Escalera al suroeste

Los últimos años han llevado al teatro Pablo Tobón Uribe a mediar por todas las artes escénicas del departamento. En septiembre, el equipo directivo estuvo en La Estrella, Marinilla, El Carmen de Viboral, Jericó y Támesis, en un espacio de mentorías que atraviesa todo el espectro artístico. También abrieron sus puertas para traer orquestas sinfónicas y compañías teatrales de los municipios de Antioquia al centro medellinense. Entre grupos de Copacabana y Necoclí, estuvo a su vez La Escalera, de Pueblorrico. Una propuesta crítica que, como tantas en los pueblos, tiene que sortear la política local, las distancias y la escasez de espacios. Pero que a pesar de eso demuestra que se puede hacer arte en cualquier parte. Súbanse a este bus.

 

Por Simón Murillo Melo
Fotografías Archivo Teatro Pablo Tobón Uribe

El 1 de septiembre la compañía de teatro La Escalera presentó su última obra, Ciudad Proyecto, en el Pablo Tobón. La sala estaba medio vacía, pero todavía respetable, y con el cierre de las cortinas los actores formaron una larga línea para doblarse ante el público. Alguien le trajo una botella de vino al director de la compañía, Javier Arredondo, quien se veía algo perdido en el escenario, tal vez abrumado, tal vez cansado. Arredondo agradeció al público, al teatro, a su compañía. Dijo unas palabras; se fue.

La Escalera, como Arredondo y la mayoría de sus integrantes, es de Pueblorrico, uno de los municipios más pequeños del suroeste de Antioquia y el único con una compañía teatral activa. Ciudad Proyecto no solo fue la última obra montada, sino —probablemente— la última de La Escalera con su director. No es la primera vez que los integrantes se desbandan: la mayoría son estudiantes de bachillerato. Y en un pueblo los jóvenes se van. A Medellín, por ejemplo: a trabajar, a terminar el colegio, a hacer la universidad. Ahora es Arredondo el que está alcanzado por el tiempo. Y él, como coincidieron todas las personas a las que entrevisté para este artículo, es irremplazable: él es el dramaturgo residente, el instructor, el gestor, el fundador.

Arredondo es delgado, narizón, carismático, a veces habla en tercera persona, no se quiere vacunar; un amigo lo describió como “un personaje puramente antioqueño: el loco del pueblo”. Sus obras suelen ser políticamente obsesivas, frenéticas, angustiosas. Ciudad Proyecto es un enredo de colegiales pensando el sexo, los falsos positivos, los paracos, la policía. Los diálogos son crípticos, el tiempo es un trampolín, hay máscaras y sombras; el primer beso y el primer muerto caminan de la mano. Como los actores son colegiales de verdad, y como en los últimos meses a la tomba se le atribuye por lo menos ochenta jóvenes asesinados y sesenta desaparecidos, el impacto es inevitable.

La Escalera empezó hace dieciocho años haciendo costumbrismo, aunque pronto se convirtió en una preocupación estética y política “demostrar que en los pueblos se hace otro teatro”. Eso no ha alejado a Arredondo de la tradición: escribió un libro, Nuestro teatro, sobre la historia teatral pueblorriqueña desde 1918: sainetes, alabaos, cuenteros, culebreros. Esas investigaciones se juntaron con la historia cultural y política de la región para permear todo su trabajo, así como lo hicieron la catástrofe de la izquierda política y el impacto de la guerra en el pueblo. La Escalera empezó a viajar con frecuencia por la región y a presentarse en teatros grandes. El nombre fue natural: llegaban a los teatros a lomo de bus de escalera.

Cuando creó la compañía Arredondo tenía veintiún años y camellaba en el campo “recogiendo café, voleando azadón”. Para entonces ya había pasado lo peor de la guerra, que alcanzó su pico en el municipio en el 2000, aunque para entonces el pueblo estaba desierto. Suroeste, la obra de Arredondo sobre su punto cardinal, está dedicada con apropiado melodrama a “las lágrimas de los niños”. Hoy vive menos gente allí que en 1993, porque el desplazamiento desarraigó a miles. Muchos no han regresado, ni regresarán.

En los años setenta Pueblorrico era un hervidero. Elkin Osorio, Germán Darío Ledesma e Ignacio Betancur, tres curas con el espíritu del 68, montaron un ambicioso programa social que resultó en varias organizaciones municipales, entre ellas un capítulo de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos y una cooperativa. Un texto del 2020 recoge el testimonio de un campesino: “Todos defendían la cooperativa; los que se oponían eran los ricos del pueblo, los grandes finqueros y la misma Alcaldía”. El ELN y el M-19 se aprovecharon y entraron a la región; El Batallón Bomboná respondió asesinando a Betancur en 1993. En el 2000, integrantes de la Cuarta Brigada del Ejército, comandada por Eduardo Herrera Berbel, dispararon con fusiles y lanzagranadas durante cuarenta minutos contra estudiantes de primaria que hacían una caminata ecológica en el cerro Nochebuena, en la vereda La Pica. Seis niños fueron asesinados; la impunidad es total.

En 2010 Arredondo escribió El Paso, una obra sobre esa caminata a Nochebuena, que se convirtió en su primer éxito y llevó a “niños, señores, señoras” en masa al teatro. El prestigio de La Escalera se disparó y con él las exigencias: “¿Con qué va a salir el grupo este año? La gente lo presiona a uno”, me dijo Arredondo. Empezó a combinar obras menos cruentas con sus trabajos históricos; hizo títeres, magia, comedias, “para no aburrir al público” en obsesiones políticas. La gente, “a pesar de que solo hay dinero a final de año, por la cosecha de café”, le entregaba billetes grandes en la entrada.

La agenda cultural pueblorriqueña germinó: en dieciocho años La Escalera montó más de setenta obras —incluidas diez obras de su director—, e hizo más de seiscientas funciones. Los actores llegaron desde los colegios y, especialmente, de los semilleros de teatro de Arredondo. En un momento, por lo menos cien niños estaban estudiando teatro con él.

José Manuel Ospina, actor de La Escalera de veintiún años, cuenta que “en un pueblo en el que hay muy pocas cosas que hacer, el teatro era una escapatoria de lo cotidiano”. Después de cada función, Arredondo abría un conversatorio para discutir la obra y la política local y nacional, momentos que se hicieron fundamentales en sus presentaciones. Todo esto por fuera de un teatro físico: con frecuencia en bodegas y colegios; las luces y los vestuarios corren de cuenta del director, porque en Pueblorrico no existe ninguna infraestructura teatral real.

Hace varios años el municipio prometió construir un teatro de verdad, pero un cambio de administración “enredó” la construcción; la alcaldía, que es el empleador de Arredondo, lo contrata por meses intercalados por suspensiones inexplicables. Aun así se mantiene, en buena parte gracias a las donaciones de los espectadores (y de sus actores, a los que recurre cuando está corto de dinero para el montaje de algo). Cada tanto se mama y amenaza con tirar la toalla, aunque nunca llega lejos. Esta vez el abandono municipal se une con la ambición de abrir trocha: Arredondo quiere hacer un posgrado, llegar a otros teatros, irse a la ciudad.

Hoy, las montañas todavía suenan: “Paramilitares discretos, pero todavía ahí”. Bandas satélites del Clan del Golfo y la Oficina de Envigado masacran cada tanto en las fincas cafeteras de la región: los blancos son con frecuencia migrantes venezolanos. La AngloGold amenaza con desembarcar y transformar valles y montañas a su voluntad. Pocas cosas cambian, algunas cosas cambian.

A José Manuel Ospina, La Escalera le salvó la vida: “Se convirtió en mi hogar”. Esa es la mayor aspiración de la cultura: ser un sitio de encuentro. El trabajo de Arredondo no empieza, ni mucho menos, con sus obras. Su legado, como el de todos los artistas exitosos, es haber roto tabúes y dejar escuela. Si Arredondo va a Medellín buscará trabajo de recreacionista o mago, para sostenerse; en muchas formas volverá a empezar. Ospina dijo que puede hacerlo: sus estudiantes, está seguro, mantendrán vivo su legado. “¡Que se vaya a la puta mierda!”, me dijo.

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