Jericó: guardar el mundo en la montaña

Entre montañas hay un pueblo, en el pueblo hay un museo, y en ese museo una historia. O viceversa. La historia del Maja es, a su vez, la historia de un pueblo que es, a su vez, la historia de la conquista de las montañas. En este juego de palabras algo queda claro: el Museo de Artes y Antropología es tan jericoano como universal.

 

Por Juan Manuel Flórez Arias
Fotografías Archivo MAJA

“Este no es un viaje solo por el continente, sino por el mundo entero”, dice el presentador del museo. Y el mundo comienza a pasar por el círculo de luz sobre el escenario. Fotógrafos suizos que miran con sus lentes selvas de Chocó y calles de Ciudad de México; un artista colombiano en la Antártida que intenta fijar las formas del hielo; la obra de un español que pinta las calles de Jericó, Antioquia, en busca de un paisaje andaluz en un pueblo de este lado del Atlántico.

Cada artista dedica unas palabras a Jericó. “La tierra que piso hoy es la misma que dejé atrás”, dice el pintor español José Ruz Ruiz. Por el parlante, la voz del fotógrafo suizo Toni Kuhn pide disculpas en un español forzado por no poder asistir, y dice que para noviembre espera estar en Jericó, “y alcanzarlos en esa tierra suya entre las nubes”.

Es 30 de septiembre de 2021 y todo esto sucede en un punto apartado en las montañas. Estamos en el auditorio del Museo de Antropología y Arte de Jericó (Maja), 110 kilómetros al suroeste de la ciudad más cercana, Medellín. En un pueblo que fue bautizado con el nombre de la entrada a la tierra prometida.

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Lo primero fue contemplarse a sí mismos. Cuando el museo comenzó a existir, en 2008, sus primeras piezas de exposición fueron objetos cotidianos de los habitantes de Jericó. Cucharones, manteles, velos de ceremonia; el pueblo mismo exhibido en las paredes.

“La gente veía la exposición y decía: ‘en mi casa había una sopera igual, ¿qué pasó con ella?’, y comenzaban a recordar cómo fue que se desprendieron de las cosas”, dice Roberto Ojalvo, director del museo.

La historia de un pueblo es la historia de sus desprendimientos. Antes de ser un museo, esta casa fue una escuela de formación para mujeres en la que dictaban lecciones en francés, en 1906, cuando no había carretera para llegar a Jericó. El edificio fue luego liceo industrial, comando de policía, casa de la cultura y sede de la Secretaría de Educación.

En 2008 lo iban a demoler para hacer un parqueadero. Fue entonces cuando Roberto Ojalvo, recién jubilado como director del museo de la Universidad de Antioquia, volvió a su pueblo con un deseo abstracto. “Quería ayudar a guardar algo, pero no sabía qué”, dice. Luego elabora la idea: “Es que yo pienso que si uno no deja huella es como si no hubiera existido”.

Quería dedicarse a conservar huellas para dejar la suya. Siempre había sido así. Cuando recién estaba en la universidad, en 1979, fue uno de los fundadores del Museo Arqueológico del Suroeste. Era una colección de vasijas indígenas y adornos rituales de oro, recuperados de los enterramientos en Antioquia, el Eje Cafetero, Tolima y la Amazonia, y exhibidos por generaciones de jericoanos en las salas de las casas familiares.

Jericó es un pueblo acostumbrado a buscar tesoros en la tierra para exponerlos en sus salas. O en su museo.

El primer museo, el de arqueología, nunca tuvo una sede fija. Sobrevivió de forma itinerante durante treinta años hasta que, en 2008, Ojalvo convenció al alcalde Carlos Augusto Giraldo de recuperar las piezas y reunirlas con un museo de arte en la vieja sede de la casa de la cultura. Pero tuvieron que ampliarla. Y en lugar de agregarle plantas, decidieron que creciera hacia abajo. Pararon la casa en estructuras metálicas y excavaron para construir los salones inferiores y el auditorio. El museo fue, literalmente, una búsqueda en el suelo.

“Pero no se encontró nada”, dice Roberto Ojalvo. Ríe. Estamos en la oficina de la dirección del museo, donde trabaja hace trece años. Vive entre Medellín y Jericó, gestiona los recursos que recibe el Maja de instituciones como Comfama, Sura, la Universidad Eafit y el Ministerio de Cultura. También esos aliados han aportado a la colección de arte. Algunas obras llegan gracias a los deudores sin dinero que entregan sus cuadros a los bancos como pago. Luego, estos se los dan al Maja para que los guarde.

Cada dos meses, el museo cambia sus exposiciones temporales. “Algunos dicen que es muy seguido. No lo veo así. Tenemos que recuperar el tiempo. Tenemos un atraso de más de cien años”, dice Ojalvo.

El Maja existe hace más de una década, pero Roberto siente que llegaron tarde. En este punto entre las montañas, al que llegaron primero las lecciones de francés que las carreteras, casi todo sucede desde hace más de cien años.

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Jericó fue el quinto municipio de Colombia en tener alumbrado eléctrico, en 1906. Las piezas de la planta de energía llegaron por el puerto de Barranquilla, navegaron por el río Magdalena hasta Puerto Berrío y de ahí hasta Caracolí. Luego subieron en hombros de mulas y hombres hasta Jericó, a 1910 metros sobre el nivel del mar.

La noche del 15 de abril de 1906, el Domingo de Resurrección, el párroco Nicolás Cadavid entró a la iglesia rodeado de una multitud y bajó la palanca que hizo la luz. Trescientas cincuenta bombillas se encendieron allí, en el parque, y en las casas de los más ricos. Una crónica de esa fecha cuenta que en la iglesia lloraron y pronunciaron tres alabanzas. “A Dios, a la virgen de las Mercedes, y a Jericó”.

Aquí la historia sucedió antes de la llegada del mundo. “Las grandes cosas del desarrollo llegaron a Jericó antes que la carretera. La luz eléctrica, el telégrafo, la imprenta, el primer carro. Fuimos departamento y tuvimos un banco y moneda propia sin tener carretera. Era difícil llegar, era difícil salir, pero no era difícil vivir”, dice Nelson Restrepo, director del Centro de Historia.

Roberto Ojalvo, director del Maja, cree que esto fue posible porque el pueblo no fue construido en un cruce de caminos. “No es un lugar de paso. Quien llega a Jericó es porque viene para Jericó”.

El pueblo se fundó, como el resto de los sitios del suroeste de Antioquia, con una expedición. Hombres ricos que juntaban a varias familias en una travesía para hallar un punto vacío en las montañas y pretender que allí había un hogar. Y a fuerza de pretender lo lograban. Con el tiempo y con el sexo había gente para hacer un pueblo. Bastaba solo cierta ambición poética para que el caserío tuviera también un nombre. Aldea de Piedras fue el primero. Y luego Jericó, como la ciudad por la que los israelitas entraron a la tierra prometida, luego de cuarenta años de vagar por el desierto.

Carlos Augusto Giraldo, el exalcalde que impulsó la creación del Maja, dice que Jericó es distinto a otros pueblos porque la expedición que lo fundó, organizada por Santiago Santamaría, tenía familias escogidas por el fundador por alguna razón. Como una curaduría humana.

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En la sala hay un pintor y seis jóvenes voluntarios del museo que lo escuchan hablar. El pintor se llama Julio Monsalve y su obra se titula Una Tierra. Es una serie de cuadros abstractos, trazos de color sobre el lienzo con formas indescifrables.

El pintor cita a Van Gogh: “Uno debe volverse espectador de su propia obra. Yo soy el primer sorprendido con lo que pinto”, dice. Crear —un cuadro, un museo— es jugar a cerrar los ojos para luego mirarse. Monsalve lo hace literalmente. A veces pinta sin ver, para evitar que su cerebro componga una armonía inconscientemente.

“El impulso del hombre es irrepetible. Cada que uno da una pincelada tiene una edad distinta a la que tenía un momento antes”, dice. Lo que busca es la armonía del azar. El trazo más honesto para la edad que tiene en ese instante.

Su exposición es una de las cinco que se inauguró este fin de semana. Las otras son: Jericó con otros ojos; Extraviados; Antártida e Individuos.

En otra sala, la artista Ana María Velásquez intenta fijar otro instante. Arregla las alas de un gallinazo hecho de plástico. Su exposición, Individuos, consiste en varias aves reconstruidas “con los desechos que ellas consumen”. No es una imitación superficial. Recreó los huesos, las articulaciones, los órganos, cada pluma de sus alas; compuso radiografías que exhibió en las paredes, y ubicó cinco modelos de gallinazo en el centro de la sala en distintas poses.

Ahora los acicala, agachada, y pienso que solo ella puede tocarlos. Le digo que se ven un poco indefensos ahí abajo, posados sin una línea que los separe del público. Ella levanta la mirada y responde: “Sí, pero ellos son valientes”.

Un museo es eso: un acto de fe en la vida de las cosas. La convicción de que en ellas hay una disposición a ocupar un espacio y no otro, y que juntas componen algo más grande. Podría hacerse lo mismo con los nombres de las cinco obras temporales inauguradas en el Maja. Poner una palabra al lado de la otra, cerrar los ojos, y asombrarse con lo que surge: Individuos extraviados en la Antártida traídos a una tierra para ser vistos con otros ojos.

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La exposición dedicada a la historia de Jericó es la única fija del museo. Tiene dos salas: en la primera están las piezas de arqueología y en la segunda objetos tradicionales del pueblo luego de su fundación. Son dos momentos de la misma historia. La Jericó imaginada de la preconquista, contigua a la Jericó recordada de los últimos 170 años, en la que los habitantes del pueblo todavía pueden rastrear a sus bisabuelos.

Juntas narran la vida del pueblo antes y después de tener un nombre.

En la entrada de la primera sala, la de arqueología, hay un sarcófago. Es como una balsa de madera de dos metros, traída desde Tolima. En la habitación del lado, dedicada a la historia republicana de Jericó, la última pieza exhibida es una cuna de madera construida en el pueblo, junto a una lista de personajes que se arrullaron en ella.

Toda la exposición es un diálogo entre esos dos objetos. Comienza con el recipiente que marca el fin de la vida y termina con el que nos guarda al principio, cuando recién nacemos. La exhibición invierte el orden. Se pone primero la muerte que la vida y así cancela el paso del tiempo. Todo en un museo está dispuesto para anular el tiempo, empezando por la luz. La iluminación cenital de las salas busca evitar las sombras, que son la evidencia de la inclinación y de la caída de las cosas.

Así es la sala Jericó. No es solo una exposición de lo que son, sino de lo que ya no son. Hay maquetas de edificios demolidos, consumidos por incendios, puentes de los que no queda más señal que una fotografía antigua en la pared, rostros de personas cuyos nombres se perdieron. Es como un rompecabezas que deja visibles las piezas que faltan.

La principal de esas ausencias es la fecha de fundación del pueblo. “No tenemos el día exacto de la fundación de Jericó. Ningún documento que diga qué día llegó don Santiago Santamaría aquí. Hay una ordenanza de 1850 que funda el pueblo, y es la fecha que celebramos, pero cuando se declaró fundada la Aldea de Piedras ya había casas. Jericó tiene más años de los que contamos, pero no podemos decir cuántos”, dice Nelson Restrepo, del Centro de Historia.

La historia de Jericó se parece al acto de fe de seguir llevando la cuenta. A ese inventario del mundo que guardan en la montaña.

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