¿Pueden ser el arte y la cultura detonantes de una sociedad más justa?
Por Jenny Giraldo García
Ilustración de Juliana Arango A.
La subversión sumergida en belleza es revolución
Colectivo LASTESIS
Hay que hacer ruido. El silencio, si bien aliado de la contemplación y la sabiduría, no es un ingrediente para la revolución. El silencio, en los más de los casos, no denuncia, no señala, no incomoda. Más bien deja todo en su punto, inmóvil y acomodado. Sé que coincidimos en que hay silencios ruidosos, por lo que rompen, por lo que confunden, por la estridencia que podría sucederlo; el silencio de los niños que juegan en la habitación del lado suele ser el anuncio de alguna pequeña tragedia hogareña.
La invitación que origina este texto es una pregunta: ¿pueden el arte y la cultura ser detonantes de una sociedad más justa? Curioso adjetivo, pues la pregunta es por la posibilidad de un estallido, de una explosión. Y la respuesta es que quizás no hay forma de tal detonación, no se pone una obra de arte para que estalle y, ¡bum!, transforme lo que hay a su alrededor. Pero hay bombas que se quedan enterradas por años, contenidas, ocultas, y algún día alguien las encuentra y las tiene que desactivar. O algún día detonan. Y en ambos casos hay ruido y algo a su alrededor se transforma. Creo que esa es la forma en la que el arte y la cultura pueden detonar una sociedad más justa: lenta y pacientemente.
Muchas expresiones artísticas parecen ser buenos ejemplos para ilustrar las reflexiones en torno a la tríada arte-cultura-justicia. Aun sin que sea su obligación o su propósito, estas tienen el potencial de ser transformadoras de la existencia y de movernos por la vía del pensamiento, la comprensión o la sensibilidad. Afirma Martha Nussbaum que una de las capacidades del ciudadano del mundo es la imaginación narrativa, que consiste en “la capacidad de pensar cómo sería estar en el lugar de otra persona, de interpretar con inteligencia el relato de esa persona y de entender los sentimientos, los deseos y las expectativas que podría tener esa persona”. Es por ello que Nussbaum otorga relevancia a las artes y las humanidades en los programas educativos concebidos en las sociedades democráticas, pues desde la escuela sería posible cultivar “un tipo de formación que active y mejore la capacidad de ver el mundo a través de los ojos de otro ser humano”.
Hablar de arte implica hablar de la obra, de la producción, ese medio de transmisión que puede ser la pintura, la fotografía, la música o el teatro. También hay que contar con la experiencia artística, el encuentro entre una persona y una obra, lo que la obra detona. Dice Tolstoi que para hablar del arte es necesario “cesar de ver en él un material de placer, y considerarle como una de las condiciones de la vida humana […] Toda obra de arte pone en relación al hombre a quien se dirige con el que la produjo, y con todos los hombres que simultánea, anterior o posteriormente, reciben la impresión de ella”. El arte nos quita un poquito de lo efímeros que somos, nos da vida más allá de nosotros mismos.
El trabajo y la obra de Débora Arango, Beatriz González, La Nueva Banda de la Terraza, LASTESIS, Las Guerreras del Centro o Patricia Ariza tienen algo en común: han hecho ruido. Nos han incomodado, nos han posibilitado entender el lugar del otro en el mundo, nos han interpelado y nos han mostrado diferentes formas de la injusticia: en la distribución del trabajo, del poder, de la libertad, de la riqueza o de la vida digna, permitiéndonos ver el desequilibrio y las desigualdades que existen entre unos y otras.
Y también nos han recreado la justicia.
¿Qué imaginamos cuando decimos una sociedad más justa? Temis y Dice son diosas griegas, Iustitia es romana, las tres deidades portan una balanza, dos tienen los ojos vendados y una de ellas —Dice, también conocida como Astrea— tiene la mirada libre y al frente. A ella me encomiendo en este texto, pues no es posible construir una sociedad más justa a ciegas; es necesario ver y reconocer las desigualdades, entender por qué unas poblaciones han sido privilegiadas y otras excluidas, comprender los entramados de las relaciones entre opresores y oprimidos. Para Agnes Heller, “una sociedad completamente justa es posible pero no deseable”, pues de ser así estaríamos frente a una idea de justicia estática e inmutable; entonces, si la justicia es una construcción permanente, necesitamos quitarnos las vendas de los ojos para ver las injusticias de cada tiempo y lugar, y seguir persiguiendo esa utopía, o ese fantasma, como llama Heller a la justicia.
Y si bien las inequidades e injusticias que desgarran la sociedad son de muchos tipos y afectan a poblaciones diversas, hay una muy generalizada que afecta al 52 % de la población mundial, que tiene impacto sobre la mayoría de las personas y que se presenta en múltiples formas: la desigualdad de género, esa condición de desventaja que tienen las mujeres frente a los hombres y que surge en el seno de un sistema patriarcal y machista afectando el acceso a derechos como la educación, el trabajo, la participación o la salud; además, es una desigualdad social, política y económica, que se expresa a través de violencias físicas, psicológicas y sexuales y que en muchos casos termina en la muerte.
Esta desigualdad tiene otro matiz: el del relato, el lenguaje y los símbolos. ¿Cómo se ha representado a las mujeres a través de los tiempos? ¿Qué han contado ellas? ¿Qué lugar han tenido sus cuerpos en la historia del arte? ¿Qué tanto han participado con sus voces en el mundo de la literatura, el teatro, el cine o la música? En 1971, Linda Nochlin escribió el ensayo “¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?”. La respuesta da un poco de risa porque se resume en que las mujeres no podíamos ver hombres empelota: “La negativa a que las mujeres tomaran clases con modelos desnudos fue una circunstancia decisiva para que no pudieran proyectar sus obras en condiciones de igualdad con los varones ni recibir una valoración en ese mismo contexto”. Quedaron relegadas a los bodegones, los retratos o los paisajes, considerados géneros menores; las grandes pinturas en las que el cuerpo humano era protagonista, las de Delacroix, Goya o Velázquez, no eran cosa de mujeres.
Las representaciones o la ausencia de ellas en las expresiones artísticas también nos hablan de las injusticias de género, por lo tanto, también son posibilidades para nuevos relatos y narrativas que nos permitan recrear, imaginar y concretar una sociedad más justa con las mujeres y las niñas.
Hacer ver, hacer sentir
Beatriz González habló en el 2001 de la revolución del arte colombiano que protagonizó Débora Arango. Su obra fue rechazada por el sector artístico de Antioquia y su maestro la abandonó “no tanto por celos sino porque no acepta la fealdad y la desproporción”. En un momento en el que el destino de las mujeres con talento para el pincel se ceñía a los bodegones y retratos, Débora Arango pintó cuadros como La República, La salida de Laureano y Justicia. Su obra transformó el arte colombiano, lo hizo más expresivo y con mayor apertura, por ser la primera mujer en pintar y exponer desnudos, por mostrarse como una rebelde con relación a la tradición artística y por plantear temas complejos usando su técnica como una posibilidad para exponer injusticias que involucraban a las élites políticas o a las poblaciones marginales. “La vida, con toda su fuerza admirable, no puede apreciarse jamás entre la hipocresía y el ocultamiento de las altas clases sociales: por eso mis temas son duros, acres, casi bárbaros”, dijo Débora en 1940. Basta una mirada a las tres obras mencionadas para corroborar que nos hizo ver más allá de lo evidente.
Setenta años después de que Arango hubiese pintado La República, esta obra tomó vida en el Museo de Antioquia. Las Guerreras del Centro, un colectivo conformado por trabajadoras sexuales del centro de Medellín, bajo la batuta de Nidia Granados, fueron protagonistas del performance Nadie sabe quién soy yo (2017). Uno de los cuadros comienza con la pintura mencionada que se proyecta al fondo del escenario, tiene algunos movimientos sutiles, hace zoom al cuerpo de la mujer que es devorada por los buitres. De pronto, la pintura se vuelve tridimensional y una mujer acostada en el escenario comienza a moverse, a convulsionar; las imágenes se funden y las aves carroñeras ahora la picotean a ella. Gladis Restrepo es una de las guerreras y decidió hacer su performance sobre esta pintura.
Nadie sabe quién soy yo tiene de particular que fue construida colectivamente, que las mujeres que participaron lo hicieron a partir de sus preguntas, miedos e intereses; y Gladis se encontró con una idea de país con la que se sintió identificada. Una pintura la hizo ver, le activó otra mirada. Y esos que estuvimos en el Museo apreciando la creación de esas ocho mujeres también pudimos ver algo que no habíamos visto: las vimos a ellas con nombre, rostro e historias particulares, vimos las violencias de género simbólicas y físicas, los feminicidios y las discriminaciones a las que son sometidas las trabajadoras sexuales, y vimos las ideas que ellas tienen sobre sí mismas, sobre su trabajo, sobre la ciudad y sobre la sociedad. Así se concreta la imaginación narrativa de la que habla Nussbaum.
Hacer pensar, hacer actuar
La primera vez, en noviembre de 2019, fueron 45 mujeres, tenían los ojos vendados y estaban organizadas al frente de una estación de policía de Valparaíso. Comenzaron a cantar: “El patriarcado es un juez / Que nos juzga por nacer / Y nuestro castigo / Es la violencia que no ves / El patriarcado es un juez / Que nos juzga por nacer / Y nuestro castigo / Es la violencia que ya ves”. La segunda vez, cuatro días después, fueron más de dos mil, se organizaron al frente del Palacio de los Tribunales de Justicia en Santiago. En esa oportunidad la puesta en escena fue grabada y rápidamente se hizo viral.
Este performance, creado por el colectivo LASTESIS, surgió como una denuncia por las violencias basadas en género ocurridas en Chile durante el estallido social; pero la fuerza de esta canción y la presencia de tantas mujeres recordó también las violencias sufridas durante la dictadura y lo que parecía un parche de feministas jóvenes de esas que ya no están dispuestas a bajar la voz y que le han perdido el miedo a enfrentar el patriarcado, terminó vinculando a mujeres mayores de 40 años que aprovecharon para gritarle a Pinochet y a todo el régimen militar que “el Estado opresor es un macho violador”.
Un violador en tu camino es el nombre de este performance, que después de pasar las fronteras generacionales en su país de origen se volvió un fenómeno transnacional. Se tienen registros de al menos cuarenta países en los que, adaptando la letra a sus contextos, miles de mujeres han participado. Países tan diversos como Italia, Japón, Chipre, Islandia, Kenia, El Salvador, Kirguistán, Israel, Líbano, México o Colombia comparten una misma realidad: las violencias contra las mujeres y el deseo de no callar más.
Y es que las artes escénicas, como el teatro o el performance, tienen el poder de representar realidades que en otros escenarios o expresiones no son posibles. “Durante el Estatuto de Seguridad de 1979, en el informe que le presentaba el Ejército al gobierno, se mencionaba al teatro como una de las artes más peligrosas y que más había que reprimir, porque era un arte que se podía hacer con pocos medios, lo podía hacer cualquiera y que en un auditorio, el actor tenía mucha influencia, porque lo que había en el escenario no era una representación del hombre sino que era el hombre real comunicándose con la gente”. Esto recuerda Cristóbal Peláez en el documental Patricia Ariza: una vida polifónica. Una de las iniciativas de Ariza es un festival llamado Mujeres en escena por la paz, que ha logrado, a lo largo de veintiún años, darles voz a las actrices, dramaturgas, bailarinas, performers y a líderes sociales, comunitarias, políticas y académicas que se unen anualmente para hablar del país, sus dolores y sus resistencias, todo en torno a las artes dramáticas. Aunque el teatro es el eje, es un evento eminentemente político que ha puesto como temas de conversación el Acuerdo de Paz, el estallido social, la democracia, las violencias basadas en género y la diversidad. ¿Puede el arte lograr cambios hacia una sociedad más justa? Hoy Ariza es la ministra de Cultura y con su presencia en el alto gobierno hay por lo menos una promesa aplazada para tantos grupos, colectivos y artistas que por años han estado en la marginalidad.
Uno de los valores de este festival reside en su capacidad de conectarse con el espacio público, sacar a la plaza lo que solo se permitía en un auditorio y romper la cotidianidad de los transeúntes; mejor dicho, hacer ruido. Eso mismo hacen LASTESIS, eso hacen muchas propuestas que han encontrado en la calle un escenario propicio para poner a circular sentidos. Una de las más novedosas en los últimos años es La Nueva Banda de la Terraza (LNBDLT), un colectivo que desde tiempos pandémicos, o sea desde 2020, ha llenado los muros de grandes edificios de la ciudad con mensajes políticos relacionados con economía, elecciones, violencias, paz, hambre, movilización social, resistencia y amor. Con su estruendo luminoso quiero terminar este intento de respuesta.
Todo empezó con un proyector. Estábamos encerrados en la casa, desesperados, viendo cómo se acrecentaban las injusticias, el hambre, las violencias contra las mujeres dentro de sus hogares y asistiendo a una silenciosa represión de la protesta social que desde el 2019 se había levantado en el país. De pronto, una luz iluminó un edificio en el barrio Laureles y días más tarde aparecieron otras tantas aquí y allá. La banda La Terraza operó en Medellín más o menos entre 1995 y 2011, dejando un gran saldo de muertos, masacres y la agudización del conflicto urbano. Un grupo de gente tomó ese nombre para resignificarlo y así nació La Nueva Banda de la Terraza, un colectivo dedicado a algo así como el cartelismo efímero. Entre los muchos mensajes proyectados en gran formato se leían consignas como “Ni Una Menos”, “Nos queremos vivas, libres y sin miedo”, “No es No” o “Aisladas pero no calladas”; de esta manera, este colectivo en el que también participan artistas feministas, se unió a fechas como el 25N y el 8M, y sumó su voz a la protesta contra las violencias machistas y los feminicidios.
Recientemente fueron invitados a un festival de arte y, según su última declaración, “la oportunidad de estar en Artecámara 2022 no es más grande que la oportunidad de no estar”, pues LNBDLT se reconoce como un colectivo que responde a la emergencia, que no planea y que pretende criticar a las instituciones; la invitación, por el contrario, era limitante y castradora, por poco les dijeron que “protesten por la acera”. Y esto es importante para cerrar las reflexiones en torno a la ruidosa pregunta del inicio.
Ni el arte ni la cultura son buenos per se, para usar una frase de cajón. Los grandes museos siguen careciendo de obras realizadas por mujeres, grandes artistas de la humanidad y pequeños artistas vigentes tienen en su historial abusos y otras canalladas, muchas instituciones artísticas y culturales siguen siendo excluyentes. El acceso a la cultura no garantiza seres democráticos, justos o ecuánimes; pero como dice Estanislao Zuleta, “nuestra existencia está siempre salvajemente interrogada. Y el arte es una manera elaborada de dejarnos interrogar”. Para detonar una sociedad más justa hay que seguir haciendo ruido y, así como LASTESIS, deseo que ese ruido “siga creciendo, devenga inmenso y sea imposible no verlo, esquivar la vista, taparse los oídos, porque gritará tan fuerte que en todo el mundo resonará”.
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