Foto cortesía de Otraparte.
Cada año, decenas de personas realizan el camino descrito en Viaje a pie. Con libro en mano, los caminantes recorren potreros, montañas y pueblos, buscando la relación entre una obra publicada hace casi cien años y el ahora. Desde la Corporación Otraparte trabajan para que esta iniciativa se mantenga, y más caminantes viajen, entre sudores y alegría, por los pensamientos del Brujo de Otraparte.
Por Ricardo Cruz
Fotografías de Sergio González
Finalizando diciembre de 1928, el escritor y filósofo antioqueño Fernando González y su entrañable amigo Benjamín Correa emprendieron una poética quijotada: viajaron desde Medellín —en aquel entonces una ciudad joven, aún virgen en sus laderas, de aires clericales y urgencias capitalistas— hasta Buenaventura —un pueblo de aire denso y caliente, festivo y bullicioso, ubicado a orillas del embrujador mar Pacífico—. El trayecto, algo así como unos 350 kilómetros, conectó a Medellín con El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura, Armenia y Los Nevados.
Lo realizaron “a pie y con morrales y bordones” en tiempos en que trochas y caminos precarios conectaban las crecientes urbes con caseríos recién conformados y pueblos coloniales olvidados a su suerte. A lo largo del camino no faltó quien los tildara de locos, desvariados, vagabundos e, incluso, de tipos peligrosos. El párroco de Aguadas, por ejemplo, tras recibir al par de aventureros caminantes en el despacho de la casa cural les dijo que “un viaje así, a pie, apenas para cumplir una penitencia”. El maestro González le respondió: “Padre, nosotros somos unos penitentes”.
El diálogo quedó para la posteridad en el libro Viaje a pie, un precioso escrito que Fernando González fue amasando y puliendo en posadas, fincas, despachos parroquiales y pueblos desperdigados sobre los pliegues, picos y laderas que muestra la Cordillera Occidental a lo largo de todo el camino. Quizás fueron estas circunstancias las que hacen de esta obra una aguda reflexión filosófica sobre la influencia religiosa en la vida política del país, el valor supremo del amor, los problemas de la nación colombiana, los modos de vida y las formas de pensar del antioqueño (lo que refinadamente se ha denominado el ethos paisa), que resultan tan actuales como pertinentes.
Foto cortesía de Otraparte.
Para quien resultó bastante tortuoso el Viaje a pie fue para la iglesia católica, que lo rotuló como “lectura no recomendable” cuando fue publicado por primera vez en Colombia, en 1930. Sin embargo, ello no impidió que, con los años, fuera uno de los textos más valorados dentro de la obra del escritor nacido en Envigado, “uno de los más destacados en cuanto a número de ediciones y ventas y reconocimientos por parte de otros autores. Este fue su tercer libro después de Pensamientos de un viejo y Una tesis. De alguna forma, no sabemos cómo, llegaron algunos textos de Fernando González a Jean Paul Sartre y este le da un gran reconocimiento a este libro; de hecho, otros textos como El remordimiento se tradujeron al francés, país donde tuvo mucho eco su obra”, según me explicó Daniel Suárez, conocedor de la obra del filósofo y comunicador en la Corporación Otraparte, donde se honra la memoria, la obra y el aporte social y cultural del escritor y filósofo.
Foto cortesía de Otraparte.
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José Lubín Torres es geógrafo de profesión y un apasionado por los viajes a pie y los caminos. Ha estado metido entre el monte desde que aprendió a caminar en su natal Pácora, hace más de cuarenta años. Llegado el momento, decidió que sus estudios profesionales y sus actividades laborales fueran armonizándose con sus pasiones: no solo disfrutaba de los caminos y las trochas, quería estudiarlos a profundidad y poder vivir en algún momento de ellos.
Gracias a eso obtuvo una beca para estudiar en Alemania, país en el que estuvo entre 2005 y 2009. Allí logró profundizar en una disciplina que conoció empíricamente en Colombia: la caminería, el estudio de los caminos, los itinerarios y todo lo relacionado con estos, como su recuperación y conservación. Estando en tierras teutonas, José Lubín leyó por primera vez Viaje a pie.
“Estaba en Alemania estudiando un doctorado cuando un amigo me recomendó que me leyera el libro; que lo leyera a ver si podíamos crearnos unas caminatas como las que hizo Fernando González”. Al regresar a Colombia se conectó con los grupos de caminantes que existen en Antioquia; el vínculo aún permanece: hoy preside la Organización Caminera de Antioquia. La literatura siempre estuvo ahí, acompañándolo. No es de extrañar entonces que unas de las primeras cosas que hizo al volver fuera reunirse con un grupo de amigos que compartían sus mismas pasiones y proponerles que emprendieran un viaje a pie, siguiendo la ruta que 93 años atrás había recorrido el maestro González.
“Lo hicimos en Semana Santa de 2009, si la memoria no me falla. En esa ocasión fuimos como ocho personas solamente y caminamos de Medellín a Aguadas; llevábamos todo y no contratamos carro. Nos demoramos como cinco días. Antes del viaje contactamos varias comunidades para que nos dieran hospedaje y alimentación. En ese momento no se acostumbraba hacer caminatas que demoraran más de dos días y nosotros fuimos los primeros que hicimos una caminata de varias jornadas. Repetimos el viaje el año siguiente y esa vez fuimos de Aguadas a Manizales; también nos demoramos como cinco días y ya en esa ocasión fuimos dieciséis personas”.
La experiencia resultó tan intensa que no solo terminó repitiéndose todos los eneros de cada año, sino que también dejó de ser una actividad exclusiva para caminantes de alto kilometraje para convertirse en un recorrido turístico donde basta el gusto por la literatura y los deseos de salir a caminar para participar.
José Lubín lo describe como una travesía literaria, cultural y paisajística que busca conectar Envigado, en el valle de Aburrá, con Manizales, la capital caldense, pasando por los municipios de El Retiro, La Ceja, Abejorral, Sonsón, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu y Neira. Se trata de un recorrido de 280 kilómetros en el que se caminan poco menos de 195 kilómetros por espacio de diez días; es decir, la mitad del trayecto caminado por Fernando González y don Benjamín Correa, pero con algo más de comodidades.
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Fue un lunes de mediados de julio de 2021 cuando Daniel Suárez y yo conocimos a José Lubín. Fue también en esos días que comencé a leer, por primera vez en mi vida, Viaje a pie. Nos dimos cita un puñado de hombres en la Loma del Escobero, en Envigado, con el propósito de emprender una caminata de tres días cuyo destino final era el municipio de Abejorral, y así vivenciar una pequeña parte del recorrido que hizo el Brujo de Otraparte. Iban con nosotros Sergio y José Julián, para quienes también era nuevo el camino, no tanto así la obra del filósofo; y Luis, erudito en ambas materias. Nuestro primer destino era la vereda Pantanillo, en El Retiro.
Desde que comencé la lectura del libro, pocas horas antes del encuentro con mis compañeros de caminata, no dejé de preguntarme por qué Fernando González se lanzó a las entrañas de un país que, para ese entonces, apenas sanaba las heridas que dejó la guerra civil de los Mil Días. ¿Qué tan tortuoso fue su viaje? ¿Qué tan tortuoso sería ahora el mío? No dejé de pensar en ello mientras iba camino a la Loma del Escobero.
Dejamos atrás el bullicio de la ciudad y nos internamos en un bosque un tanto escarpado, difícil para personas que, como yo, no acostumbramos a realizar estas proezas. Íbamos en fila india, lo suficientemente juntos como para escuchar las explicaciones de José Lubín. Trataba de no perder el paso y encontrar mi propio ritmo, como bien lo sugirió González: “Cada individuo tiene su ritmo para caminar, para trabajar y para amar”. Al cabo de un par de horas llegamos al alto de San Luis, a poco más de 2400 metros sobre el nivel del mar; una hora más tarde, nos encontrábamos en el Mirador de los Caminantes, a 2850 metros de altitud.
Desde allí se observa, imponente, una llanura que se extiende de norte a sur, tapizada en concreto y cemento ocre, bordeado por montañas a izquierda y derecha y cubierta de una densa y opaca nube gris: Medellín. Fernando González también paró allí, en el mismo mirador, a contemplar la Medellín de su tiempo, “con menos aires cosmopolitas y mucho más verde en sus alrededores”, dijo José Lubín, quien aprovechó para sacar de su mochila el Viaje a pie y leernos un fragmento en voz alta: “El ignorante se aburre en los caminos, solo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia”. Bella frase que, sin embargo, me sonó a indirecta. “¡Y eso que venimos a buen ritmo!”, pensé.
Continuamos nuestro camino con dirección a la vereda Normandía de El Retiro, serpenteando una montaña que tiene fama de traicionera. Allí, los sietecueros, los yarumos, los tabaquillos, los saucos, los encenillos forman un bosque espeso por donde tímidamente se filtra la luz del día. Comenzamos a saborear el lado amargo del viaje. La comitiva se estiró. A la cola, José Julián, el gordo de Gordo’s Project, trataba de encontrar su propio ritmo mientras que, a su lado, Luis, un apasionado por las catleyas y caminante con amplio recorrido, exclamaba lo suficientemente alto como para ser oído por todos: “¡Ustedes por estar caminando con ese afán no están apreciando la belleza de orquídeas que hay por acá!”. Adelante, casi imperceptible por lo tupido del paisaje, José Lubín encabezaba la caminata a un ritmo marcial, seguido por Daniel, que se esforzaba por seguirle el paso. “Es que nos puede agarrar un aguacero por acá. Esta zona es muy lluviosa y es mejor caminar rapidito”, respondió José Lubín cuando le preguntamos por qué íbamos tan rápido.
Traté de ubicarme en la mitad del pelotón para no perderle el paso a nuestro guía y así no terminar siendo una historia más de las que nos contó: de hombres y mujeres que decidieron internarse por estos caminos y tuvieron que ser rescatados por organismos de socorro días después al borde de la hipotermia y la deshidratación crónica. Otros aún son buscados con insistencia, como Sebastián Antonio Restrepo, de quien no se tiene noticia alguna desde el pasado 17 de mayo, cuando decidió caminar por la misma ruta que ahora recorríamos. En el camino se advierten evidencias de su búsqueda: un árbol marcado con pintura, una cinta amarrada a una rama, un camino señalizado.
Salimos del tupido bosque para encontrarnos con una carretera que rompe abruptamente la vegetación de la montaña. Bastó caminar un par de kilómetros para encontrarnos con dos garitas a lado y lado del camino, una cadena que las une y las palabras “propiedad privada”. No fue el único, ni fueron pocos, los encerramientos con los que nos topamos durante ese primer tramo del recorrido.
La dinámica expansiva inmobiliaria que vienen experimentando El Retiro y Envigado le gana cada año más pedazos a las laderas de las montañas que circundan estos municipios. Luis, nuestro compañero de viaje, dijo que “muchos caminos antiguos de Envigado se han perdido por eso: compran una finca y hacen un cerramiento, no dejan utilizar las servidumbres y la gente tiene que buscar otros caminos”. En ello coincide José Lubín, quien agregó que “si acaso sobreviven un treinta o cuarenta por ciento de las trochas o caminos por donde verdaderamente caminó Fernando González. Entre Envigado y Pácora todavía quedan algunos. ¿Por qué desaparecen? Porque construyen una vía, o porque compran fincas y las convierten en fincas de recreo y entonces ya no se puede pasar por ahí; o por un cultivo, por ejemplo, de aguacate Hass: cierran el camino para que la gente no pase en medio del cultivo. Colombia es un país de montañeros y campesinos donde lo miran feo a uno por caminar”.
Fernando González caminó los mismos doce kilómetros en condiciones más precarias, por trochas y caminos que hoy ya no existen, recuerdo que pensé aquella noche. ¿Por qué se le ocurrió al maestro González hacer esta travesía? Le pregunté a mis compañeros de caminata. “Locuras de juventud”, respondió José Lubín. “Las razones pues no son claras, lo cierto es que el viaje fue el pretexto para el libro”, señaló Daniel. Ninguna de las respuestas me tranquilizó pues intuía que su pequeña odisea encerraba un propósito más altruista, quizás más pedagógico; un propósito más acorde con esa personalidad indómita, inquieta e irreverente que caracterizaba al filósofo.
Nuestra segunda jornada comenzó muy temprano. El destino sería la vereda Colmenas, en La Ceja. El viaje comenzó con tropiezos. Nuestro guía no llegó al punto acordado a la hora acordada. “Preguntémosle a algún campesino cuál es el camino, y arrancamos para no perder más tiempo”, acordamos en ese momento. Nos internamos entonces por la vereda La Playa, de El Retiro. Atravesamos extensos cultivos de hortensias que rompían con sus tonos pálidos el monótono verde característico de los pueblos del Oriente antioqueño. De las hortensias emana un sutil olor a fungicida que termina envolviendo todo el ambiente. “Dicen que esta hortensia la están exportando a Asia porque allá la convierten en una especie de resina que sirve como opioide y al parecer es la nueva droga por allá”, nos contó Luis, quien dijo además que es el nuevo oro de la región y que los campesinos están migrando otra vez hacia el cultivo de la flor, así como hace cuatro o cinco años atrás lo hicieron en masa con el aguacate Hass, que todavía se ve por el camino, confundido entre sembradíos de tomate de árbol.
José Lubín nos alcanzó un par de horas después, cuando paramos en el Alto del Frijol, en La Ceja, a eso del mediodía. Reanudamos nuestra marcha luego de recuperar fuerzas. Desde el Alto del Frijol se contemplan a lo lejos los Farallones del Citará y el cañón que forma el río Cauca a su paso por el Viejo Caldas. Se observa a Montebello, enclavado sobre el filo de una montaña, y, a lo lejos, el alto de Minas. Imagino que, de haber pasado por allí, el maestro González también se hubiera extasiado como yo al ver las maravillas naturales que ofrece este país. Terminamos la jornada en el Ecoparque Los Saltos, ubicado en la vereda Los Saltos, de La Ceja, desde donde se contempla a lo lejos el imponente salto del Buey.
El maestro González no estuvo en Los Saltos. Tampoco caminó por varias de las veredas que caminamos ese día. De hecho, buena parte del trayecto de la jornada no hacía parte del itinerario inicial. “Muchas cosas cambian de un año a otro. Hay cosas, como cercas, como portones, que no estaban en enero que hicimos el recorrido”, explicó José Lubín ante los reclamos de los caminantes quienes se preguntaban si ese sí era el recorrido que inmortalizó el filósofo en su obra.
“Y entonces, ¿por qué estamos aquí?”, era la pregunta que seguía rondando luego de caminar unos diecisiete kilómetros por casi seis horas sobre una ruta que terminó variando abruptamente de itinerario y tras enterarnos de que salir de donde estábamos implicaba ascender por una pronunciada pendiente durante más de treinta minutos, o alquilar un vehículo, como finalmente lo hicimos, marcando el fin de mi recorrido por el viaje a pie, desconcertado por los inconvenientes del recorrido, fascinado por las bellezas naturales que nos obsequió el camino, y sin entender aún las razones que llevaron a Fernando González a realizar tamaña travesía.
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¿Por qué hacer este recorrido, quebrado, pedregoso? José Lubín me había contado: “Hay personas que, sin ser los caminantes expertos, hacen todo el recorrido a pie hasta Manizales. Les gusta la experiencia, sienten que es otra clase de turismo, un turismo más literario, histórico si se quiere, porque la ruta de Fernando González fue la misma que siguió la colonización antioqueña y la gente se asombra cuando descubre que está recorriendo el mismo camino de nuestros antepasados cuando salieron a fundar pueblos y ciudades”.
Poco tiempo después, cuando terminé de leer Viaje a pie, Fernando González, con su sabiduría, también respondió mi interrogante. Cuando regresó a Medellín después de su intenso periplo, el 18 de enero de 1929, le escribió a su esposa, Margarita: “Tú eres la única que puede entender la finalidad de este libro: describirle a la juventud la Colombia conservadora de Rafael Núñez, hacer algo para que aparezca el hombre echado para adelante que azotará los mercaderes”.
“Nuestro cuerpo está hecho para caminar. No nos queda otra cosa que caminar”, consignó el filósofo en su libro, quizás para señalarnos que solo caminando conoceremos las urgencias que conlleva ser colombiano, esas que retrató en su obra. En cada una de sus páginas pude advertir sus fatigas por lo infructuoso de unos caminos bordeados de una belleza descrita magistralmente, donde también abundaba la pobreza. Sobre ese telón de fondo lanzaba esclarecedoras semblanzas sobre la Medellín de su época, tan actuales y vigentes. Y narraba a través de esa escritura prodigiosa cómo era la Colombia rural que recorría a pie.
Si el filósofo de Envigado estuviera entre nosotros en estos tiempos se sorprendería al ver lo mucho y lo poco que ha cambiado este país. Los caminos continúan siendo agrestes y los campesinos continúan sumidos en la pobreza. Los peligros continúan acechando a los caminantes, a quienes continúan tildando de locos, vagabundos, desvariados, peligrosos. Medellín continúa atiborrada de hombres gordos interesados únicamente en “hacer plata”. La sociedad colombiana ya no es tan casta ni reticente, como la describió en su momento, pero sigue siendo profundamente conservadora. Ya no tenemos a Núñez, pero tenemos a Uribe y a Santos.
Curiosamente, al final de su travesía, Fernando González les recomienda a los jóvenes de su tiempo “no realizar este viaje a pie y con morrales y bordones”, pero los hombres y mujeres de mi tiempo advierten en este recorrido un reto digno de enfrentar, una experiencia vital que no debe dejarse pasar en esta vida, en encuentro con la esencia del filósofo.
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