Conversar para resistir

A través de charlas, presentaciones artísticas e historias de vida, los encuentros de Al Paso y Al Parche, promovidos por La Pascasia, el Museo de Antioquia y el Teatro Pablo Tobón Uribe, buscaron encender de nuevo la esquina del movimiento. Esta vez, gracias a la palabra, en ese acto noble de hablar y escuchar al otro.


Por Mateo Ruiz Galvis
Fotografías de Sergio González

Forrada en una malla lila, con su metro sesenta, sacó a gritos y empujones a un hombre que minutos antes había acosado a una amiga mía, en una fiesta en la Casa Centro Cultural, a finales de octubre. Esa fue mi primera impresión de Camila Palacio. Luego me diría: Yo partí una botella de cerveza y lo empecé a buscar con el vidrio despicado, hasta que me pararon y me dijeron que no me dañara la vida. Eso, aunque no nos conociéramos. Tampoco sabía su nombre y mucho menos su historia.

La vuelvo a ver el 2 de noviembre por la noche, en Barbacoas, entre las carreras Bolívar y Palacé. Ella y otras cuatro personas conversan bajo una carpa en la mitad de la calle. Algunos vecinos, con más curiosidad que concentración, miran desde afuera. Los bafles, el micrófono y las cámaras son objetos forasteros en esa tierra de tacones y fachadas de otro tiempo. Al fondo de la calle, los bares encienden sus luces fluorescentes. Con la noche, la vida comienza su movimiento.

Además de Camila, está Teresita Rivera, una gestora cultural que trabaja por el sector desde hace veinte años. Ella modera la conversación. A su lado está el Gallero, un hombre que se ha balanceado entre las peleas de gallos y la poesía. Tiene una obra literaria tan extensa sobre el barrio, que Teresita ha tenido problemas para recopilarla. También está Luis Giovany, un vecino que lleva doce años vendiendo solteritas. Y Santiago Alderney, un joven que ha hecho parte de los procesos comunitarios de la Corporación Ítaca, que trabaja por los derechos de las personas diversas y vulnerables.

Han sido convocados por Al Paso y Al Parche, una serie de conversaciones propuesta por el Museo de Antioquia, La Pascasia y el Teatro Pablo Tobón Uribe. Las historias de vida y las diferencias son el punto de partida para reflexionar sobre el centro de la ciudad y sus grandes retos. En Barbacoas cada uno habla sobre cómo sus vidas han sido trastocadas por esas tres calles torcidas, que además son hogar, y en ocasiones patíbulo, de población diversa.

Teresita: Este ha sido un lugar de trasegar y de vida de población transgénero, y de disidencias sexuales y de género. Camila, ¿qué nos puedes contar de Barbacoas?

Camila: Barbacoas es un lugar que ha sido habitado por nosotras, las chicas trans. Es bonito, me ha enseñado muchas cosas en la vida.

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De niña, Camila vivía en Concordia, un pueblo a tres horas de Medellín. Cuando tenía catorce años, su mamá la atacó con un cuchillo, porque la descubrió vestida con falda y tacones. Y después de estar tres meses en el hospital, caminó uno más, huyendo de su familia, hasta llegar a Bogotá. No tenía conocidos que la recibieran, pero en una discoteca le dejaron quedarse en una habitación. Para sobrevivir, comenzó a ofrecer su cuerpo. En ese entonces no tuvo más opciones, pero ahora, con 31 años, dice que lo hace con plena convicción.

Esas seguridades las ha ganado en Barbacoas, donde vive hace diez años. Pero al principio, apenas llegó de Bogotá, era temerosa. Y no tenía ni peluca, ni tacones, ni vestidos. La primera noche que intentó hacerse a un lugar fijo para trabajar, las otras le dijeron que no podía estar así, “vestida como un niño”. Entonces, haciendo mucho esfuerzo, consiguió una peluca morada de fiesta y se paró en una esquina.

También en ese tiempo aprendió a torear la hostilidad del sector. Ahora sabe, por ejemplo, que la vacuna cuesta cincuenta mil pesos a la semana. Y que en Villanueva, dos cuadras hacia el norte, trabajan las mujeres cisgénero. Ni ellas cruzan hacia acá, ni las trans van hacia allá. Y que si alguien le puso problema a uno, o le pegó, sabe que le salieron veinte travecas a encenderlo a tacón.

Teresita: ¿La labor de las trabajadoras sexuales de la zona es respetada?

Camila: Yo considero que el trabajo sexual es digno según el criterio de las personas. Hay quienes miran a las chicas trans y a las trabajadoras sexuales como cualquier cosa… Pero entre nosotras hay solidaridad…

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Antes de la conversación en Barbacoas, hubo otras en el centro de la ciudad. Las historias de los invitados de Al Paso y Al Parche han circulado en los espacios donde cobran vida. En el Museo de Antioquia, tres personas pusieron sobre la mesa sus experiencias sobre el consumo de sustancias psicoactivas. La conversación, amplificada por unos parlantes, alcanzaba a llegar a la Avenida de Greiff, que hasta hace un par de años era una de las plazas de vicio más grandes de la ciudad. Y en La Pascasia varios empresarios conversaron sobre los tropiezos al crear negocios culturales. Afuera se encuentra el circuito de librerías, teatros, bares y casas para el arte, que todos los días lucha por continuar.

En ese intercambio de historias creen el Teatro Pablo Tobón Uribe, La Pascasia y el Museo de Antioquia. Si se miraran desde el cielo y se trazaran líneas entre las sedes, adentro quedarían enmarcadas algunas escenas que se repiten. Algún hombre con su carreta de aguacates le huye a un agente de Espacio Público por Carabobo. Una joven recibe un comparendo por fumarse un porro a unas cuadras de la universidad, en Pascasio Uribe. Y un malabarista en La Playa estira el sombrero, pero no recoge ninguna moneda.

Día a día por esas calles caminan miles de personas y transitan algunos de los grandes retos de la ciudad: el derecho al espacio público, la libertad y la supervivencia en un entorno hostil. Las historias de vida y la conversación son una forma de afrontarlos.

En casi todo el Centro pareciera que esos temas se comparten, pero cada sector, cada barrio y cada calle tiene sus propias complejidades. En Barbacoas, mientras Camila habla, las trabajadoras sexuales trans salen de los inquilinatos a lucharse los quince o veinte mil pesos que les cuesta la habitación por noche. Y tres cuadras más arriba, en el hotel Nuevo Milenio, se siguen preguntando por qué fue asesinado allí Hernán Macías, un joven gay, a inicios de 2022.

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Meses después de su llegada a Medellín, las mismas trabajadoras sexuales trans que en algún momento le dijeron que no podía prostituirse sin treparse, le regalaron a Camila una peluca más realista.

Como ese, otros gestos sutiles le han hecho creer en el barrio. Cuando se ha quedado sin dónde dormir, ha encontrado refugio en Las Delicias, uno de los bares de Barbacoas. En el techo hay una especie de ático que en ocasiones sirve de hogar para las que no han alcanzado a recoger para el inquilinato. Y un día, hace tres años, cuando se sintió estancada, conoció a Teresita.

Esa mujer habita el centro desde niña. Sus abuelos la llevaban los fines de semana al Parque de Bolívar a escuchar los recitales de la Orquesta Sinfónica de la UdeA. Y a mediodía iban a almorzar al restaurante Los Toldos, en Barbacoas. También a los teatros que rodeaban esas calles. Teresita, que recibió de ese barrio sus primeros acercamientos a la cultura, ahora lleva arte a sus habitantes. El Gallero, en uno de sus poemas, la describe como hada de cuento, sin vara, ni alas, ni estrellitas, pero eso sí, llena de alegría y abrazos, con helado para los niños, con regalos, con oportunidades y llaves para abrir puertas…

Hace quince años fundó la Corporación Ítaca. Y desde entonces realiza procesos de formación y sensibilización artística con niños y jóvenes, habitantes de calle y población trans. A uno de esos procesos llegó Camila, y se fue quedando. Ha encontrado en la corporación la manera de darle vuelta a su historia de vida. Ahora se considera activista y voluntariamente participa en los eventos a favor de su comunidad.

En el proceso se le han despertado nuevas sensibilidades. Y dice que la nueva Camila es derecha, directa y radical. Odio la heteronorma, al patriarcado y a los tombos. Como devolución, dice que quiere aportar lo suyo a Barbacoas. Hoy, además del trabajo sexual, cose y hace oficios varios en la Casa Centro Cultural. Con lo que gana, paga un apartaestudio y sostiene a los nueve gatos que la acompañan. Y dice que su casa no tiene puertas cerradas para las chicas trans. Por las noches, si algunas no tienen dónde quedarse a dormir, las deja acostarse en la sala. Y a veces, ella misma, que ha sentido en su cuerpo el rigor del hambre, pasa por las esquinas repartiéndoles comida.

Teresita: ¿Cómo ve la sociedad a las chicas trans de Barbacoas?

Camila: La sociedad dice que las trans solo servimos para putas y peluqueras. También que somos ladronas y viciosas. Pero no es así, todas queremos salir adelante.

Salir adelante también se refiere a hacer la lucha. Poner el cuerpo y, en un gesto empático, darle movimiento para hacer que cambie la tierra que se camina. Con sus actos y sus luchas particulares, Camila, Teresita, el Gallero y muchos otros, han moldeado Barbacoas a su paso. Ese barrio, que desde los ochenta y hasta inicios de los 2000 era considerado como el Bronx de Medellín, ahora es quizá un lugar menos hostil.

Y conversar en Al Paso y Al Parche termina siendo un gesto más de resistencia. Se espera que las palabras, en un acto casi alquímico, tengan la capacidad de modificar la materia. A los vecinos que escuchan desde afuera de la carpa, a los niños y niñas que juegan trompo al inicio de la calle y de vez en cuando prestan atención a lo que se dice, y a los motociclistas que al pasar se detienen para observar.

***

Conversa aquel que está dispuesto a renunciar a su propia historia. A soltar, con cada vibración de las palabras, sus convencimientos. Se compromete a despejar el espacio de las seguridades. A dudar de lo vivido. Y a escuchar, como quien sabe que hay valor en las fallas y las heridas del otro. Suelta para recibir. Confiando en eso, cuando Camila habla sobre sus convicciones, lo hace poniendo su historia de vida al frente.

Teresita: ¿Hay alguna pregunta para Camila? ¿Para nuestras otras invitadas?

Un vecino que se ha pasado todo el conversatorio negando con la cabeza, agarra el micrófono y se despacha: Dios hizo al hombre y a la mujer. El hombre y el hombre no cuadran. Ni un hombre queriendo ser mujer. ¿Qué hay de bueno en eso?

Camila: Sí, Dios hizo al hombre y a la mujer. Pero hay personas que desde pequeñas, desde chiquis, tenemos hormonas femeninas y nos sentimos como niñas. Nos gusta ser tratadas como niñas. Por ejemplo, yo me llamo Camila. Estoy haciendo un proceso de transición hormonal, para que me crezcan los senos, para que mi cuerpo se ponga como el de una niña, porque yo quiero ser y me siento como una.

Después Camila me dirá que lo único que la saca de sus cabales es la violencia sexual. Y que por eso, sin siquiera conocernos, en el evento de la Casa Centro Cultural sacó a empujones a ese hombre que había acosado a mi amiga. Pero que las preguntas, por impertinentes que sean, no le dan rabia. Las ha comenzado a asumir con cierta paciencia. Porque en ese encuentro ciudadano que es conversar y contar historias, los choques de mundos son inevitables. Y más si, como en este caso, son al aire libre. Y todavía más si son en el centro, donde todos convergen.

Camila termina diciendo que el hombre que le lanzó la pregunta es un vecino muy religioso. Como Al Paso y Al Parche, Camila cree en el poder de las historias. Quizá incluso, contrario al dicho, en que el ser humano escarmienta en historias ajenas. Me dice que ojalá la suya sirva para algo y le ayude al vecino a salir de sus esquemas. Luego lanza una carcajada y dice que ojalá le ayude también a salir del clóset.

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