Un eterno templo del rock

Hubo un tiempo, por allá en los noventa, en que tener las muñecas forradas de manillas por la asistencia a los conciertos de Mederock era un signo de prestigio entre roqueros. El escenario para estos rituales era el teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz, un espacio con la mística para ser un templo de la distorsión, el bautizo de fuego para muchos grupos de la ciudad. Ahora, renovado, busca volver a la magia de aquellos días.

 

Por Diego Londoño / @Elfanfatal
Fotos de archivo: Román González

Un afiche empezó a circular por los muros de la urbe; en él se veía a cinco muchachos de pelo largo, pañoletas en la frente, chaquetas de cuero y actitud retadora. Ellos estrenarían para el rock de Medellín el teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz. Una radio independiente, Radio disco ZH, anunció el concierto que cambiaría muchas cosas en la ciudad. Sábado 14 de marzo de 1987: Kraken en concierto. Por primera vez en ese lugar casi desconocido y rodeado de montañas.

El montaje de aquel espectáculo fue impresionante para la época: una infraestructura con luces, buenos equipos, organización en la entrada, cámaras y amplio personal logístico. Esa noche, además del concierto, Kraken grabaría los videos de algunas canciones. Era una banda nueva que generaba expectativa, al igual que el lugar.

La banda iba por la quinta canción y la gente vibraba. Elkin Ramírez, vocalista, no paraba de moverse de un lado a otro; vestía una camisilla azul oscura, un pantalón café y llevaba una manilla ancha de color blanco en su muñeca derecha; Ricardo Posada tenía una camiseta negra y una guitarra tipo Les Paul; Hugo Restrepo, una camisilla roja y su guitarra blanca con rayas rojas, tipo Flying V. En un momento, Elkin cargó en brazos a Hugo y alentó al público para el inicio de un solo de guitarra.

De repente, ocurrió lo que algunos integrantes de la banda y fanáticos temían: llegó una lluvia de piedras, envases y objetos contundentes dirigidos al escenario.

Kraken era una banda con muchos contradictores en la escena punk y metal; las razones, injustificadas, un radicalismo absurdo que se extendió no solo a esta banda sino entre géneros. Con Kraken sentían rabia por considerarlos “los burgueses del rock de Medellín”. Muchos metaleros y punkeros planearon este ataque, reunieron las piedras y esperaron ese día.

“Si esta fuera mi casa, todos serían bienvenidos, pero no es mi casa, así que tenemos que respetar. Necesitamos que se corran de acá para arriba, solo un poco por favor, si no entonces el concierto se detiene…”, dijo Elkin tratando de calmar los ánimos. Sin embargo esas palabras generaron el efecto contrario. El concierto se convirtió en una batalla campal.

Los integrantes de la banda trataron de seguir a pesar de la arremetida, pero cuando vieron un hueco en el bombo y a varias personas del público heridas decidieron salir del escenario escoltados por la policía.

Luego de esa noche, las autoridades municipales optaron por cerrar el teatro que hasta ahora tomaba vida y sonido.

El teatro

Si nos vamos atrás, muy atrás, todo inicia en 1665, en uno de los siete cerros tutelares de Medellín, el Cerro de la Casita, que pasó de dueño en dueño, primero fue de doña Marcela de la Parra y Márquez y luego de intercambios, negocios y tranzas quedó adjudicado a la familia Cadavid a través de don Apolinar Cadavid Restrepo, uno de los fundadores del municipio de Salgar. Cambió de nombre, se empezó a llamar el Cerro de los Cadavíes y continuó siendo un lugar inhóspito hasta que, en 1929, gracias a la iniciativa del Concejo de Medellín y la Sociedad de Mejoras Públicas fue adquirido por la municipalidad.

Tras la adquisición, el Concejo de manera pública invitó a los habitantes de la ciudad a votar para elegir un nuevo nombre para este cerro. Entre las opciones estaban: Cerro de los Alcázares, Cerro Aburráes, Cerro Ayacucho, Cerro de Bárbula y Cerro Nutibara, quedando ganador este último, en homenaje al Cacique Nutibara. Su nombre completo es Área de Recreación y Parque Ecológico Cerro Nutibara.

Ya con el predio listo y la proyección de lo que sería un gran parque para la ciudad, en 1979 se empezó a visualizar el diseño y desarrollo de un anfiteatro sobre la ladera norte.

En noviembre de 1980 a este proyecto, aún en planos, se le dio nombre, teatro Carlos Vieco Ortiz, como un homenaje al músico y compositor antioqueño, muerto el 13 de septiembre de 1979. Carlos Vieco fue considerado como el Schubert antioqueño, y la importancia de su figura y de su prolífica obra fue razón suficiente para bautizar al teatro que apenas se empezaría a construir. La obra de este músico, que falleció a los 79 años, está compuesta por 403 bambucos, 273 pasillos, 55 guabinas, 86 danzas, 48 villancicos, tres zarzuelas, 24 canciones infantiles, una misa folclórica colombiana, 150 valses, cuatro obras de música religiosa, 28 pasodobles, veinte tangos, diez boleros y 258 himnos, incluidos el de Santa Fe de Antioquia y el de Herveo, Tolima.

El diseño propuesto desde Planeación Municipal comprendía un lugar con forma semicircular para mayor visibilidad de las 3800 personas que podrían acceder, un área de 1300 metros cuadrados, un escenario con un radio de diez metros, graderías con treinta centímetros de ancho y con un ángulo de abertura de 135 grados, veinticinco filas centrales y veintidós laterales. Gradas levantadas en concreto al igual que el escenario. Una especie de sótano situado en la parte baja donde se acondicionarían camerinos, servicios y oficinas, más un acceso peatonal y otro para desplazar los elementos esenciales para las presentaciones. El plazo de ejecución de la obra fue propuesto para 160 días y adjudicado a la empresa de construcción Restrepo Sánchez.

Por la morfología del cerro, los diseños se inspiraron en los anfiteatros de las ciudades del imperio romano. Esta estética además permitía la visibilidad de manera óptima para todos los asistentes. Óscar Mesa Rodríguez, arquitecto diseñador de la concha acústica, tenía como reto vencer la ladera y la humedad del cerro.

Finalmente, y luego de varios cambios y evidentes retrasos, el teatro al aire libre Carlos Vieco se estrenó el 11 de agosto de 1984 gracias a la Alcaldía de Medellín a través del departamento de diseño de Planeación Metropolitana.

En aquellos tiempos, el escenario estaba forrado en tablillas de madera y los espectadores descansaban en sillas con espaldar blanco con rojo que habían sobrado de la construcción del estadio Atanasio Girardot.

Había dos camerinos con bancas tipo cárcel en cemento, una zona de duchas y unas ventanas con celosías, casi siempre quebradas, que dejaban ver desde allí el escenario. Casi desde el inicio, los camerinos sufrieron de humedades, y las paredes pintadas con cal se descascaraban con los meses.

Ya afuera, escalas arriba y abajo, barandas que cruzaban la montaña y una oficina de taquillas que nunca funcionó pues los asistentes entraban con boleta en mano.

Ese lugar en la agreste montaña, con una humedad irremediable, fue la nueva casa para el rock de Medellín. 

La casa del rock

En los años ochenta, en medio de una crisis social y política en la ciudad, el músico Jorge Montoya, recordado por ser fundador de la agrupación Carbure, brindó un concierto de sintetizadores en el teatro. El concierto fue anunciado por El Colombiano, y ese anuncio fue visto por Fernando Sierra, un adolescente curioso por los sonidos electrónicos y el rock. Llegó al cerro, se sentó, se acomodó y observó con atención el escenario donde estaba Jorge Montoya al lado de su Roland 1-106. Jorge brindó una presentación de una hora y veinte minutos, solo él y su sintetizador, moviendo patrones, parámetros, cambiando sonidos y llevando a los asistentes por un viaje sonoro no antes escuchado en Medellín. Los sonidos espaciales, las improvisaciones y el virtuosismo fueron la vida de ese concierto. Luego del recital, Fernando subió al escenario en silencio y sin que nadie se percatara, ojeó los sintetizadores, las anotaciones y todo lo que Jorge Montoya había preparado para tocar. Fernando aún no tenía una banda ni se dedicaba a la música, pero esa noche fue decisiva para lo que tiempo después se convertiría en unas de las agrupaciones más importantes de Medellín y Colombia: Estados Alterados.

Y fueron ellos mismos, Estados Alterados, luego de tres años de la lluvia de piedras, el boicot y el cierre que generó el primer concierto de Kraken en el Carlos Vieco, los encargados de la reapertura del teatro en un concierto nocturno en 1990, recital que recibió a una nueva generación de músicos y público que revitalizaría el reinicio. Luego todo fue una fiesta rocanrolera, con las uñas pero sin mugre.

Mederock y Antonio Escobar

El teatro no fue solo una escuela para músicos, sino para periodistas, fotógrafos, sonidistas, luminotécnicos y mánager, que en ese momento cumplían la función de fanáticos enfermizos que ayudaban a otros amigos a hacer sus sueños musicales realidad. En este rol de representante musical, aparece la figura de Antonio Escobar, un melenudo, canoso, con nariz afilada, fumador empedernido que siempre estaba a media caña y que además tenía la vitalidad de una locomotora. Su apodo fue Toño Puta porque esa palabra, “puta”, lo acompañaba en su vocabulario cotidiano para arriba y para abajo. A él se le metió el cuento de ser mánager y lo logró con Ekhymosis y Perseo; además, emprendió la tarea de organizar presentaciones en el Carlos Vieco. Su sueño se materializó en un circuito de conciertos que revitalizó la energía juvenil del teatro: Mederock.

Esta iniciativa creció en las mismas graderías del teatro y se hizo fuerte gracias a la gran afluencia de bandas que querían tocar ahí. Antonio hizo de Mederock una marca, consiguió patrocinio del Inder y se consolidó como un encuentro obligatorio para muchos roqueros de Medellín que se sentían protegidos por esas montañas y por esa distorsión que menguaba el grito de la violencia allá afuera.

Este encuentro, que comenzó en 1993, se realizaba los sábados de dos a seis de la tarde; el ingreso valía ochocientos pesos para adultos y quinientos pesos para niños, e inexplicablemente a las bandas no les pagaban; en realidad a nadie le importaba: lo único que importaba era poder tocar y estar con los amigos. Sumado a eso, los mismos músicos conseguían el sonido, los amplificadores, la batería y todo lo que necesitaran para tocar; era una escena viva, el hazlo tú mismo se cumplía como un manifiesto de lealtad al rock. Y en esa dinámica crecieron bandas como Marimonda, Neus, Frankie Ha Muerto, Masacre, Skullcrusher, Antagon, Tenebrarum, Juanita Dientes Verdes, Athanator, Requiem, Bajo Tierra, Deimos, El Pez, entre muchísimas otras. Entre todas crearon un movimiento fuerte, referente en el país y cronista de una época perversa.

Gracias a Mederock, el Vieco fue el primer acceso que muchos tuvieron a un teatro. También, como si ese cerro fuera tierra fértil para las artes, el 28 de abril de 1991, con una mesa, un micrófono, un par de amplificadores y miles de personas con oídos y poros abiertos, la corporación Prometeo le daba la bienvenida a la ciudad a un evento mundial, el Festival Internacional de Poesía de Medellín. Un corazón palpitante que recibía visitantes de muchos lugares del mundo para escuchar versos en medio de las montañas.

Los conciertos

Todos querían tocar en el Carlos Vieco, todos lo veían como el acto de graduación en el rock, todos, con honor, alzaban el pecho y decían a los demás: “Sí, yo toqué en el Vieco”. Era un tema de prestigio, sin lugar a dudas.

El primer concierto de Aterciopelados en Medellín, por ejemplo, fue en el Vieco. Allí hicieron la presentación de su primer disco, Con el corazón en la mano, en 1993. En esa oportunidad viajaron ligeros de equipaje, los instrumentos con los que tocaron fueron prestados por Juanita Dientes Verdes. Aterciopelados aún era una banda de garaje que vestía de punkeros. Héctor Buitrago tenía dreadlocks y Andrea Echeverri, rapada, lucía un pedazo de cabello liso colgando sobre la frente. Andrea recuerda que el sonido que ella tenía en Medellín jamás lo había tenido en Bogotá; en la capital cantaba las canciones porque se las sabía, pero realmente en Medellín, en el Vieco, pudo oírse con claridad. Ese concierto lo recuerda la gente porque Héctor, de la emoción de estar tocando allí, se tiró de bruces al público, con el bajo conectado al amplificador, volando por los aires hasta darse de frente contra las graderías y romperse la cabeza.

Lo mismo pasó en 1992 con la agrupación Skullcrusher y su vocalista Román González. Ese fue el primer concierto suyo en aquel escenario, quizá por eso su osadía lo llevó a lanzarse al público, en un perfecto stage diving casi en cámara lenta, mientras veía que la gente se le quitaba del frente y él caía de cabeza contra las sillas empotradas en el pavimento. Ese golpe le cambió tanto la vida que, casi treinta años después, sigue anclado al teatro. Hoy es el administrador.

Las filas interminables para entrar al Vieco son recordadas por todos, bajo la lluvia o el sol inclemente. Desde abajo, en la base del cerro, siempre se veía a una horda de roqueros caminando con botellas de vino en las manos, camisetas de bandas de metal y punk, y las melenas al viento listas para vivir jornadas de distorsión que hoy ya no se viven o por lo menos no con el mismo espíritu. En la entrada, una manilla era la identificación para el acceso, manillas que por lo general tenían mensajes alusivos a los programas de turno de la Alcaldía: “La tierra es la casa de todos…”, “El tesoro más grande es el agua”.

Bajo Tierra fue otra de las agrupaciones que cambió para siempre la historia musical de Medellín. La banda, por supuesto, también es recordada por esos conciertos enérgicos en el Vieco, en los que el frontman, Camilo Suárez, vistiendo una camiseta del Chapulín Colorado, utilizaba un chipote chillón para paralizar al público y luego ponerlo a saltar. En uno de estos conciertos, el protagonista fue Felipe Naranjo, el roadie de Bajo Tierra en ese momento. Una caja llegó a los camerinos de la banda, al abrirla la encontraron llena de medias de ron. ¿Quién pidió eso para un camerino de una banda de rock que no le temía a nada? En efecto no temieron, y todos los integrantes se emborracharon. La labor de Felipe, además de cuidarlos, era afinar las guitarras y el bajo, dejar los instrumentos listos para el toque y estar atento a lo que ocurriera mientras tocaban. El ron hizo de las suyas y ni él podía afinar las guitarras, su cabeza daba vueltas y el sonido a alto volumen no ayudaba. Ya podrán imaginarse lo que pasó con el resto de la banda. Un éxtasis acelerado en épocas del disco Lavandería Real. Felipe, como roadie, dejó de preocuparse por los instrumentos y con rapidez, desde atrás del escenario, tomaba carrera y se lanzaba a merced del público cuando sonaba alguna canción que le aceleraba el corazón.

Pero no solo golpes y pogos peligrosos se veían en el teatro al aire libre. También otro tipo de momentos que muchos guardan en la memoria, como la historia de Cynthia Rincón y Jaime Ocampo, vocalista, guitarrista y líder de Athanator. Gracias al teatro y a un concierto de la banda, Cynthia y Jaime construyeron su amor de rocanrol, tiras cómicas y gatos. El camerino del Vieco los juntó, los unió en un abrazo y en un beso en la trasescena metalera. Desde ese momento en el teatro siguen juntos, luego de veintitrés años compartiendo sus bodas de agua repletas de rocanrol.

También hay momentos musicales inolvidables. La banda Requiem protagonizó una instantánea de felicidad para muchos roqueros. Jorge Mejía, el baterista, ensayó durante días en largas jornadas un solo de percusión tocado con las manos, sin las baquetas. Esa tarde Jorge tenía frente a sus ojos dos baterías dispuestas para generar la magia que todos allí esperaban. La canción Moby Dick de Led Zeppelin, interpretada originalmente por John Bonham, se hizo realidad, pero ahora con los dedos, con las manos de Jorge, sin baquetas, en ese momento de virtuosismo británico traducido a un sueño rocanrolero paisa. La escena surreal contrastaba con la precariedad del evento. Los integrantes de Requiem y de otras bandas tenían que poner dinero de sus propios bolsillos para pagarle a la policía —en este caso a policías bachilleres— por el acompañamiento en el concierto, necesario para el control del desorden que los mismos conciertos generaban.

Neus, la banda fundamental para darle sonido al industrial en Colombia, tendría allí el segundo concierto de su carrera. El flyer con el que empapelaron la ciudad prometía que tocarían en una caja negra. ¿Cómo? ¿Una caja negra en el teatro Carlos Vieco? ¿Como las de los aviones?, se preguntaban los curiosos. Y sí, efectivamente cuando los asistentes llegaron al Vieco encontraron unos palos en cada esquina del escenario, unidos por bolsas de basura negras. Allí, dentro de esa escenografía parecida a la de un barrio en invasión, tocó Neus, una expectativa acomodada a los recursos de la época. 

El 8 de mayo de 1993 un artefacto extraño con un sonido agudo y frotado por un arco apareció en el escenario del teatro. Tenebrarum estaba sobre las tablas y con su canción Otoños de Alcohol instauró para la memoria la primera vez que en Colombia salió en escena un violín con una banda de metal en vivo. Era el violín de David Rivera. El público no lo podía creer, el pogo y los saltos se tardaron en aparecer, la sorpresa fue la reina del lugar. Además, en ese mismo concierto, la violencia entró sin aviso. Un hombre acelerado y en estado de pánico llegó corriendo al teatro, bajó por las graderías, se trepó al escenario y mientras David tocaba, se aferró a su pierna, sin soltarla. Otros tres hombres, armados, recorrían el lugar queriendo asesinarlo. Al hombre, el Ejército lo sacó escoltado del lugar. Todo con la banda sonora del metal de Medellín.

Este es solo un caleidoscopio de la cantidad de sueños musicales que se gestaron en este espacio mítico de Medellín. Bandas como Radio Burdel, La Prole, Esfinge, El Pez, Polvo de Indio, Frecuencia, Ameba Púrpura, Antagon, La Pestilencia y muchas de las ya mencionadas cargan bajo su apellido haber asistido y tocado en el templo del rock de la ciudad, un teatro que a muchos les dio la oportunidad de ver grupos que luego se convirtieron en leyenda y que convirtió a Medellín en la capital del rock de Colombia.

Esta ciudad ha sido injusta con su memoria. Medellín ha perdido varios teatros representativos, el Circo Teatro España, el Teatro Bolívar, el Teatro Junín. Todos los hemos perdido, pero el teatro al aire libre Carlos Vieco ha resistido la maleza, la burocracia, el rock duro, el punk anárquico, el metal extremo, la poesía incendiaria y la vida de miles de jóvenes que construyeron su vida ahí.

Este teatro también ha sido escuela de aprendizaje, laboratorio de ideas y cantera de héroes sonoros. Hoy renace, se remodela, deja la melancolía de lado, vuelve a ser visitado por nuevas y clásicas generaciones, y su nostalgia resuena para volver a ser el pulmón musical de Medellín. O al menos eso esperamos.

Relacionados

El concierto incierto

Entre las muchas acciones artísticas del proyecto Nacido en cuarenta, una de ellas buscó combinar la fotografía y la música para documentar la pandemia en Medellín. El resultado: cincuenta minutos inquietantes en los que vemos —y oímos— la manera en que estos meses nos han cambiado la vida.

Leer Más »

Comparte este texto:

© Copyright 2020 – Universo Centro y sus aliados, todos los derechos reservados.