Escuchar lo que somos

En la tradición oriental, el kintsugi consiste en la reparación de piezas de cerámica con resina de árbol mezclada con polvo de oro. El resultado son piezas únicas que, en lugar de esconder sus imperfecciones, las acentúan y las visibilizan. Bajo este principio, el Ballet Metropolitano, la Orquesta Filarmónica, el Teatro Metropolitano José Gutiérrez Gómez y el Museo de Arte Moderno de Medellín se reunieron para proponer espacios artísticos y de formación en los que, a partir de lo fragmentado, se pudiera reflexionar sobre la ciudad: verla como una suma de pedazos donde todos ponemos nuestra parte.


Por Carolina Londoño Quiceno
Fotografías de Sergio González

Caminar la ciudad es como repetir con las manos la forma de una vasija. Leí esa idea algún día en un poema de José Manuel Arango. Caminar la ciudad como un ciego que recorre un rostro con las yemas para reconocerlo. Aprender del tacto, de los sonidos. ¿Cuántas veces caminamos por los mismos sitios sin detenernos? La experiencia de agudizar la mirada —porque no solo se mira con los ojos, también con los oídos y las manos— reinventa nuestra relación con los espacios que habitamos. Reconocemos la amalgama de voces que residen en ellos y nos cruzamos con el otro para escucharle, palpar su presencia, advertir los pliegues de su piel. Ya no lo miramos más de reojo.

Caminar la ciudad es como repetir con las manos la forma de una vasija, me digo de nuevo. Con cada paso le damos forma a una Medellín conocida e imaginada: ciudad agrietada, creada y destruida, amada y odiada, la misma siempre diferente, una y muchas al tiempo. Eso lo sabían el Museo de Arte Moderno, el Teatro Metropolitano, la Orquesta Filarmónica y el Ballet Metropolitano cuando decidieron unirse para imaginar “Moldear lo que somos”, una serie de encuentros para escuchar y permitirnos vivir la ciudad a través de la confianza, la libertad y la democracia. Tres palabras que tienen un punto innegable en común: necesitamos, siempre, del otro.

El 7 de octubre el MAMM organizó una caminata sonora en el sur de la ciudad. El recorrido trazaba una ruta desde la Casa Tragaluz, cerca del parque de El Poblado, hasta Ciudad del Río. La propuesta era caminar juntos para redescubrir los sonidos del barrio, deshacer los pasos para darnos cuenta de que siempre quedamos en deuda con nuestro asombro, y descubrir la excepcionalidad que a veces se esconde en lo cotidiano.

Antes de salir, en la librería, los mediadores nos aconsejaron pensar en la figura del flâneur: ese personaje decimonónico que callejea sin rumbo, vagabundea por sus rincones y se funde en la multitud para sentir la ciudad plenamente. También nos pidieron que, ya afuera, grabáramos los sonidos que nos despertaran interés.

Mientras los participantes descargaban en sus celulares una aplicación para hacer ese registro sonoro de la ciudad, vi a Jaime Carvajal por primera vez. Cabello largo, cejas claras. La sombra azul de un tatuaje asomaba por el cuello de su camisa. Su mirada era severa. A lo mejor estaba muy concentrado en lo suyo. A diferencia del resto, tenía una parafernalia de aparatos: una grabadora tascam, un controlador de sonido amarrado a su cintura y unos audífonos gigantes que cubrían sus orejas.

Unas veinte personas abandonamos la librería y caminamos en fila india por las calles de El Poblado. En esa primera parte del trayecto, debíamos andar en silencio. Llegamos y atravesamos Manila: pocos carros, la gente conversando tranquila en los cafés y restaurantes y, extraño, el repiqueteo de la campanita de un carrito de helado que en el Centro hubiera desaparecido entre la maraña de ruidos. Jaime mantuvo sujeto el palo que sostenía a la grabadora como si fuera una parte más de su cuerpo, o como si este fuera una larga marioneta en una representación que solo él conocía. Su idea, al acompañarnos, era crear una pieza sonora de la caminata. Sumar sus grabaciones y las del resto de paseantes.

Después de pasar por Manila, por una calle paralela a la avenida El Poblado, llegamos al Parque Telemedellín. Entramos por un caminito de madera que crujió ante nuestra llegada y nos detuvimos por primera vez, sentados en círculo en el suelo, al lado de un espejo de agua. Lejos del tráfico, la tranquilidad del lugar era cercana a la del silencio de las cosas. Marcela, una mujer adulta, a quien todo el camino vi emocionarse especialmente, nos reveló que su niñez la había pasado en esas calles. Y es la primera vez que me siento ajena a mi territorio. Es como si ya no fuera lo que era. El sonido no solo nos da la clave de un movimiento en el espacio, sino en el tiempo. El sonido nos atraviesa, hace referencia a un pasado, evoca las imágenes de nuestra historia. Nos habla de quiénes fuimos y dónde estuvimos.

Salimos del parque con hojas secas crepitando a nuestro paso. De nuevo en la calle y de camino a Barrio Colombia, Jaime serpenteaba entre los cuerpos y los carros. Se acercaba también a las cosas. A un árbol, a las paredes, al suelo; alzó la grabadora cuando un helicóptero atravesó el cielo. También grabó con paciencia una pequeña fuga de agua que salía desde una tienda.

En pleno barrio a algunos nos dieron unos antifaces oscuros. Agarrada del antebrazo de otra persona que no conocía, y sin Jaime ni la ciudad a la vista, escuché los gritos de hombres dando órdenes, el rugido de un motor posiblemente en reparación, un martillo golpeando quién sabe qué, algo metálico que caía, una ranchera sonando desde una tienda, o una cantina, o un taller… Quien me sostenía me pedía bajar y subir de la acera de manera interminable. Los camiones, los carros y las motos se volvían obstáculo en el andén. Los otros paseantes, también ciegos por la tela negra, exclamaban y se asustaban por una escalera o un tacto extraño. ¿Dónde estamos? ¿Aquí subo o bajo? ¿Con qué me choqué? ¿Qué es eso que suena?

En esa vulnerabilidad que es el no ver, había que confiar plenamente en el otro. El andén que estaba despejado tenía fisuras, resaltos, rampas. La voz fue guía para evitar caídas y choques. En esa vulnerabilidad, también, la atención del oído, dispuesta ante la amenaza, se intensificó: la ciudad se escuchaba con más hondura.

Del barrio, y ya sin antifaces, llegamos al MAMM antes de que terminara la tarde. La caminata duró dos horas. Jaime ya había parado su grabación y algunos nos quedamos conversando. De ese momento comprendí varias cosas, dichas por él: escuchar es una manera de vivir en el tiempo y hay que experienciar el sonido para entender el mundo. Yo crecí con todo ese ruido, ese barullo, ese caos de Medellín. Uno compone con lo que le da a uno la vida. ¿Y qué me dio la vida? Un montón de aguacateros y taxistas furiosos.

Aprender a escuchar solo es cuestión de dejar que acontezca lo que tenga que acontecer. Dejar de ser y recibir, siguió Jaime. La vida nos dio decenas de aguacateros y vendedores de cuanta cosa puede existir, una hora pico que colapsa la ciudad desde las cuatro de la tarde, motociclistas siempre afanados, gritos y pólvora. Nos dio el sosiego de los parques, el murmullo del río que nos divide en dos, las cotorras que resisten con su canto, la música que no cesa en los negocios y cantinas, la lluvia en los tejados de lata.

Esto es una ciudad hecha a lo maldita sea, con mucho capital, pero improvisada, y vivir en todo este barullo es fundamental para entender mi comprensión del sonido con el mundo, porque todo este caos no es más que una manifestación de vitalidad. En la pieza que hizo Jaime resuena esta idea. Hay una puesta en escena que se nutre no solo de la cantidad de sonidos, sino de la multiplicidad desde donde fueron grabados. Cada fragmento registrado se una a un gran todo. Así, también, cada sonido le da forma a Medellín.

Esa frase de “Moldear lo que somos” está inspirada en la tradición japonesa del kintsugi, que consiste en reparar piezas de cerámica con resina de árbol mezclada en polvo de oro. Cuando algo se rompe no se desecha, se reconstruye sin ocultar las grietas, y las grietas son resaltadas como algo valioso. El resultado son objetos únicos, dignos de ser mirados; admirados. Lejos del sentido occidental, en lo fragmentado, en lo imperfecto está lo verdaderamente bello. Las cuatro organizaciones querían invitarnos a unir las piezas y a seguir caminando juntos a pesar de las grietas. Los otros dos eventos, “Cine, sonido y libertad”, donde se presentó la película Los Nadie de Juan Sebastián Mesa, y “Gabo: entre música y letras”, una puesta en escena del Ballet Metropolitano con la participación de la Filarmónica, también fueron una invitación a reconocernos desde otros sonidos: los de una Medellín periférica que suena a punk y los de una fusión de música del Caribe con los instrumentos propios de una orquesta.

Un par de semanas después la caminata sonora, en la plazoleta del MAMM, fue el evento de cierre. En tres mesas cubiertas por manteles negros estaban filadas decenas de vasijas que semejaban pequeñas totumas. Silvia Triana, de Punto Crudo, hizo a mano cada una. Unos meses atrás había hablado con las organizaciones para soñar esa vasija en la que estaríamos tomando tinto. La taza tiene una serie de grietas. Todas son diferentes, hechas al azar, para resaltar lo diferente. Las fabricamos con arcilla local, la misma con la que se hacen los ladrillos, con la que se construye ese paisaje naranja del valle de Aburrá.

En el centro, sobre una pequeña mesa, estaban los pedazos de unas vasijas más grandes. Antes de que llegara el público habían sido lanzadas contra el suelo para que se quebraran. Un estallido puede ser destrucción, pero también origen. La acción consistía en reconstruir entre los presentes la forma original de la cerámica. Cada uno se paró de su silla para pegar un fragmento, que puede ser comparado con esos sonidos de los que hablábamos, o con los muchos barrios, o con las maneras diferentes que tenemos de pensarnos el mundo, o con nosotros mismos. Pero solo uniéndolos —uniéndonos— es que podemos ver el todo, lo que es, lo que somos.

Relacionados

El concierto incierto

Entre las muchas acciones artísticas del proyecto Nacido en cuarenta, una de ellas buscó combinar la fotografía y la música para documentar la pandemia en Medellín. El resultado: cincuenta minutos inquietantes en los que vemos —y oímos— la manera en que estos meses nos han cambiado la vida.

Leer Más »

Comparte este texto:

© Copyright 2020 – Universo Centro y sus aliados, todos los derechos reservados.