Como sus shows, la vida de La Danny tiene drama, humor, crudeza. Y a veces, como sus shows, se mueve entre la realidad y la ficción, lo cierto y lo imaginado. Perfil de una mujer que ya es un ícono de la ciudad.
Por Mauricio López Rueda
Fotografías por Juan Fernando Ospina
La Danny, la niña rota, juega a la mujer maravilla y a la reina de la Coca-Cola en cualquier parque de Medellín como si no la estuviera viendo nadie, aunque ella sabe que la ven y le gusta que así sea. Juega con muñecos rotos la niña rota, la niña que ya es mujer, y que lo es, incluso, desde que era niño y se llamaba José Fernando Castaño Quintero.
En esos lejanos años de la infancia, la niña, que aparentaba ser niño ante sus padres y hermanos, se liberaba una vez cruzaba la puerta hacia la calle, con un bolso en el que cargaba maquillaje, brasieres e interiores que les robaba a sus hermanas, y con algún vestido que él o, mejor, ella hacía con sus propias manos, cosiéndolo en secreto.
Uno de esos primeros vestidos fue el de la primera comunión de su hermana Nancy, que se robó para reconvertirlo en un traje de gala y participar en un concurso de belleza en la escuela Cándido Leguizamo, en Bello.
“Yo me inscribí en ese concurso con el nombre de Deisy Johana, y lo gané, pero cuando estaba en la tarima de premiación aparecieron varias de mis hermanas y me reconocieron. Me tocó tirarme de ahí y esconderme, y luego lo negué todo”, cuenta Danny Quintero Castaño, el nombre con el que se rebautizó en la adultez, y cuyo origen tiene que ver con la telenovela Daniela, producida por Jorge Barón Televisión y protagonizada por Nelly Moreno.
La Danny se identificó con esa mujer que representaba Nelly Moreno, sobreviviente de la tragedia de Armero y perseguida por malhechores. Daniela, la de la telenovela, se hacía pasar por un tímido joven de día y recuperaba su identidad de noche, ya en la seguridad de su hogar.
La Danny también era una sobreviviente a la que un hombre había violado siendo menor de edad, y también debía guardar las apariencias por temor al qué dirán y a los golpes de su padre, José Castaño, dueño de una tienda y propietario, cuenta la artista, de varias tierras en Jardín, ese pueblo del suroeste antioqueño.
“Él era rico, pero un miserable. Golpeaba a mi mamá y sus hijos no le importábamos para nada. Nos dejó tirados, viviendo en la pobreza. Prefería a las vagabundas, era un mujeriego, un ser violento”, recuerda con rencor la Danny, quien vendía mangos por las calles del barrio Mesa, en Bello, para ayudarle a su madre.
Y es que la niña rota nació en Bello, el miércoles 5 de abril de 1967, en una casa de familia y gracias a una partera que la arrastró hasta la vida con uno que otro aspaviento.
Hizo el kínder en una institución religiosa e inició la primaria en la escuela La Milagrosa. Repitió el segundo grado unas seis veces, hasta que, resignada ella y resignada su familia, se desenganchó de la escuela hundiéndose más en el pantano del rebusque. Al mismo tiempo, la niña, todavía niño para su familia, soñaba con ser cantante, como Rocío Durcal. Se escabullía de la casa, con el vestido de quién sabe qué hermana, y con una canasta terciada del brazo se plantaba en las calles o en los parques y cantaba, cantaba con los sentimientos desbordados, cantaba como si de eso dependiera su vida.
“Y me daban plata. La gente se reía y me daba plata, y yo llegaba con mucha plata a la casa y se la daba a mi mamá, pero no le decía de dónde la había sacado, le mentía. Le decía: ‘mire, mamá, mire lo que me encontré’”.
Rosaela, su madre, empezaba a sospechar de las andanzas del pequeño. Ya le habían llegado con chismes de una tal Deisy Johana que cantaba en los parques y frente a las cantinas. Pero no decía nada, la señora. Recibía la plata sin chistar, con una mueca intrigante que la Danny jamás pudo comprender.
“Bueno, mi loquita, gracias. Ojalá se encuentre más mañana”, le tiraba la madre y luego metía los pesos en un tarro de galletas Saltín que tenía, muy bien vigilado, sobre una repisa.
Los años se fueron apelotonando uno tras otro y algunos dejaron huellas en el cuerpo de la Danny, asechada desde siempre por la muerte. El papá se fue de la casa y tiempo después murió de cáncer. Rosaela, en su momento, también murió, también por el cáncer. La Danny se quedó a la deriva, colgada de la cuerda manida de la relación con sus hermanas y hermanos: Sergio, Nelly, Nancy, Sonia, Blanca, Mery, Marina y Arles.
Los roces, sin embargo, no impidieron que vivieran juntos. Con algunas de sus hermanas se fue a vivir a la Comuna 4, Aranjuez, en ese sector llamado Cuatro Bocas, cerca de Moravia y el Museo Pedro Nel Gómez. Lindaba los veinte años de edad y, a los ojos de todos sus vecinos, era hermosa.
Se inyectaba hormonas cada tanto para no tener que operarse. Su cintura era delgada, sus manos y piernas largas, su cuello como de cisne y su cabello, ufff, largo y suave como el de una Barbie.
“Era una mujer muy bella, pero un maldito miserable se enamoró de mí. Ese negro maldito me decía cosas como ‘si usted no es mía, la voy a matar’, ‘si usted no se acuesta conmigo, la voy a matar’”, entona la Danny, desde la distancia de los años, como si estuviera tarareando una ranchera de Paquita la del Barrio.
“Yo andaba con una canastica y una noche que volvía para la casa él me asaltó”, comienza a contar la mujer rota, y en sus ojos se apilan unas cuantas lágrimas.
Estaba en tacones y tenía puesto un vestido de colores brillantes. El asesino se le acercó por la espalda, como los cobardes, y le puso el revólver en la cabeza.
—Te arrodillás, te arrodillás aquí mismo que te voy a matar.
—Pero cómo así, venga, no me haga eso.
—Nada, hoy te morís.
—Bueno, pero póngame una sola bala, una sola, y donde me muera rápido.
El hombre le introdujo el cañón de su 38 en la boca, en una especie de juego erótico y bizarro. Lo movió un par de veces para sentir la sensación de una felación. Luego disparó. La bala entró por la mejilla izquierda, destrozó dientes y encías, atravesó carne, músculos y huesos, y salió por la mejilla derecha, a la altura del ojo.
La Danny cayó sobre un charco de sangre, tan rota como sus muñecos, y en su pasmosa agonía solo atinó a recoger los dientes. Después se desmayó.
El tiro alertó a los vecinos, quienes asomaron sus cabezas a las ventanas, como roedores esperando que el gato no esté cerca. Luego, uno a uno, salieron a la calle.
“Es Danny, es Daniela. Avísenle a la familia”, gritaron algunos.
Las hermanas salieron, gritaron y lloraron arrumadas sobre el cuerpo tumbado. La cargaron, la besaron, la llamaron y, al sentir que todavía tenía pulso, la llevaron hasta el hospital.
La Danny se salvó de aquel absurdo atentado, pero nunca volvió a ser la misma.
“Quedé destrozada. Me dañó la dentadura. Ahora tengo dientes postizos. También me dañó la voz y, con ella, mis ilusiones de ser cantante, de ser famosa”, expresa con ingenuidad.
Desde entonces, toda su vida empezó a erosionarse, a caerse en pedazos por un abismo de tierra y rocas filosas. Y en cada piedra de ese desbarrancadero, la Danny sufría heridas, cada vez más profundas, cada vez más perdurables.
Tras recuperarse, en medio de su depresión, se peleó con las hermanas y se fue a vivir a las calles del Centro. Durmió en las aceras, al lado de sacoleros, alcohólicos, locos y ladrones. A veces se dejaba llevar a las piezas de Barbacoas o la Calle del Pecado, sin fuerzas, sin voluntad para luchar. Se entregaba por un plato de comida, por una noche en una cama caliente, y luego volvía a la calle, como si quisiera morirse despacio.
De alguna forma, la mujer rota encontró fuerzas muy adentro de su alma. Buscó en sus recuerdos a la niña cantante, a esa que soñaba con ser Rocío Durcal, y se aferró a ella con inmensos deseos de sobrevivir.
La Danny renació en las calles, recuperó su arte y volvió a su familia. Y en esas mismas calles se hizo artista.
Se olvidó de los amores fallidos, de los amores traidores, y se amó, por primera vez, a sí misma.
“Me han hecho tanto daño, y es que yo me paso de noble, de boba. Tuve un amor, hace mucho tiempo, y me robó una plata que yo tenía en el banco. Tenía unos ochenta millones. Se llamaba Edwin. Lo conocí en la calle. Jamás volvió a aparecer. Me regalaba cosas con mi propia plata. Pero ya me curé de eso. Solo me enamoré una vez, de Antonio, que vivía en Manrique, pero él era casado y me negaba. Tenía una mujer, Mariela, y yo me montaba por un muro que había detrás de la casa para culiar con él en la terraza. Nos dábamos unos besos tremendos. Él tenía una heladería en La Salle y un bozo todo rico”, rememora con gracia, carcajeándose.
Alguna vez también la secuestraron para robarle dinero. Trabajaba en una famosa discoteca de Las Palmas, bailando en la barra, y una noche, después de un show, tres hombres la retuvieron en la salida, la drogaron con escopolamina y la subieron a un carro.
Solo recuerda que despertó tirada en el suelo, en un pequeño cuarto, húmedo, lúgubre. Lloró mucho, pero luego se levantó y comenzó a buscar cómo salir. Un hombre entró y le dijo: “Usted es famosa, necesitamos que nos dé tanta plata y la dejamos salir; si no, le va a ir mal”.
Por suerte la descuidaron y pudo escaparse por una pequeña ventana que daba a un solar.
Todos esos recuerdos eran espuma en su memoria cuando comenzó a hacer arte en las calles y parques del Centro.
Con alegre nostalgia recuerda ese debut en el Parque de Bolívar, cuando presentó su obra La reina de la Coca-Cola, portando un hermoso vestido rojo, con bolas blancas, radiante ella, fina, hermosa. Luego presentó La tráfica, y entonces se vistió de guarda de tránsito. Ese acto le trajo problemas con la policía, pues la Danny se tiraba a la calle con un silbato, y hacía ademanes para guiar a los vehículos. En una de esas provocó un choque tremendo y casi termina en el calabozo.
Después se presentó como La Mujer Maravilla, pero la de Manrique, y su público callejero creció hasta colmar las escalinatas del atrio de la Catedral. La gente gozaba,se volvía loca con esos mordaces sketches llenos de audacia e improvisación.
En las casas de sus hermanas, o en las habitaciones donde a veces pasaba la noche, la Danny cosía nuevos trajes y vestía a sus muñecos, a decenas de ellos, para que la acompañaran en sus obras. Todos esos muñecos, por fuerza, debían estar rotos, como ella; debían haber sido reciclados y remendados, como ella.
La Danny obtuvo una vida, una propia, gracias a sus catárticos shows en el Centro de Medellín. Y es que el Centro no solo era su escenario, también era su espacio, su mundo. Por donde caminaba y cada vez que sonreía o gritaba podían apreciarse dos almas caminando juntas; la niña rota llevando de la mano a la mujer rota.
No se dieron cuenta, ni la niña ni la mujer, de que la tragedia todavía las andaba persiguiendo, como la sombra de un demonio penitente, ciega al dolor, sorda a los ruegos.
Se hizo amiga de la dueña de un inquilinato en Niquitao, lugar que terminó administrando con el tiempo. Manejaba las llaves, la plata, pero como no confiaba en la seguridad de su rincón, metía los billetes en los brazos y torsos de sus muñecos.
Una mañana, cuando caminaba hacia el Parque de Bolívar, cuatro personas la interceptaron y empezaron a pedirle treinta mil pesos.
“Danos treinta mil pues, danos treinta lucas, que vos tenés, ya sabemos que vos tenés”, amenazaban aquellos demonios desde sus ojos de furia.
La Danny se les resistía y les explicaba que ella era artista callejera, que no tenía ni para comer. Pero ellos sabían del inquilinato y un día la esperaron, le pasaron una gaseosa con escopolamina y la robaron.
Ese episodio la enemistó con su amiga y la devolvió a la calle. Entonces tuvo que refugiarse en la casa de un hombre que siempre asistía a sus espectáculos y le dejaba buenas propinas. Ese hombre le dijo que tenía una casa, por la avenida Oriental, y allá fue a parar ella con todos sus corotos.
En esa casa quedó atrapada durante el inicio de la pandemia y por eso, para poder pagar la renta y la comida, tuvo que ofrecerse a barrer y trapear, todos los días.
Aquel hombre la humillaba, la trataba mal, pero ella no podía irse porque no tenía plata. La cuarentena obligatoria le impedía salir a la calle a rebuscarse algunas monedas.
Resulta que el hombre se fue para Cúcuta, dizque para hacer negocios, y ella, libertada de su yugo, se atrevió a salir a la calle. Salió a la acera y se aparcó con sus muñecos, dispuesta a reiniciar sus shows. Entonces, en una esquina lejana, vio las caras de sus enemigos, de aquellos cuatro demonios que le habían robado.
Se asustó, volvió a encerrarse y, llevada por el temor, llamó a ese hombre del que se había liberado.
“Recíbame en Cúcuta, por favor, que me van a matar”, dijo con voz entrecortada. Y el hombre le dijo que sí, que listo, que se fuera para allá.
Todo eso pasó el 13 de noviembre de 2020. La Danny había huido para salvar su vida, pero al no decirle a nadie sobre su destino, la gente comenzó a buscarla y a denunciar su desaparición.
Sorprendida por el alcance de la notica, decidió volver a Medellín, pero no al Centro, ni a la casa de aquel hombre autoritario. Retornó a su familia. Se fue a vivir en un barrio alto de la zona nororiental, junto a su hermana Blanca, y allí, con lo que le queda de fuerza, intenta reinventarse, otra vez.
“Me prometí tener más valor y prometí no perderme. Ahora siempre digo dónde estoy o con quién estoy. Mucha gente me ha puesto mensajes malucos y dicen que yo no estaba perdida sino rumbeando o puteando, pero nada de eso, yo estaba huyendo, salvando mi vida. Me duele no poder volver al Centro, pero no me queda de otra”, expresa la Danny, quien ahora hace sus shows de manera virtual, esperanzada en recuperar un poco de su brillo.
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