congelados de los otros a través de una pantalla. Todavía se sentían como esos desconocidos de internet que acuerdan una cita en un bar. El 15 de diciembre de 2020 empacaron maletas para tres días y salieron de sus pueblos en el suroeste antioqueño. Eran doce y venían de Andes, Titiribí, La Pintada, Támesis, Jericó, Betulia, Fredonia, del resguardo indígena Karmata Rúa. Todos cargaban dos miedos que latían vivos en el pecho: la angustia de viajar en bus, montar en metro y habitar un hotel en Medellín donde los contagiados del virus no disminuyen, ellos que todavía pueden escapar de la pandemia buscando un río o montando bicicleta por una vereda escampada; y la adrenalina de presentar ante las cámaras del Teatro Pablo Tobón Uribe un montaje de danza que solo habían ensayado virtualmente. Se encomendaron a los tapabocas, a litros y litros de alcohol y a la memoria esquiva del cuerpo.

A las ocho de la mañana, ese 16 de diciembre, más que artistas deslizándose en un escenario parecían pasajeros del metro empujándose en hora pico. Se sentían pesados e inseguros; sin ritmo. Tenían el montaje en la cabeza, pero no era ahí donde debía estar sino en los brazos largos, las piernas flexibles y el rostro relajado que disfruta bailar. En este año estático la danza fue poco menos que un pasatiempo. Álex, María Camila y Kevin perdieron a su profesor de baile en Betulia; John Alexander no alcanzó a firmar el contrato como tutor en Andes y Germán regresó a dar clases en octubre; Sebastián destinó el baile al momento de hacer oficio y a Isabella la pensadera no le daban ganas de moverse. Si bailar ya era un comentario al comentario al margen en la vida de muchos, durante la pandemia se convirtió en una irresponsabilidad. Se cerraron las casas de la cultura y las ciudadelas educativas, y no hubo más tarimas ni parques. Algunos dudaron en aceptar la invitación del Pablo Tobón, pues no tenían computador ni internet para cumplir con los ensayos. Consiguieron que les abrieran un salón comunitario y que les prestaran los equipos. Pero si la señal no fallaba en Medellín fallaba en Andes o nunca entraba a Karmata Rúa. Los que ensayaban en la casa no podían estirar correctamente entre los muebles de la sala o sin ser interrumpidos por los gritos de la mamá. La música les llegaba a un tiempo distinto y los silencios eran una cuarta parte de esas cuatro horas de tortura semanales.

Y ahí estaban esa tarde, como si hicieran parte de una gran compañía de danza, ensayando tres, cuatro, ocho, doce horas, descalzos, con los pies cuarteados por las tablas. A medida que avanzaban las horas, los cuerpos ganaban ligereza, recuperaban el tono y la plasticidad de sus movimientos, sobre todo alcanzaban emociones. Al fin y al cabo la historia que danzaban era la vida cotidiana de estos pueblos montañeros, y los ritmos eran los tradicionales bambucos y pasillos, ahora experimentales, con algunas posturas holgadas de lo contemporáneo y unos pasos del ballet. Estaban representando el primer tinto de la mañana, los saludos y los chismes entre los vecinos, las montañas con sus cruces y las autopistas nuevas, los jornaleros montando los bultos de café en una garrucha; también oficios antiquísimos como la artesanía, la minería y la poesía. Juan Camilo Maldonado, coreógrafo y productor de espectáculos de danza, era una extensión de sus cuerpos. Les corregía la postura, la línea, les pedía que se vieran a los ojos. “El problema es que uno en los pueblos se dedica a bailar el repertorio que otras personas escribieron, y hay cierta memoria en esas coreografías. Cuando uno llega a estos procesos en los que la creación parte del contexto, eso es distinto. Estás creando desde cero”, decía John Alexander en los cortos descansos. Ya se sabe que lo que nos es más cercano es lo que más nos cuesta ver.

—No nos van a derrotar —repitió Lida Siagama, la muchacha emberá, a esa hora incierta de la tarde noche, y el tono de su declaración fue lo suficientemente dulce y vehemente para entrever una verdad y no una amenaza.

Lida se paró en el centro de todos. Separó sus pies, estiró el brazo derecho y después lo empuñó al frente de su cara. Les contó que en el principio de los tiempos ellos eran animales, pero Karagabi —a quien los blancos llaman Dios— los convirtió en custodios de la Madre Tierra. Que su danza es contemporánea, no propiamente desde la técnica sino por la investigación que su comunidad hace para arrastrarse, volar y cabalgar como sus ancestros. Que en sus movimientos, tan distintos a los del folclor andino, hay defensa, resistencia, pero también generosidad. Dio varias vueltas, levantó los brazos, buscó alimento en la naturaleza y le dio de comer a otros seres vivos. Parecía que habitaba otro mundo, se hizo grande, impenetrable, como si cargara miles y miles de años de creación.

—Nuestra piel no es la misma de ustedes —les dijo—. Lo que nosotros llevamos adentro es distinto. Nos comunicamos con el sol, con los ríos, con las montañas. ¿De qué sirve tanto oro, tanta plata, si la Madre Tierra está agonizando? No sabemos si vamos a morir de una pandemia o de la furia de la naturaleza, pero el hombre es el que está acelerando el fin.

El monólogo espontáneo resultó fundacional para la amistad. Hubo tiempo para conversaciones íntimas. Supieron que el grupo de danza de Lida se llama Los hijos del espíritu del agua, bailan siete mujeres y el gobernador del resguardo no los apoya. “Somos los patitos feos de nuestras familias”, dijo. El resto de los bailarines entendió a la perfección la comparación, porque en sus municipios el presupuesto que hay para cultura termina en deporte. Ni siquiera tienen dónde ensayar. En las casas de la cultura deben compartir los salones con grupos de teatro, música, poesía y reuniones administrativas. A Lida y a su grupo les toca ensayar en un kiosco abandonado. Al día siguiente, entre camerinos, soñaron con fundar una compañía de danza de la Cuenca del San Juan.

El montaje individual de Lida no era el único que abordaba la resistencia. Angélica, estudiante de teatro y debutante bailarina, revelaba sus raíces en sus movimientos rápidos y urbanos. Nacida en Quindío, de familia antioqueña y chocoana, su piel negra la hizo extranjera en estos pueblos cafeteros. En su partitura cuenta la vida de una muchacha que vende chontaduro en Quibdó y sueña con ser actriz. Cuando logra salir a Antioquia y estudiar lo que quiere, descubre que debe abrazar la vida de su abuela santera para poder crear. Se despide de las frías montañas de Fredonia y regresa al calor sofocante de Quibdó. En otra escena, John Alexander, un mono que ahora es tutor en La Pintada, se convierte en un minero atrapado en la montaña mientras los habitantes del pueblo se dividen a favor y en contra de su oficio.

Juan Camilo alzó los brazos y los bailarines retomaron posiciones. Lida se ubicó en el centro de los reflectores y sacó un telar pequeño con el que teje chaquiras. Se sentía en familia. A su alrededor el resto de bailarines cargaba las puntas de unas telas de colores que pronto envolverían su cuerpo; arriba, abajo, un, dos, tres, cuatro; ella los movía y ellos la protegían. Esa tarde noche, el baile fue más que una coreografía. Fue un ritual que daba vida.

Lado b: el teatro va a los artistas

“Por favor, señora, ayúdeme a llegar a mi planeta”, dice un Principito de piel canela mirando atentamente a la cámara. “Es así de chiquito. Se llama B612”, corre y le dice a otra cámara. El espectador, acostado en la cama con el celular apoyado en las rodillas, se siente extraño. ¿El actor miró a la cámara? Entonces retrocede la escena, y se da cuenta de que a la obra le quedan seis minutos de los 43:05 que dura en Youtube. Y sí, efectivamente, el actor miró la cámara.

La primera vez que María Victoria Suaza pisó un teatro fue el Pablo Tobón Uribe. El tío pudiente de la familia la llevó a ella y a otras primas a ver un espectáculo de títeres como recompensa por limpiarle su casa durante unas vacaciones. María Victoria tenía once años y estaba acostumbrada a ver a los payasos, a los malabaristas o a los bailarines en la calle. Lo que vio aquella tarde, sin embargo, era majestuoso: la casa, el escenario, las luces y las sillas. “Eso me instaló un bichito en el alma, una pregunta: ¿el arte y la cultura son para la gente que tiene plata? Después me di la pela, conocí al señor de los títeres y hasta llegamos a ser amigos”, dice.

No hace falta un adjetivo que describa su carácter después de esa última frase. María Victoria llegó a Urabá desplazada de la guerra entre milicias y paramilitares de finales de los noventa en Medellín, divorciada y con el duelo caliente de una abuela muerta. Llegó cuando estaban demoliendo el único teatro que había en Apartadó para construir un parqueadero. Llegó a montar una compañía teatral, Camaleón, en un momento en que los teatreros estaban amenazados o desterrados. Abrió las puertas de su casa, convocó a mujeres cabeza de familia y a sus hijos y con ellos ensambló las primeras comparsas y shows de títeres, también llamó a sus amigos de la Escuela Popular de Arte y los invitó a dar talleres de zancos y pantomima a cambio de unas noches en el mar.

Y allí, entre la pobreza de unos barrios sin alcantarillado, las amenazas de los grupos armados, las escuelas cerradas y las fronteras invisibles, la falta de apoyo estatal, las crisis creativas y económicas y las desilusiones personales, los integrantes de Camaleón compraron una casa abandonada que les costó veinte millones y un par de años de deudas. Y en esa misma casa, entre la pobreza de unos barrios sin alcantarillado, las amenazas de los grupos armados, las escuelas cerradas y las fronteras invisibles, la falta de apoyo estatal, las crisis creativas y económicas y las desilusiones personales, construyeron un teatro con unas graderías para cien personas. Pero allí, entre la pobreza de unos barrios sin alcantarillado y tantas soledades, no habían recibido un golpe tan fuerte como el de la pandemia.

Si faltaba dinero tenían las obras y los espectadores; si no había apoyo estatal salían a la calle; si tenían crisis creativas y económicas regresaban al teatro. Sin obras ni espectadores ni teatro ni calles lo único que les quedaba eran los computadores. Fueron meses de talleres y obras virtuales costosísimas en su producción y edición. Pasaron de ser 27 grandes —como les llaman a las cabezas del teatro— a ser doce y luego cinco. Tenían 107 niños y niñas inscritos en los semilleros, y 67 presentaron las obras finales. “No quiero ser pesimista, pero yo creo que esta pandemia va a acabar con el teatro. Se hacen espectáculos, pero eso no es teatro”, dice.

A comienzos de octubre, María Victoria recibió una llamada de Juan Carlos Sánchez, director del Teatro Pablo Tobón Uribe. Querían llevar una versión del icónico edificio de La Playa hasta Apartadó e instalarla en el Teatro Comunitario, el único de Urabá; un teatro sobre otro teatro, una matrioska del espacio y los reflectores. El viaje incluyó consolas, luces, barras para montar las luces, telones de todos los colores, una sobretarima para montar un escenario más grande y cámaras; también incluyó a diez técnicos, una comunicadora y un director. Como un acto de magia, que incluyó pintura, ambos teatros se fusionaron y capturaron los espectáculos de teatro, danza y música de seis compañías de Turbo, San Juan, El Totumo (corregimiento de Necoclí) y, por supuesto, Apartadó.

Allí Marino Sánchez y su Dinastía negra bailaron, entre otros ritmos, un bullerengue dedicado a tantos negros esclavizados, heridos y asesinados. “Nos han quitado muchas cosas, pero no han podido arrebatarnos la danza”, comenta Sánchez. Los hermanos Brayan y Vanesa Brun presentaron Si el negro la ataja, el sencillo que grabaron este año con Alma Negra y que sintetiza tan bien esa fusión entre la música del Pacífico y la del Caribe. Aprovecharon, además, para desplegar el set de percusión con el que toca Brayan y que tiene tambor alegre, un par de congas y una caja vallenata. María Victoria premió a los niños del semillero más juicioso y desempolvó los guiones de El Principito. “La sensación de grabar una obra es muy rara. Para los actores porque en vez de público tienen cámaras, y para los directores porque uno pierde en cierto sentido la autoría del montaje y debe negociar con los productores los momentos que ellos enfatizan. Eso no es teatro. El único de nosotros que le pegó a ese lenguaje fue el Principito que miraba la cámara y todo”, dice la directora. Todos esos shows se pueden ver en el canal de Youtube del Teatro.

Aunque María Victoria todavía pelea con esa forma del urabaense que olvida todo con una botella de ron y un vallenato, esos cinco días de intensas grabaciones fueron una especie de embriaguez merecida. “Parecíamos marranito estrenando lazo después del encierro. Para nosotros esa visita fue como reverdecer; como si nos estuviéramos marchitando, y de pronto nos empezaran a salir hojitas”. Otra vez había sudor, bulla, carnaval. Afuera de la casa, cada vez que se despedía o llegaba un grupo, sonaban tambores y cantaoras y los vecinos se asomaban ansiosos a ver qué pasaba. María Victoria sufría pensando en las aglomeraciones, pero también pensaba que no se equivocó veinte años atrás cuando se hizo profeta en tierra extranjera.

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