Ganar un gran premio cinematográfico es como un cañonazo: la bala llega lejos, pero produce tanto ruido que ninguna otra cosa se alcanza a oír.
Una entrevista con la directora de cine Laura Mora, en mitad del aturdimiento.
Por Esteban Duperly
Fotografías de Juan Cristóbal Cobo
El pasado 24 de septiembre titulares de todo tipo —escritos, sonoros, en pixeles— anunciaron que la película Los reyes del mundo había ganado la Concha de Oro en San Sebastián. El premio no era cualquier cosa; San Sebastián es un festival “clase A”. Cannes, Venecia y Berlín están en ese circuito de élite. Los directores Francis Ford Coppola y Arturo Ripstein se lo han ganado dos veces. O lo que es lo mismo: han ganado la Concha de Oro, que es el premio que entrega el jurado a la mejor película y este año se lo dieron a Los reyes del mundo, y por consiguiente a Laura Mora, quien la dirigió, más su equipo de productoras, y también a los cinco muchachos de Medellín que la actuaron y aparecieron en las fotos de prensa junto al mar Cantábrico con cachuchas de teja plana.
Esta entrevista está confeccionada a partir de conversaciones en varios escenarios y momentos, bajo distintos estados de ánimo, cuando la onda de la película estaba alta y luego cuando empezaba a bajar. Cara a cara, en un auditorio con público, y después compartiendo comida y charla, en donde las frases suelen venir espontáneas y sueltas. También a la moderna: a través de una pantalla en otro huso horario, en mitad de una tarde brillante en una ciudad basta y lujosa, donde Laura se sentía minúscula y confrontada. Y finalmente en frases cortas y en notas de voz, porque las mejores respuestas siempre llegan después de contestar.
Esos varios encuentros están tejidos acá en una conversación única, liberada del lastre de la grabadora, de la literalidad y de la transcripción letra a letra. Decía García Márquez que las entrevistas bien podían escribirse como novelas, siempre y cuando fueran fieles al entrevistado. También que lo que más vale en ellas no son las respuestas, sino los latidos del corazón.
La cinematografía es una de las siete artes. Pero es la más difícil. Hacer una película requiere gente, tiempo, dinero, aparatos.
De todas las artes sí es la que representa mayores dificultades. Necesita mucha gente, y mucha gente significa muchos problemas. Pero para mí la dificultad en el cine está en otro lugar.
Primero, el cine tiene eso tan extraño de haber caído en el lenguaje del entretenimiento, que en mi opinión es propaganda. Siempre que pensamos en propaganda se nos viene a la cabeza lo soviético, pero más propagandístico de su cultura que el cine gringo, no hay. Para nosotros eso se convierte en una imposición de modelo estético; de lo que es bello y lo que no. De lo que tenemos que desear y cómo los directores lo tenemos que narrar. Esa imposición de modelo me parece muy trágica.
Junto con eso, el cine también tomó el camino de la narrativa: una historia aristotélica que se desarrolla en unos actos. Una historia que se tiene que entender. Por eso otras formas de narrar terminaron derivando en lo que llamamos cine experimental o videoarte; cosas para el museo y no para la sala de proyección. Como yo soy desobediente, todo el tiempo estoy peleando con ese problema: ¿cómo hacer un cine que desobedezca ciertas normas de la narración? Para mí, esa es la verdadera dificultad. Es lo que realmente hace complejo al cine, más allá de que sea caro o aparatoso.
Por ejemplo, esta película bien pudo haber estado anclada en la realidad más pura, pero resultó tener una dimensión simbólica. La historia entra en el umbral de la metáfora.
Las películas le dictan a uno qué son y en qué se convierten. Luego de Matar a Jesús yo quería hacer una segunda película que no fuera una extensión de la primera. Matar a Jesús está rodada con una cámara en mano que acompaña a un personaje, pero tiene una estructura muy clásica que solo algunas veces deja ver unos instantes de alteración de la realidad.
Los reyes del mundo nació en diciembre de 2016 durante un viaje en carro a la costa Caribe, en el que pasé por el Bajo Cauca. Y a mi cabeza llegaron imágenes de chicos haciendo daños y reclamando un mundo. Ahí mismo tomé unas notas en un cuaderno. La frase decía: “Chicos haciendo daños, reclamando un mundo. Chicos vengándose del mundo. Son los reyes del mundo”. Yo acababa de terminar Matar a Jesús, estaba mamada del cine, y de repente digo, “paren el carro, que tengo mi nueva película”.
Pero esas notas las dejé quietas. Después, cuando de verdad empecé a desarrollar la idea, sucedió algo y es que me empezó a importar muy poco la lógica del relato; preguntas como por qué los personajes estaban en determinado lugar, cómo habían llegado allá, eso que es tan importante y se lo preguntan tanto al cine, me empezó a importar cada vez menos. En cambio, entré en las aguas del delirio y la imaginación, lo cual tiene que ver con lo que decía atrás: mi relación con hacer cine y el cine que me gusta ver. A partir de ahí empecé a poner muchos de mis deseos en las imágenes. Mientras escribía el guion, con Manuel Villa [amigo y documentalista] hablamos de qué daños nos gustaría hacer: a mí me encantaría quebrar todas las lámparas de una calle, por ejemplo. O rayar un carro. O soltar un ganado en un potrero [todo eso apareció luego, en efecto, convertido en secuencias]. Y yo decía: qué chimba, metámoslo. Ese juego empezó a permear el relato y me di cuenta de que más que acciones reales tenía acciones planteadas en términos simbólicos.
También sucedió que quise hacer varios homenajes. Cuando aparece el árbol entre la niebla, es mi pequeño homenaje a Theo Angelopoulos. Con el caballo pasó igual: el caballo es el animal del cine. Y este era blanco, además.
La vía de lo simbólico es muy explícita en la secuencia del burdel, hacia el final del primer cuarto de hora de proyección. Es el burdel de carretera que todos hemos visto, pero tocado por otra realidad.
En el burdel es donde el espectador se disloca y eso me gusta. Aunque desde el mismísimo inicio la película plantea una extrañeza: el centro de la ciudad está vacío. Pero sí, es en ese burdel, que queda en la mitad de la nada, donde el espectador se pregunta por primera vez hasta qué punto es real o imaginario lo que está viendo, porque todo ahí es muy extraño. Para podérselo explicar al equipo de producción yo les hablé de que ese lugar era una matria, un término en oposición a la patria. O mejor: una patria de mujeres. Y esa matria, que encaja en una gramática que yo construí para la película, era una isla. La película tiene pequeñas islas, desde la pensión de la Negro hasta la isla final. Y el burdel es una de ellas; es Colombia: una mujer amorosa, calurosa, generosa, pero aporreada y con los hijos perdidos. Allá entran los cinco protagonistas buscando una madre, y ahí están también ellas extrañando a unos hijos perdidos en la guerra. El lugar, si se mira, está lleno de símbolos: una bandera ensangrentada, un escudo tejido a mano, un mural que muestra a la mujer en posición de poder, una ilustración pequeñita de una virgen como con las tetas afuera.
De ese simbolismo también participa el personaje del ermitaño.
La película puede que sea transgresora en la forma de narrar, pero usa los arquetipos narrativos. Es algo que me quedó de Los Olvidados, de Luis Buñuel, que está tan llena de contradicciones como de personajes arquetípicos que funcionan muy bien.
Cuando escribí ese personaje imaginé a un hombre que había visto todo el horror del mundo y voluntariamente se había retirado. No era un expulsado sino un autoexiliado. Un hombre al que nadie le hace nada, porque todos creen que está loco. Y la locura nos salva de la violencia. Aunque no oímos su nombre, ese personaje se llama Vaíu, que en la tradición del sánscrito significa viento. Cuando filmamos la despedida de él en el río, de la nada empezó a soplar un viento épico. Eso pasó realmente.
En la isla que él representa planteo con mucha decisión la idea de la ruina, que está presente en toda la película. Ese es un símbolo que viene de conversar mucho con mi hermano, el artista Pablo Mora, quien en su obra reflexiona bastante sobre ello.
Entre esos arquetipos también está el grupo principal: una pequeña manada, una familia de lobos. Unos niños ferales.
Cada uno de los cinco protagonistas tenía una palabra: justicia, dignidad, misticismo, rabia y revolución. Con esas cinco palabras construimos esa familia, que también funciona como un solo personaje. A mí como directora me interesaba ver a los hombres en otro registro, con conflicto y envidias. Para el personaje Culebro, que es la rabia, intenté que fuera un personaje malo, de verdad malo, como esos de Dostoyevski, que no tienen redención. Pero siempre terminé encontrando fragilidad y humanidad. En ellos cinco encontré que no le temían al afecto físico; que aparecía muy natural en ellos y se lo manifestaban mucho. Me di cuenta de que lo teníamos que filmar.
Me interesaba, además, la manera como esos personajes tan urbanos se iban transformando en salvajes; cómo al desprenderse de la ciudad perdían la ropa y aparecía más su piel. En el pensamiento occidental lo salvaje es sangriento y malo, pero yo lo concibo más como Henry David Thoreau: todo lo que es bello es salvaje. Es interesante porque ellos se saben mover dentro de la ciudad, pero una vez se salen entran a otro modelo de violencia que está representado por el paisaje.
Al igual que los cinco protagonistas, su experticia también es urbana. ¿Cómo fue ese “cambio de ecosistema fílmico” —la neblina, el bosque, la sabana, el río— en oposición a las calles y al agite? ¿Cómo fue filmar el paisaje?
En la película solo siete minutos suceden en la ciudad. Yo sé filmar la ciudad y me siento muy cómoda ahí, pero para filmar afuera necesitaba otras cosas. Por fortuna conté con David Gallego, el director de fotografía, que fue fundamental. Él había hecho Pájaros de verano y venía de hacer El abrazo de la serpiente, y su mirada y la mía se potenciaron.
A lo largo de la escritura del guion leí y reflexioné mucho sobre el paisaje y creo que en el colombiano, de manera intrínseca, hay mucha violencia. Quiero decir, es un paisaje agresivo. El alto de Ventanas es una falla geográfica por donde nunca debió haber pasado una carretera. Todos los paisas tenemos un trauma con ese lugar, pero yo desde siempre soñé con hacer algo que pasara ahí. Para mí era importante que el espectador sintiera el tedio, la dificultad y el dolor de ese viaje.
Aunque más allá de todo eso, ligado al paisaje está el centro de la película, que es el problema de la tierra. Me inquietaba cómo iban a entender afuera el lío de la restitución de tierras en Colombia, que es un tema tan local. Pero pronto me di cuenta de que la búsqueda de un lugar para existir libremente y estar a salvo es un deseo humano. En San Sebastián, a unos chicos refugiados de Marruecos los llevaron a ver la película y estaban fascinados, porque era su historia: ellos cruzaron el Mediterráneo para llegar a un lugar donde estar a salvo.
Mientras transcurrían estas conversaciones, los reyes del pequeño mundo de las redes sociales no alcanzaban un consenso. Se oponían los unos a los otros. Discutían si la película era buena o no, si tenía valor o no, o si se merecía lo que ya se había merecido. Sin embargo, en el mundo real la película tenía un problema real: luego de cosechar treinta mil espectadores en la primera semana de exhibición, los distribuidores la bajaron de setenta salas. Después del ruido de los titulares de prensa, el de las discusiones en redes había alcanzado cierto volumen. Pero con un impase de distribución en el medio, todo eso se sentía apenas como un radio mal sintonizado.
La escritura audiovisual es una forma muy particular de escritura. Ahí está la semilla de lo que después se vuelve una película, pero en sí misma es una escritura simple y sintética. Árida.
Yo tengo el título de guionista y escribo. Lo hago bien, tengo buenas ideas, tengo capacidad para escribir lo que aparece en mi cabeza. Esa primera frase que puse en un cuaderno en la carretera, la retomé en 2017, en La Habana, cuando me escribieron de una entidad francesa para que me presentara a una residencia. Me pedían un proyecto, y me puse a escribir en un parque. Me llegaban y me llegaban imágenes llenas de un deseo de hacer una peli sobre unos chicos que han sido asaltados desde antes de nacer y lo reclaman. Con ese primer tratamiento del guion gané y fui a la residencia en Brasil, y allá me volvieron mierda la idea. Me asesoraba Eliseo Altunaga, un gran pensador cubano del guion, quien me dijo [Laura habla en cubano]: “Tú lo que quieres es hacer una película posmoderna”. Eso, por supuesto, me preocupó y me puso a pensar. ¿Cómo no le iba a creer a ese señor?
La segunda vez que me revolcaron el guion fue con Marta Andreu, en la Residencia Walden, que fue lo mejor que le pasó a esta película. Marta me puso a escribir en forma de puras imágenes visuales. Ella dice que me ayudó a “abrir la grieta”.
A mí lo que me pasa es que me estanco y necesito que alguien entre a ayudarme. Por eso apareció María Camila Arias, que es la escritora más metódica que conozco. Ella empezó a darle coherencia a imágenes que estaban muy sueltas y a hacerme muchas preguntas. El hilo narrativo más delgado lo hilaba ella, mientras que a mí me dejaba las partes más oníricas.
Todas esas reescrituras fueron importantes porque películas como esta se financian con fondos de creación, y para eso mientras más sólido sea el guion, mientras menos preguntas genere, funciona mejor. Los reyes del mundo se ganó muchos fondos, aunque para cada uno tuvimos que presentarnos dos y tres veces. Eso significó que cada vez había que llegar con un texto más crecido.
¿Escribe de otras maneras? ¿Otras formas de narrativa?
Cuando era pelaíta estuve en el semillero de poesía de Tarsicio Velázquez. Todavía escribo algo. También me ha dado por escribir pequeños ensayos. En general escribo bastante.
Pero me gusta más leer poesía que escribirla y siento mucha fascinación por el mundo árabe y palestino. Eso lo cuento porque un artista palestino-argentino que conocí en una residencia artística me presentó los poemas de Mahmud Darwish, quien se me volvió la guía para esta película. En sus poemas, que son muy políticos y siempre hablan de la tierra, aparece un caballo como una figura que cuida la casa cuando alguien es despojado. Me parecía hermoso que el caballo en la película fuera un guía, pero además quería que fuera la extensión de corazón de Rá [uno de los protagonistas, la justicia] y el caballo es ese animal guía y noble que, al final, todos pueden ver.
¿Y otras formas de narración audiovisual?
Aunque siempre termino en la ficción, me gustaría hacer documental. También quisiera hacer otra vez instalaciones; volver a hacer lo que hice con mi hermano Pablo [la exposición Lucíferas, homenaje indirecto a Pasolini, hecha entre ambos]. Y además producirle a alguien, que ya más o menos lo estoy haciendo. Acompañar a otra gente en sus procesos.
En su manera de trabajar, ¿cómo es todo antes de rodar el primer cuadro?
Para mí la preproducción es el momento platónico; el de las ideas y la imaginación. Cómo se va a ver la película, con qué colores, con qué texturas, qué movimientos voy a hacer. Ahí empiezo a buscar referentes y a hacer mi libro [habla de un cuaderno, tipo bitácora, que arma de manera espontánea]. En el rodaje, en cambio, que es el momento del oficio y del hacer, entra Marx: todo el materialismo.
Rodar es mi momento más feliz; todas las mañanas tengo que traducirle a mucha gente qué quiero y luego resolver problemas en el monitor. Lo más duro para mí es la tercera parte: el montaje. La etapa de la gran verdad, cuando uno se da cuenta de que no hizo lo que creyó que estaba haciendo.
Con Marta Andreu, que viene del documental, hablamos mucho sobre cómo iba a filmar. Me dijo: “Tienes que permitir que te pasen cosas y mirar a los lados. Los directores de ficción van con los planos tan claros que se les olvida mirar a los lados”, y ahí aparecen cosas nuevas que uno no esperaba.
Del video de las motos y los skaters para Coffee Makers en 2004, a ganar en el Festival de Cine de San Sebastián, parece un salto cuántico. Aunque no tanto, porque han pasado casi veinte años. ¿Qué se fraguó adentro durante todo este tiempo?
Yo antes tenía esa cosa que los gringos llaman fear of missing out: miedo a estarme perdiendo de algo. Yo no quería perderme de nada y que la vida sucediera sin mí. Eso, por ejemplo, ya no lo tengo. Aunque por supuesto me siguen causando mucha curiosidad el mundo y los otros seres humanos. Creo que lo que ha pasado es que he aprendido a contemplar más. Para algunas cosas he sacado callo y me he endurecido, pero para otras soy cada vez más sensible. A mí me duele mucho el mundo. La vida me parece hermosa, pero me duele. Y el vehículo que tengo para sobreponerme a ese dolor ha sido el cine.
Pero para volver a lo del video: yo soy hija de MTV. Cuando estaba en el colegio solo quería ver videos. Hoy, después de tantos años, mi relación con la imagen es cero videoclipera. De hecho, es todo lo contrario: quiero que mi reflexión sobre el mundo sea cada vez más compleja y profunda, y que eso se vea reflejado en mis imágenes. En ellas tiene que haber un cúmulo de ideas.
Yo vengo de una escuela muy diferente a todo lo que sucede hoy, cuando la gente hace cine con móviles, hay cámaras en todo lado, existe un hiperregistro de las vidas propias, y se mezclan y se hibridan lenguajes y técnicas. En lo que yo hago, al contrario, somos muy lentos para rodar, necesitamos mucho tiempo y eso significa semanas de rodaje. Y más semanas significan más salarios. Los reyes del mundo, no más por ser una película de carretera atravesando un territorio tan vasto, era una idea difícil. En eso siento una contradicción: querer ir en contravía y enfrentarme a lo sistémico, pero que lo que imagino requiera de un andamiaje tan grande. Que mis ideas tiendan a ser tan complejas.
Con una segunda película podría decirse que empezó la construcción de una obra. Cuál es la pregunta esencial que está buscando.
Para eso no tengo una respuesta precisa. Pero sí puedo nombrar una inquietud: sostenerse en medio de la dureza. Como el mundo me parece un lugar muy duro, cada vez me gusta más todo lo que se resiste a él; lo que subvierte las formas. Lo subversivo en su lectura más romántica: lo que se opone y se margina por elección. Cada vez me gusta más la belleza que no comparte el modelo de lo que, nos dicen, es bello. Por eso las cosas que más me interesan son las que se acercan a esa belleza subversiva que le responde a lo establecido. Y eso es duro en el cine porque ahí, otra vez, vivo en una contradicción: yo estoy acá en un hotel en Los Ángeles haciendo la tarea que hay que hacer para la campaña de los Oscar, y anoche, cuando aún estaba en México, me sentía muy rara. Me preguntaba por qué hacer esto me importaba… Y resulta que sí me importa, porque si lo hago bien la próxima película posiblemente me la pueda financiar un estudio y yo estoy mamada de aplicar a fondos de financiación. Los fondos supuestamente le dan a uno libertad, pero ahí también hay una validación: cómo y de qué manera nos quieren ver los europeos. En esto uno no es del todo libre.
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